miércoles, 14 de marzo de 2018

“Atrapados” y “Almas desnudas”, de Max Opuls (luego Ophüls): la consolidación de un estilo en dos géneros: el melodrama y el thriller.













La elegancia descriptiva de Ophüls o la psicología filmada, en dos historias de altísimo contenido ético que van más allá de su adscripción genérica: Atrapados y Almas desnudas o el cine eterno de los 40. 

Título original: The Reckless Moment
Año: 1949
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Max Ophüls
Guion: Henry Garson, Robert W. Soderberg, Mel Dinelli, Robert Kent
Música: Hans J. Salter
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: James Mason,  Joan Bennett,  Geraldine Brooks,  Henry O'Neill,  Shepperd Strudwick, David Bair,  Roy Roberts.

Título original: Caught
Año: 1949
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Max Ophüls
Guion: Arthur Laurents (Novela: Libbie Block)
Música: Frederick Hollander
Fotografía: Lee Garmes (B&W)
Reparto: James Mason,  Barbara Bel Geddes,  Robert Ryan,  Natalie Schaefer,  Curt Bois, Frank Ferguson,  Ruth Brady.

Después de rodar Carta a una desconocida, auténtica obra cumbre de la cinematografía de Ophüls, porque en ella nos ofrece un auténtico recital de sus famosos recursos en la realización, sobre todo el uso del travelín lateral y los elegantísimos movimientos de cámara tan densos en significado, como cuando en Atrapados, la cámara, desde la silla vacía que representa a la mujer codiciada por los dos hombres, alterna entre el amante y el marido en una tensa conversación que preludia el inminente desenlace; de forma opuesta, en Almas desnudas, ciertos contrapicados como el que muestra la barandilla rota desde la que se ha precipitado sobre un ancla el amante chantajeador pasan desapercibidos para la protagonista, incapaz de deducir de él una explicación racional de una muerte cuya responsabilidad adjudica a su hija, por quien entrará en una dinámica de acciones irresponsables que pueden acabar llevándola a la perdición. Aunque de géneros distintos, melodrama y suspense criminal, en ambas predomina un planteamiento psicológico que va mucho más allá del género para ofrecernos dilemas de carácter moral que afectan a los protagonistas.  En Atrapados, con un comienzo espectacular de los títulos de crédito sobre los figurines de moda de una revista, leída en unas habitaciones exiguas que comparten dos mujeres de distinta edad, una baqueteada por la vida y la otra una joven soñadora, la protagonista, que trabaja como modelo que pasea entre los clientes las prendas cuyo precio va diciendo, es invitada por un mediador a asistir a una fiesta en un yate, una oportunidad, le dice, para conocer gente rica. Aunque le cuesta tomar la decisión, porque no quiere convertirse en aquello a lo que la invitación parece acercarla implícitamente, acaba yendo. En un muelle lleno de brumas, de noche, una escena casi fantasmagórica, como si la lancha que llega del yate emergiera de un sueño, aparece un supuesto marinero a quien la protagonista le dice que esperaba que la recogiesen para ir a la fiesta del yate. Identificado como el millonario que supuestamente daba la fiesta, un Robert Ryan que, como siempre que actúa, se come a cualquier parternaire casi con su sola presencia, le pide a la chica que se vaya con él a realizar unas gestiones. Sorprende, casi acto seguido, descubrir al millonario en la consulta del psiquiatra, a quien acaba llevándole la contraria con su intención de casarse con esa joven apenas conocida, y a quien se queja de un mal de corazón que al otro le parece una afección imaginaria. Cuando parece que toda la acción vaya encaminada hacia una reedicion de Cenicienta, la soledad, el abandono y la mala vida que la obliga a llevar el millonario en una mansión gótica en la que la protagonista conoce el desamor, el desvalimiento, la sumisión y la soledad más hirientes le dan un giro tétrico a la historia que impone su poder narrativo al espectador. La cosificación de su mujer choca con los intentos de liberación de ella, que lo abandona, se va a vivir a un piso pequeño, como en el que vivía al comienzo de la película, y se coloca como enfermera-recepcionista en la consulta de un tocólogo y un pediatra, este último interpretado por James Mason, quien acaba enamorándose de ella. El despecho, único sentimiento perverso que mueve al marido, lo lleva a intentar reconquistarla, aunque sin ánimo real de querer cambiar su vida, en la que ella no cuenta sino como una esclava de sus deseos y caprichos. Separada por segunda vez, y cuando parece que va a iniciar una nueva vida, todo se complica con el embarazo de ella, que oculta al pediatra. Regresa a la mansión de su marido, a pesar del maltrato constante de este y de la condición terrible que le pone para “concederle” el divorcio: