lunes, 19 de marzo de 2018

¿Es “Vértigo”, de Alfred Hitchcock, la película perfecta?



El orgasmo de la epifanía o cómo desnudar, vistiendo, el claro objeto del deseo: Vértigo o la ebriedad de la creación…

Título original: Vértigo
Año: 1958
Duración: 120 min.
País:Estados Unidos
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Alec Coppel, Samuel Taylor (Novela: Pierre Boileau, Thomas Narcejac)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Robert Burks
Reparto: James Stewart,  Kim Novak,  Henry Jones,  Barbara Bel Geddes,  Tom Helmore, Raymond Bailey,  Ellen Corby,  Lee Patrick.

Esa fue la primera pregunta que me sugirió la revisión de Vértigo, una película a la que conviene acercarse cada relativamente poco. Se ha escrito tanto sobre ella, que parece una osadía pretender decir nada discretamente original al respecto. Desde los insinuantes títulos de crédito de Saúl Bass nos adentramos en una perturbación de los sentidos que va a llevarnos, a través del protagonista que la sufre, James Stewart, a un terreno, el del amour fou, propio del surrealismo y cuya referencia literaria es Nadja, de Breton. ¿Cómo puede dudarse de que la frase famosa de la novela de Breton es el corazón de la película de Hitchcock: La belleza será convulsa o no será? A partir de una anécdota trivial, resuelta cinematográficamente con brillantez en la persecución clásica de un ladrón a través de los tejados de los edificios, el protagonista, que queda colgado del canalón de desagüe de un edificio a considerable altura, cae en la cuenta de padecer una acrofobia que a duras penas le permite asomarse a una altura considerable sin que un pánico cerval se apodere de él y lo incapacite. Una elipsis nos permite pasar del canalón amenazador a la tranquilidad de un cuarto de trabajo de una amiga, en una situación y una puesta en escena que nos retrotrae, con algún toque propio del humor de Hitchcock, como que la amiga enamorada del protagonista sea una diseñadora de sostenes, a La ventana indiscreta, siquiera sea a modo de autorreferencia, porque enseguida, con el encargo del amigo: vigilar a su esposa, de quien teme sus tentaciones suicidas por el hecho de haber sido poseída por un espíritu de la antigüedad que así acabó, nos adentramos en un laberinto complejo que irá atrayéndolo cada vez más hasta convertirlo -como veremos más adelante- en el trágico cazador cazado. Recordemos que se trata de un expolicía que trabaja como investigador privado para ese amigo de juventud a quien casi ni recordaba, y a cuyo caso se entrega con total dedicación nada más contemplar la belleza enigmática de una mujer cuyos desplazamientos anárquicos por la ciudad van trazando una tela de araña donde atrapar al incauto sabueso. El proceso de acercamiento del protagonista al objeto de su deseo, que él ingenuamente cree gobernar, se acelera cuando salva a la protagonista -una Kim Novak espectacular, capaz no solo de hechizar al más pintado, sino de atarlo a ella con un lazo inextricable- y esta lleva hasta la exacerbación el sutil proceso de seducción que convierte al protagonista en algo así como el príncipe azul que la salvará del terrible encuentro definitivo con la muerte, hacia donde la impulsa el sentirse poseída por esa mujer cuyo cuadro observa compulsivamente día tras día en un museo de la ciudad de San Francisco. Ese seguimiento en coche, realizado diríase que a cámara lenta, refuerza la presencia en la película de la forma espiral, asociada con el vértigo, y que él observa en el peinado de ella, recogido el pelo en un moño coronado por una espiral. Sinuosamente, el protagonista va metiéndose en ese maelstrom de la obsesión de un modo tan lento como porfiado y seguro, de ahí que la muerte de la protagonista constituye, como sugiere mi amigo Paco Marín, el primer “final” de la película, una de las pocas en la Historia del Cine, según él, que tiene “dos finales”. Y no le falta razón, desde luego, porque a nadie se le oculta que Vértigo, y sobre todo por el subtítulo, De entre los muertos, es una película con dos partes nítidamente diferenciadas, pero sólidamente unidas: el descubrimiento casual de una mujer muy parecida a la Madeleine perdida por el protagonista, sumido desde entonces en una fuerte depresión, dará pie a un proceso de reconstrucción de tipo fetichista, como la manifestación de un trastorno obsesivo, de la mujer perdida en la mujer hallada al azar. La película, por lo tanto, vuelve sobre sus pasos constantemente, con una tímida resistencia de la Judy de quien el protagonista, como el dios del Génesis, quiere extraer la Madeleine perdida y forjarla no tanto a su imagen y semejanza como a la de la mujer perdida por la imposibilidad acrofóbica de seguirla hasta las alturas de la torre fálica del campanario de la misión donde acabará retornando la historia para su segundo final, tan o más impactante que el primero, aunque con la virtud curativa de por medio, dada la fijeza con que, desde el borde del campanario, Scottie, el protagonista, contempla a la hechizadora estampada contra las tejas. El proceso de reconstrucción de Madeleine a partir de la materia prima de Judy es minucioso y, como le dice la modista: El señor sí que sabe lo que quiere… Efectivamente, y no parará hasta que, en un juego cromático espectacular en el plano, Madeleine emerja de Judy como una fantasmagoría  que se corporeiza, para responder a todas las preguntas acuciantes que, una vez descubierta en todo su esplendor la superchería, han acosado a Scottie, inundándolo de culpa, angustia y depresión, de ahí, en parte, ese final moralizante con tanta virtud salvífica. Todo esto que estor recontando de poco o nada vale si no tenemos presente que no hay plano en la película que no pueda detenerse y empezar a reflexionar sobre el uso del ángulo de la cámara sobre la protagonista, cuando se sienta en los cojines frente al fuego de la chimenea, por ejemplo: o el crudo e intensísimo color rojo de la decoración del restaurante que contrasta con su figura elegante, muy rubia, recortada contra él; o las tomas de la espalda y la nuca de la protagonista con la espiral emblemática de su moño; o el plano de la protagonista junto al mar y bajo el Golden Gate, uno de esos planos que se graban en la retina de quien lo ve y nunca jamás olvida; o el giro de la cámara alrededor del primer beso apasionado de los protagonistas, como elevándolos a través de un tranquilo huracán…; o… Ya digo que se trata de una película en la que plano a plano se puede y se debe diseccionar el arte de Hitchcock no tanto para explicar una película de las de su especialidad, el suspense, sino, en este caso,  de una historia psicológica y con un mínimo de elementos, lo que hace de ella una película alejada de los gustos populares y la aproxima al cine “de autor” al estilo europeo, y más concretamente francés. Si bien se mira, la anécdota narrativa apenas es un pretexto diminuto en medio de ese mar de pasiones que va creciendo en el juego doble de la película: tratar de salvar de la posesión a un alma enferma y cómo otra alma enferma pretende poseer a una mujer con el espíritu de la otra. El resultado no puede ser más brillante, y aunque a Hitchcock no pareció agradarle el resultado y la actuación de la pareja protagonista, me parece evidente que tanto Stewart como Novak -esta sobre todo en la segunda parte- son capaces se sumirnos en esa densidad de significado existencial que tienen ambos protagonistas en ambas partes de la historia. Tenía entendido que Ciudadano Kane estaba considerada como “la mejor película” de la Historia del Cine. Vértigo le hace legítimamente la competencia y en esas estamos. Después de lo visto anteayer, lo cierto es que fue una invención lo del ex aequo

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