La tensa relación entre Disraeli y la reina Victoria al hilo de una
osadía infantil: El diablillo y la reina
o el sentido de la monarquía en Gran Bretaña.
Título original: The
Mudlark
Año: 1950
Duración: 99 min.
País: Reino Unido
Director: Jean Negulesco
Guion: Nunnally Johnson
Música: William Alwyn
Fotografía: Georges
Périnal (B&W)
Reparto: Alec
Guinness, Irene Dunne, Andrew Ray,
Anthony Steel, Finlay Currie,
Beatrice Campbell, Wilfrid Hide-White.
De nuevo
ante una película sin referencia alguna y sin la ayuda de FilmAffinity, donde
las críticas sobre ella brillan por su ausencia, lo cual es un indicativo de
que me sitúo ante una rareza poco o nada vista. De su autor, Jean Negulesco,
sin embargo, ya hemos comentado en este Ojo
dos excelentes películas, Llama un
desconocido y Belinda, breve
nómina a la que se suma ahora esta The
mudlark, pésimamente traducida por un título que me hizo dudar lo mío si
adquirirla o no. Hice bien, ahora lo he visto. La película, cuyo guion se basa
en una novela que retoma un hecho real del reinado de la reina Victoria, narra
la historia de un huérfano que se dedica a recoger objetos perdidos en las
cenagosas orillas del Támesis y que un día encuentra un camafeo con la cara de
la reina Victoria que otros coleguillas de miseria quieren arrebatarle para
venderlo a quien suele comprarles lo que encuentran. Finalmente, un viejo que
lo defiende de los otros mozalbetes le explica quién es la reina, “la madre de
Inglaterra” y el zagal se empeña en llegar hasta el castillo de Windsor para
visitarla. A partir de su llegada al castillo, la película da un giro hacia la
comedia con situaciones muy graciosas y unas notabilísimas interpretaciones. La
llegada del muchacho coincide con la visita del Prime Minister, Disraeli, cuyas
tensas relaciones con la reina se deben a que esta no quiere abandonar su vida
retirada, en señal de duelo, por la muerte de su marido. Disraeli pretende
arrancarla de ese ostracismo voluntario porque advierte que la relación entre
la reina y sus súbditos, que nunca pueden verla en ningún acto público, va deteriorándose
y es posible que, para muchos, acabe volviéndose prescindible la institución
monárquica. Aunque por motivos diferentes, es evidente que esa “crisis de
ausencia real” tiene algún punto de contacto con la poderosa crisis que sacudió
la corona británica, con temblores de terremoto catastrófico, cuando la muerte
en accidente de la princesa Diana de Gales. Es Alec Guinness el encargado de
darle vida a un Disraeli que, en su dicción privilegiada adquiere una entidad
soberbia, magnífica, como si hubiéramos entrado en el túnel del tiempo y nos
halláramos ante el propio Disraeli en persona. A ello contribuye también una
caracterización física que casi vuelve irreconocible al actor. Enfrente, Irene
Dunne compone una reina Victoria llena de absoluta majestad, lo que permite un
juego de indirectas entre ella y su Primer Ministro muy divertido, porque la
parte cómica cae del lado del camarero y consejero escocés de la reina, un
soberbio Finlay Currie, a quien se
recuerda popularmente por su interpretación de San pedro en Quo Vadis? La
película está rodada en estudio, en el que se reprodujeron no solo las salas
del palacio por donde transcurre la acción, sino también el Parlamento, donde
tiene lugar el lucidísimo speech de
un Guinness en estado de gracia retórico. Ese discurso, rodado sin corte
alguno, en un plano secuencia de unos siete minutos de duración es, a mi
entender, lo mejor de la película, la escena que sirve para definir no solo al
personaje, sino también al sistema democrático británico y el sentido que tiene
la monarquía en Gran Bretaña, así como una defensa a ultranza de la dimensión
social que ha de tener cualquier gobierno. Las toneladas de ironía con que
Disraeli contesta al disparate de algunos diputados, relativo a la posibilidad
de que el chiquillo se hubiera colado en el castillo de la reina para perpetrar
un magnicidio, alentado por los irlandeses, es un éxito retórico de primera
magnitud y del que deberían tomar buena nota nuestros diputados, tan escasos de
esa elocuencia que, antes, confirmaba la calidad o la incompetencia de un político.
A pesar de que la situación dickensiana de la trama pueda parecer que induce al
sentimentalismo, nada de ello hay en la película, cuyos dos ejes, la aventura
ingenua del chiquillo y la tensión política, garantizan al espectador un
disfrute máximo en una película que, aparentemente, se cae de puro sencilla.
Las cargas de profundidad sobre la vida en general y la política en particular
son constantes a lo largo de todo el metraje, y se ha de estar atento para no
perder ripio de cuanto una situación en apariencia anodina es capaz de dar de
sí. Sigo en vena, con Negulesco, sin duda.
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