que la criatura se quede con él. En esas aparece el pediatra en la mansión y  se entabla una lucha entre el orgullo del millonario y el amor del doctor. ¿Cuál es el dilema ético? Que la madre quiere que  su hijo no le falte nada en la vida, y por ello parece dispuestas a asumir el sacrificio de su propia vida, mientras que el doctor insiste en reafirmar una conversación anterior entre ellos en la que dejó claro que “hacer fortuna” no era un objetivo existencial para él, que había cosas que estaban por encima de ese afán. Y ahí lo dejo, porque el desenlace bien merece la pena vivirlo sin que el crítico aguafiestas te lo chafe. Las escenas en la mansión del millonario destilan, eso sí, ese olor a formol y pátina del lujo no vivido ni gozado, y recuerdan notablemente a Ciudadano Kane, aunque la incrustación en ese espacio de una mujer desamparada y sometida a la vejación constante del macho que le impone su presencia a altas horas de la madrugada, porque para los negocios nunca hay horas, casi convierte la película en una película de terror. No poco de él hay en la mirada y los gestos de una magnífica Barbara Bel Geddes -de carrera corta en el cine y larga en la TV- que encarna a la perfección la ingenua heroína popular que sueña con cazar a un  millonario  y descubre que es ella la que ha sido cazada como un animal de compañía, que es como se presenta, como antecedente laboral, en la consulta médica cuando solicita el empleo. Almas desnudas tiene una estructura de thriller muy bien llevado, y con una complicación creciente que se suma a la inexperiencia de la protagonista, quien actúa para defender a su hija de una incriminación en un asesinato que está convencida que ella, la hija, ha cometido. La historia presenta el tópico del personaje completamente alejado del mundo de la delincuencia que se ve envuelto en una trama de extorsiones y amenazas para la que, objetivamente, no está preparada. Un ama de casa -excelente interpretación de Joan Bennet, perfecta en el papel de madre que lleva el peso de la casa y del fatal acontecimiento sin que nadie en ella se entere de nada-  cuyo marido pasa las Navidades fuera por asuntos de negocios, se enfrenta al chantaje que el maduro cortejador de su hija de 17 años le hace para dejar de verla. Todo se complica cuando este se entrevista con la joven y ella descubre, por sí misma, lo que la madre le ha revelado: la baja catadura moral de quien quiere hace de ella un negocio lucrativo. A resultas de un accidente, el hombre muere, la madre lo descubre y, a partir de ese momento, convencida de que su hija es la responsable de la muerte, se dedica a encubrirla, cometiendo un error tras otro. La aparición de un nuevo chantajeador, acreedor del muerto, a quien le robó un fajo de cartas que le había dirigido la hija, supone una vuelta de tuerca de la historia que aún se complicará más cuando este, James Mason, mandado de un jefe déspota sin ningún miramiento, va enamorándose poco a poco de la protagonista y compadeciéndose de su situación desesperada. Esa parte del guion, excesivamente tintada de melodramatismo y sentimentalismo algo rancio -le confiesa a ella que iba para sacerdote y acabó en maleante de tercera clase- enturbia algo la historia, pero no así la realización de la película, cuyos tintes sombríos de thriller se realzan con una fotografía llena de sombras y claroscuros que parecen reflejar la condición entreverada de aversión y empatía que padecen ambos protagonistas, porque la mujer se opone fieramente a que quien la ha salvado de la amenaza del jefe sin entrañas acabe asumiendo, para salvarla a ella, una culpa que ella e siente en la obligación moral de compartir con él, atribuyéndose la responsabilidad de cuanto hizo y no debería haber hecho. Dejo intacto el desenlace final que, vuelvo a repetir, es tan logrado fílmicamente como decepcionante en cuanto que thriller blando, si es que podemos hablar de esta subcategoría. La puesta en escena de la película, en una pequeña villa costera donde “nunca pasa nada”, y en la casa de la protagonista, le permite a Ophüls, ejercitarse en su arte de la mirada distanciada, usualmente a través de ventanas o puertas, que deja a sus personajes una vida autónoma, pero algo marionetizada, porque la cámara apunta a veces a la identificación con el ojo ubicuo de la divinidad impasible que observa los afanes de sus criaturas sin querer intervenir en ellos, pero complaciéndose, delicadamente, en sus zozobras, en sus angustias, en sus derrotas y en sus falsas victorias. Como en otras ocasiones un buen programa doble permite apreciar a fondo el arte de cualquier director, y en este caso, el de un esteta consumado que ha sabido ponerlo al servicio de dos tramas estupendas e interesantes.

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