La elegancia descriptiva de Ophüls o la psicología filmada, en dos historias de
altísimo contenido ético que van más allá de su adscripción genérica: Atrapados y Almas desnudas o el cine eterno de los 40.
Título original: The Reckless
Moment
Año: 1949
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Max Ophüls
Guion: Henry Garson, Robert W.
Soderberg, Mel Dinelli, Robert Kent
Música: Hans J. Salter
Fotografía: Burnett Guffey (B&W)
Reparto: James Mason, Joan Bennett,
Geraldine Brooks, Henry
O'Neill, Shepperd Strudwick, David Bair, Roy Roberts.
Título original: Caught
Año: 1949
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Max Ophüls
Guion: Arthur Laurents
(Novela: Libbie Block)
Música: Frederick Hollander
Fotografía: Lee Garmes (B&W)
Reparto: James Mason, Barbara Bel Geddes, Robert Ryan,
Natalie Schaefer, Curt Bois,
Frank Ferguson, Ruth Brady.
Después de rodar Carta a una desconocida, auténtica obra cumbre
de la cinematografía de Ophüls, porque en ella nos ofrece un auténtico recital
de sus famosos recursos en la realización, sobre todo el uso del travelín
lateral y los elegantísimos movimientos de cámara tan densos en significado,
como cuando en Atrapados, la cámara,
desde la silla vacía que representa a la mujer codiciada por los dos hombres,
alterna entre el amante y el marido en una tensa conversación que preludia el
inminente desenlace; de forma opuesta, en Almas
desnudas, ciertos contrapicados como el que muestra la barandilla rota
desde la que se ha precipitado sobre un ancla el amante chantajeador pasan
desapercibidos para la protagonista, incapaz de deducir de él una explicación
racional de una muerte cuya responsabilidad adjudica a su hija, por quien
entrará en una dinámica de acciones irresponsables que pueden acabar llevándola
a la perdición. Aunque de géneros distintos, melodrama y suspense criminal, en
ambas predomina un planteamiento psicológico que va mucho más allá del género
para ofrecernos dilemas de carácter moral que afectan a los protagonistas. En Atrapados,
con un comienzo espectacular de los títulos de crédito sobre los figurines de
moda de una revista, leída en unas habitaciones exiguas que comparten dos
mujeres de distinta edad, una baqueteada por la vida y la otra una joven
soñadora, la protagonista, que trabaja como modelo que pasea entre los clientes
las prendas cuyo precio va diciendo, es invitada por un mediador a asistir a
una fiesta en un yate, una oportunidad, le dice, para conocer gente rica.
Aunque le cuesta tomar la decisión, porque no quiere convertirse en aquello a
lo que la invitación parece acercarla implícitamente, acaba yendo. En un muelle
lleno de brumas, de noche, una escena casi fantasmagórica, como si la lancha
que llega del yate emergiera de un sueño, aparece un supuesto marinero a quien
la protagonista le dice que esperaba que la recogiesen para ir a la fiesta del
yate. Identificado como el millonario que supuestamente daba la fiesta, un
Robert Ryan que, como siempre que actúa, se come a cualquier parternaire casi
con su sola presencia, le pide a la chica que se vaya con él a realizar unas
gestiones. Sorprende, casi acto seguido, descubrir al millonario en la consulta
del psiquiatra, a quien acaba llevándole la contraria con su intención de
casarse con esa joven apenas conocida, y a quien se queja de un mal de corazón
que al otro le parece una afección imaginaria. Cuando parece que toda la acción
vaya encaminada hacia una reedicion de Cenicienta, la soledad, el abandono y la
mala vida que la obliga a llevar el millonario en una mansión gótica en la que
la protagonista conoce el desamor, el desvalimiento, la sumisión y la soledad
más hirientes le dan un giro tétrico a la historia que impone su poder
narrativo al espectador. La cosificación de su mujer choca con los intentos de
liberación de ella, que lo abandona, se va a vivir a un piso pequeño, como en
el que vivía al comienzo de la película, y se coloca como
enfermera-recepcionista en la consulta de un tocólogo y un pediatra, este
último interpretado por James Mason, quien acaba enamorándose de ella. El
despecho, único sentimiento perverso que mueve al marido, lo lleva a intentar
reconquistarla, aunque sin ánimo real de querer cambiar su vida, en la que ella
no cuenta sino como una esclava de sus deseos y caprichos. Separada por segunda
vez, y cuando parece que va a iniciar una nueva vida, todo se complica con el
embarazo de ella, que oculta al pediatra. Regresa a la mansión de su marido, a
pesar del maltrato constante de este y de la condición terrible que le pone
para “concederle” el divorcio: que la criatura se quede con él. En esas aparece
el pediatra en la mansión y se entabla
