Elogio del olfato del déspota: Cautivos del mal o la constatación de que, a veces, no hay mal que
por bien no venga…
Título original: The Bad and
the Beautiful
Año: 1952
Duración: 114 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Vincente Minnelli
Guion: Charles Schnee
(Historia: George Bradshaw)
Música: David Raksin
Fotografía: Robert Surtees
(B&W)
Reparto: Lana Turner, Kirk Douglas,
Walter Pidgeon, Dick Powell, Barry Sullivan, Gloria Grahame, Gilbert Roland, Leo G. Carroll, Vanessa Brown, Paul Stewart, Sammy White, Elaine Stewart, Ivan Triesault.
Doy por sentado que
revisar clásicos del cine es menos gravoso, en términos de tiempo, que ciertas
grandes obras literaria a las que la pereza nos impide regresar con la
frecuencia que ellas exigen y que nosotros necesitaríamos, pongamos por caso, a
recuerdo pronto, La divina comedia o La
montaña mágica. Volver a Cautivos del
mal es volver a un drama dividido en tres actos que, muy próximo a Eva al desnudo, constituye una de las
cimas del género y un homenaje ambiguo al carácter destructor de La fábrica de sueños, por usar el título
del libro que Ehrenburg dedicó al arte que nos sigue arrastrando a las salas de
cine con un poder de convocatoria que ya quisieran otras. La factura estética
de ambas está muy próxima, y, de hecho, el trabajo de Cedric Gibbons, el
director artístico por excelencia de la gran época del cine de los 40 y 50 contribuye
a crear una puesta en escena en la que se respira el cine, o sus entresijos,
mejor dicho, en cada plano. La historia tiene un comienzo muy al estilo de la teoría
usamericana del self made man: el
hijo de un magnate, arruinado tras la muerte de su padre decide empezar de cero
un carrera como productor en Hollywood, en colaboración con un aspirante a
director a quien conoce con motivo del funeral de su padre. A través de una
estructura basada en tres flash-backs, correspondientes a los tres personajes a
quien el productor contribuyó a lanzar a la fama, no sin haberles infligido,
por el camino, un daño imperdonable e irreparable, la película repasa esos tres
capítulos llenos de ruido y furia en los que nadie sale bien parado, ni el
productor ni las estrellas con quienes colaboró y a quienes hundió en la miseria
y levantó al Olimpo. Es evidente que el nexo de unión de las historias, el
productor, aparece como el protagonista de la película, una personalidad
compleja orientada exclusivamente al triunfo y marcada por el espíritu de
perfección y por una estudiada insensibilidad hacia las desgracias ajenas, que
él contempla como palancas para elevarse sobre ellas aun a riesgo malvado de devenir
algo así como la mano nada inocente del Fatum que escribe con el pulso firme
del egoísmo, el interés y el egocentrismo las vidas de los otros protagonistas
de la historia, a quienes, como ya hemos dicho, no duda en utilizar y manipular
para conseguir sus supremos fines artísticos. Estamos ante un drama de cargadas
tintas pasionales, porque son de muy diversa naturaleza las que están en juego
entre esos tres “triunfadores” y su intermediario para alcanzar la fama. El
director a quien el productor es capaz de robarle incluso las palabras para
convencer a su productor-jefe de llevar adelante un proyecto del primero para
acabar poniéndolo en manos de otro director, más experimentado y que, en
consecuencia, puede contribuir a mejorar el producto del que él, el productor
va a hacerse responsable. La actriz, hija alcohólica de un gran actor muerto en
la miseria y casi el olvido, a quien el productor, con ambigua intención,
rescata de su fracaso -intentos de suicidio por medio- para convertirla en gran
actriz, aun jugando con sus sentimientos, pues la lleva al convencimiento de estar
enamorado de ella: la escena del desengaño en el interior del coche es de una
intensidad extraordinaria, soberbiamente interpretada por una Lana Turner que
merecía el Oscar mucho mas que el de reparto que se llevó Gloria Grahame, pero
ya se sabe que todos los premios son, por definición, injustos. Y, finalmente,
el novelista a quien seduce -porque toda la película es una especie de anatomía
de la seducción, una delicada filigrana cinematográfica sobre ese arte sutil maquiavélico que despliegan los seductores
ante nuestra ingenuidad y, sobre todo, contra nuestros resabios, que desarman
con sorprendente efectividad- para trasplantarlo de su cómodo asiento burgués
al movido y tempestuoso espacio de las intrigas que son los estudios de
Hollywood, camino en el que incluso perderá a su mujer. A los cinéfilos suelen
gustarnos las películas que se centran en las entrañas del mundo del cine, esas
miradas críticas al ombligo de la gran industria del entretenimiento que devora
tantas víctimas en aras de la taquilla y la gloria, por efímera que sea. Ver el
mundo por de dentro de esa maquinaria infernal y divina no tiene precio. Es el
hechizo de los trucos, perfectamente reflejado en ese barrido de la cámara que
nos lleva de la trágica escena de la confesión amorosa al amante muerto en sus
brazos de la actriz, a la contemplación del equipo de filmación en orden
ascendente hacia el gran foco que ilumina la escena y con el que se funde, a continuación,
el que ilumina a pasarela donde se celebra el triunfo social de la actriz, esos
“detalles” de realización de Minnelli que le dan un sello de altísima calidad a
la cinta, como el paseo de la protagonista, Lara Turner, por los decorados
vacíos en el estudio, por la noche, una presencia inquietante de la duda y el
miedo por entre las bambalinas de los sueños. Si algo hay en la película de Minnelli
particularmente valioso es el guion de la misma, un guion perfecto que fue
premiado con el Oscar correspondiente, como la fotografía o la dirección
atística, y con singular merecimiento. Lo que extraña es que a esos tres Oscars
no le acompañaran el de mejor película y la mejor dirección. Pero,
independientemente de esos otros ajustes de cuentas que son los premios, lo
cierto es que Cautivos del mal -más
propiamente hubiera titulado yo Seducidos
por el mal…- es una de las grandes películas de todos los tiempos, a la que
se puede volver una y otra vez, porque son inagotables los detales, los
encuadres, los acentos, las miradas, los escenarios que descubrimos constantemente
y en los que, a pesar de la pasión con que la vemos, nos cuesta reparar, acaso
desbordados por tal avalancha de belleza e inteligencia como se derrocha
constantemente en la película, llena de escenas como la del dormitorio del
cuchitril donde vida la actriz que a duras penas sobrevive a la autocompasión y
a la veneración del padre famoso muerto. Si bien se mira, es un prodigio de
precisión dramática conseguir, en tres narraciones aparentemente independientes,
llegar a clímax tan intensos en tan breve sucesión de acontecimientos, pero
ahí, en la densidad de noticias sobre los personajes y su trayectoria vital, es
donde Minnelli se desenvuelve como un maestro a l vez de cuento breve y de la
novela de largo aliento, por ponerlo en los justos términos literarios de una
película tan deudora de la escritura como de las imágenes. Para quienes tengan olvidado el final, les anticipo que el de esta película es insuperable...
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