Escasa narración para un
recital interpretativo mayúsculo: Bajo la
arena o la firme decisión de negar la tragedia y vivir como si nada
(hubiera pasado).
Título original: Sous
le sable
Año: 2000
Duración: 95 min.
País: Francia
Director: François Ozon
Guion: François Ozon,
Emmanuèle Bernheim, Marina De Van, Marcia Romano
Música: Philippe Rombi
Fotografía: Jeanne
Lapoirie, Antoine Heberlé
Reparto: Charlotte
Rampling, Bruno Cremer, Jacques Nolot, Alexandra Stewart, Pierre Vernier, Andrée Tainsy.
Tras un excelente y moroso
arranque que nos habla de la complicidad en la monotonía y el aburrimiento de
una pareja de maduros profesionales liberales que se va de vacaciones a las Landas
bretonas, la película gira inmediatamente hacia la sospecha de la tragedia
merced a la desaparición del marido que se ha metido en el mar mientras su
mujer seguía tomando el sol. Cuando el regreso de él se convierte en sospecha
de lo peor, hay una leve acción de búsqueda con resultados infructuosos y la
historia deriva, con una afortunada elipsis temporal, hacia la vida acomodada a
la ausencia del ser amado mediante el recurso a la negación cotidiana de que
tal hecho haya llegado a suceder. De ahí que en una comida de amigos, cuando la
protagonista decide “consultar” algo con su marido, se nos muestren las miradas lóbregas de
consternación de sus amigos, quienes no quieren dar fe a lo que les va
resultando difícil de negar: que su amiga se ha vuelto loca, sí, como nuestra
Juana, y vive en una realidad paralela en la que, la cámara no engaña, el
marido obra con total realidad y comparte con ella su vida. La irrupción de un
pretendiente abre una puerta a la posibilidad de una curación, si es que puede
considerarse una enfermedad mental la convicción de que el ser querido
desaparecido aún vive y podemos comunicarnos con él. La ambigüedad va a dominar
gran parte de la película, e incluso asistiremos a un adulterio en el que ambos
esposos intercambian miradas de complicidad mientras el mísero amante, ay,
infelice, se afana en busca de dar y recibir un placer que lo deja descolocado.
No hay humor, sin embargo, en la película, y sí mucha perplejidad por par parte
del espectador, por mi parte, vaya, porque no acabo de entrar en el juego
perverso de la ficción que le permite sostenerse anímicamente a la protagonista
mientras juega con el pretendiente que no puede competir con el original,
aunque su escasa vida en común acabe convirtiéndole en un sosias de este, con
repetición calcada de las rutinas que han dominada la vida de la pareja
inicial, para desesperación de quien no acaba, tampoco, de entender las
reacciones de ella. La película es, pues, una película muy Ozoniana, llena de
silencios y con un variado surtido de miradas y gestos capaces de transmitirle al
espectador el progreso de la historia y, sobre todo, el interior entre
atormentado y seguro de la protagonista. ¿Adónde conduce todo eso? Al título de
esta crítica: al recital interpretativo de una actriz tan fotogénica y de tan
intensa capacidad transmisora de emociones como Charlotte Rampling, de quien aún
tengo pendiente una película, 45 años,
de Andrew Haigh, que espero no tarde mucho en saltarme de los ojos a las manos
en Tallers 79 o en Filmin, al que me abonaré en breve -espacio obliga…-. La
película, al margen del paisaje de dunas de las Landas, transcurre básicamente
en interiores, no solo porque la pareja es una “pareja de interiores” -ella es
profesora de universidad, por ejemplo, que tanto obliga a estar en casa-, sino
también porque, tras la desaparición de él, hay una exhibición de su interior
emocional y psicológico que se compadece a la perfección con los escenarios de interiores
con colores matizados, pero con luz tenue y fuerte contraste de claroscuros. No
engaño, a pesar de lo dicho. La película, aunque no peca excesivamente de
previsible, sigue un guion claro y sin sorpresas, y la evolución de ella, tan
pautada, tan ceñida a lo cotidiano, acaba haciéndose un poco tediosa o, por lo
menos, levemente insatisfactoria. De todo redime la interpretación de Rampling,
por supuesto, pero nonos deja el regusto de una obra acabada, redonda, algo que
sí consigue Ozon con otras películas suyas. Con todo, se trata siempre de un
autor con una elegancia innata para el relato intimista, algo que se pone de
manifiesto en el mimo con que trata la cámara a Charlotte Rampling, arrancando
de ella una actuación estupenda, por más que nos parezca una historia sin
enjundia, algo plana, porque ignoramos siempre las poderosas razones que la
asisten a ella para mantener un amor fou
más allá de la muerte.
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