una lucha entre el orgullo del millonario y el amor del doctor. ¿Cuál es el
dilema ético? Que la madre quiere que su
hijo no le falte nada en la vida, y por ello parece dispuestas a asumir el
sacrificio de su propia vida, mientras que el doctor insiste en reafirmar una
conversación anterior entre ellos en la que dejó claro que “hacer fortuna” no
era un objetivo existencial para él, que había cosas que estaban por encima de
ese afán. Y ahí lo dejo, porque el desenlace bien merece la pena vivirlo sin
que el crítico aguafiestas te lo chafe. Las escenas en la mansión del
millonario destilan, eso sí, ese olor a formol y pátina del lujo no vivido ni
gozado, y recuerdan notablemente a Ciudadano
Kane, aunque la incrustación en ese espacio de una mujer desamparada y
sometida a la vejación constante del macho que le impone su presencia a altas
horas de la madrugada, porque para los negocios nunca hay horas, casi convierte
la película en una película de terror. No poco de él hay en la mirada y los
gestos de una magnífica Barbara Bel Geddes -de carrera corta en el cine y larga
en la TV- que encarna a la perfección la ingenua heroína popular que sueña con
cazar a un millonario y descubre que es ella la que ha sido cazada
como un animal de compañía, que es como se presenta, como antecedente laboral,
en la consulta médica cuando solicita el empleo. Almas desnudas tiene una
estructura de thriller muy bien llevado, y con una complicación creciente que
se suma a la inexperiencia de la protagonista, quien actúa para defender a su
hija de una incriminación en un asesinato que está convencida que ella, la
hija, ha cometido. La historia presenta el tópico del personaje completamente
alejado del mundo de la delincuencia que se ve envuelto en una trama de
extorsiones y amenazas para la que, objetivamente, no está preparada. Un ama de
casa -excelente interpretación de Joan Bennet, perfecta en el papel de madre
que lleva el peso de la casa y del fatal acontecimiento sin que nadie en ella se
entere de nada- cuyo marido pasa las
Navidades fuera por asuntos de negocios, se enfrenta al chantaje que el maduro cortejador
de su hija de 17 años le hace para dejar de verla. Todo se complica cuando este
se entrevista con la joven y ella descubre, por sí misma, lo que la madre le ha
revelado: la baja catadura moral de quien quiere hace de ella un negocio
lucrativo. A resultas de un accidente, el hombre muere, la madre lo descubre y,
a partir de ese momento, convencida de que su hija es la responsable de la
muerte, se dedica a encubrirla, cometiendo un error tras otro. La aparición de
un nuevo chantajeador, acreedor del muerto, a quien le robó un fajo de cartas
que le había dirigido la hija, supone una vuelta de tuerca de la historia que
aún se complicará más cuando este, James Mason, mandado de un jefe déspota sin ningún
miramiento, va enamorándose poco a poco de la protagonista y compadeciéndose de
su situación desesperada. Esa parte del guion, excesivamente tintada de
melodramatismo y sentimentalismo algo rancio -le confiesa a ella que iba para
sacerdote y acabó en maleante de tercera clase- enturbia algo la historia, pero
no así la realización de la película, cuyos tintes sombríos de thriller se
realzan con una fotografía llena de sombras y claroscuros que parecen reflejar
la condición entreverada de aversión y empatía que padecen ambos protagonistas,
porque la mujer se opone fieramente a que quien la ha salvado de la amenaza del
jefe sin entrañas acabe asumiendo, para salvarla a ella, una culpa que ella e
siente en la obligación moral de compartir con él, atribuyéndose la
responsabilidad de cuanto hizo y no debería haber hecho. Dejo intacto el
desenlace final que, vuelvo a repetir, es tan logrado fílmicamente como
decepcionante en cuanto que thriller blando, si es que podemos hablar de esta
subcategoría. La puesta en escena de la película, en una pequeña villa costera
donde “nunca pasa nada”, y en la casa de la protagonista, le permite a Ophüls,
ejercitarse en su arte de la mirada distanciada, usualmente a través de
ventanas o puertas, que deja a sus personajes una vida autónoma, pero algo
marionetizada, porque la cámara apunta a veces a la identificación con el ojo
ubicuo de la divinidad impasible que observa los afanes de sus criaturas sin
querer intervenir en ellos, pero complaciéndose, delicadamente, en sus
zozobras, en sus angustias, en sus derrotas y en sus falsas victorias. Como en
otras ocasiones un buen programa doble permite apreciar a fondo el arte de cualquier
director, y en este caso, el de un esteta consumado que ha sabido ponerlo al
servicio de dos tramas estupendas e interesantes.
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