Un Charlton Heston
espléndido en un complejo melodrama sobre la debilidad innata del racismo: El señor de Hawái o una seria y
combativa película en pro de la igualdad y contra las barreras de la
segregación racista en un marco de belleza extraordinaria.
Título original: Diamond Head
Año: 1963
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Director: Guy Green
Guion: Marguerite Roberts (Novela: Peter
Gilman)
Música: John Williams
Fotografía: Sam Leavitt
Reparto: Charlton Heston, Yvette Mimieux, George Chakiris, France Nuyen,
James Darren, Aline MacMahon,
Elizabeth Allen, Vaughn Taylor, Marc Marno,
Philip Ahn, Harold Fong, Edward
Mallory.
Tienen poco que ver, Los descendientes, de Alexander Payne, y
este Señor de Hawái que propiamente debería
haberse llamado El rey de Hawái,
puesto que al protagonista, rico propietario de una isla hawaiana todos lo llaman
King, nunca por su nombre de pila. La familia de Los descendientes son herederos de la realeza hawaiana y hay una
suerte de nostálgica evocación, en la decadencia del presente, lo que fue, en
su momento, el glorioso pasado. Ese glorioso pasado es el presente de El señor de Hawái y la película muestra
las líneas paralelas que se seguirán a lo largo del desarrollo: Un orgulloso
terrateniente que aceptará presentarse como candidato al Senado por el recién proclamado
quincuagésimo estado de los Estados Unidos de América, en 1959, después de
haberse anexionado el archipiélago en 1900, contra el sentir mayoritario de los
indígenas, cuya última reina, Liliuokalani, fue depuesta por Sanford. B.
Dole, quien proclamó la República de Hawái y fue reconocido por Usamérica, como
protectorado, antes de anexionarse el archipiélago. La hermana pequeña del Rey
que vuelve enamorada y emparejada con el hijo de unos indígenas a sueldo del
Rey. La presencia incómoda de la cuñada del Rey que le asistió en la crianza de
la hermana pequeña cuando la mujer y el hijo del Rey murieron arrastrados por
una ola gigantesca en la playa y que no puede competir por el lecho del cuñado,
ocupado por una indígena con quien el Rey acabará teniendo un hijo al que, en
principio, se niega a reconocer. Por si fuera poco, se añade otra derivada
temática de fundamental importancia, la presencia del hermano mayor del enamorado
de la hermana, un doctor orgulloso que siempre ha rechazado la ayuda del Rey
para labrarse por sí mismo, sin deudas de ninguna clase, su independencia y su
vida, un hermano mayor de quien la hermana del Rey estuvo enamorada y de quien,
así se da a entender, sigue estándolo, razón por la cual deducimos enseguida, a
través de las miradas y las reacciones, que ese amor sigue en pie, por más que
pretenda ocultarlo casándose con su hermanastro, nativo cien por cien, mientras
que él es mestizo. En la decisión de la hermana del Rey, una no del todo
convincente Yvette Mimieux, que va ganando aplomo a medida que avanza la
película, hay una loable intención transgresora, romper esa barrera invisible
que “aconseja” no realizar matrimonios interraciales, pero pronto advertimos
que pesa más en ella el rencor hacia el despecho sufrido en la adolescencia por
parte del hermano de su futuro marido que su deseo transgresor. ¿Alguna gotita
más que nos plante ante el melodrama canónico al que he hecho referencia en el
título? La insinuación, no desmentida mediante la violencia, en un ser propenso
a ella como el Rey, de la relación es incestuosas de este con su hermana, que
queda suspendida en esa tensa entrevista entre los dos hombres y que presidirá
la relación del Rey con su hermana a lo largo de la película, una sombra
constante que parece explicar muchos comportamientos. La primera parte de la
película es la presentación de todas esas relaciones…, y cómo se desencadena el
conflicto a partir dela muerte supuestamente accidental del futuro marido de la
hermana del Rey en una pelea con tintes lorquianos y folclore hawaiano, porque tiene lugar en la
fiesta de celebración de la declaración formal como prometidos de los dos
jóvenes. El Rey es absuelto en el juicio, porque la madre de él no presenta ningún
cargo, pero desde ese momento nada sigue siendo lo mismo, y el poderoso
presente idílico del rico terrateniente se irá convirtiendo en el espacio
luminoso de la culpa, el remordimiento y la expiación. Guy Green, de quien ya hemos
comentado en este Ojo el drama social
El amargo silencio y el drama
sentimental Secretos de una esposa,
narra con una extraordinaria sensibilidad para la belleza del paisaje y el
análisis con escalpelo de las emociones humanas más vivas, esta historia de
pasiones desatadas, rencores antiguos, despechos, decepciones, orgullos y
expiación que conforman un robusto melodrama capaz de conmover al más impasible
de los espectadores, porque no hay tregua, una vez salta por los aires la tibia
convención de las costumbres y la complicidad en el engaño de los “debidos”
comportamientos de cada cual. Se trata de una película muy deudora del mejor
Douglas Sirk, de ahí la necesidad de pasearse por ella y dejarse llevar, en
unos paisajes de belleza magnífica, por esas vidas en las que el rencor vive
junto a la esperanza y la pasión junto a la duda heridora. Sí, El señor de Hawái, en un papel que
Heston, en parte, calca de Cuando ruge la
marabunta, es una película muy olvidada que merece una revisión y, por
supuesto, este aplauso crítico a destiempo, pero no por ello menos efusivo.
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