El orgasmo de la epifanía o cómo desnudar, vistiendo, el
claro objeto del deseo: Vértigo o la
ebriedad de la creación…
Título original: Vértigo
Año: 1958
Duración: 120 min.
País:Estados Unidos
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Alec Coppel, Samuel Taylor (Novela: Pierre Boileau, Thomas
Narcejac)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Robert Burks
Reparto: James Stewart, Kim Novak,
Henry Jones, Barbara Bel
Geddes, Tom Helmore, Raymond Bailey, Ellen Corby,
Lee Patrick.
Esa fue la primera
pregunta que me sugirió la revisión de Vértigo,
una película a la que conviene acercarse cada relativamente poco. Se ha escrito
tanto sobre ella, que parece una osadía pretender decir nada discretamente
original al respecto. Desde los insinuantes títulos de crédito de Saúl Bass nos
adentramos en una perturbación de los sentidos que va a llevarnos, a través del
protagonista que la sufre, James Stewart, a un terreno, el del amour fou, propio del surrealismo y cuya
referencia literaria es Nadja, de
Breton. ¿Cómo puede dudarse de que la frase famosa de la novela de Breton es el
corazón de la película de Hitchcock: La
belleza será convulsa o no será? A partir de una anécdota trivial, resuelta
cinematográficamente con brillantez en la persecución clásica de un ladrón a
través de los tejados de los edificios, el protagonista, que queda colgado del
canalón de desagüe de un edificio a considerable altura, cae en la cuenta de
padecer una acrofobia que a duras penas le permite asomarse a una altura
considerable sin que un pánico cerval se apodere de él y lo incapacite. Una
elipsis nos permite pasar del canalón amenazador a la tranquilidad de un cuarto
de trabajo de una amiga, en una situación y una puesta en escena que nos
retrotrae, con algún toque propio del humor de Hitchcock, como que la amiga
enamorada del protagonista sea una diseñadora de sostenes, a La ventana
indiscreta, siquiera sea a modo de autorreferencia, porque enseguida, con el
encargo del amigo: vigilar a su esposa, de quien teme sus tentaciones suicidas
por el hecho de haber sido poseída por un espíritu de la antigüedad que así acabó,
nos adentramos en un laberinto complejo que irá atrayéndolo cada vez más hasta
convertirlo -como veremos más adelante- en el trágico cazador cazado. Recordemos
que se trata de un expolicía que trabaja como investigador privado para ese
amigo de juventud a quien casi ni recordaba, y a cuyo caso se entrega con total
dedicación nada más contemplar la belleza enigmática de una mujer cuyos
desplazamientos anárquicos por la ciudad van trazando una tela de araña donde
atrapar al incauto sabueso. El proceso de acercamiento del protagonista al
objeto de su deseo, que él ingenuamente cree gobernar, se acelera cuando salva
a la protagonista -una Kim Novak espectacular, capaz no solo de hechizar al más
pintado, sino de atarlo a ella con un lazo inextricable- y esta lleva hasta la
exacerbación el sutil proceso de seducción que convierte al protagonista en
algo así como el príncipe azul que la salvará del terrible encuentro definitivo
con la muerte, hacia donde la impulsa el sentirse poseída por esa mujer cuyo
cuadro observa compulsivamente día tras día en un museo de la ciudad de San Francisco.
Ese seguimiento en coche, realizado diríase que a cámara lenta, refuerza la
presencia en la película de la forma espiral, asociada con el vértigo, y que él
observa en el peinado de ella, recogido el pelo en un moño coronado por una
espiral. Sinuosamente, el protagonista va metiéndose en ese maelstrom de la
obsesión de un modo tan lento como porfiado y seguro, de ahí que la muerte de
la protagonista constituye, como sugiere mi amigo Paco Marín, el primer “final”
de la película, una de las pocas en la Historia del Cine, según él, que tiene “dos
finales”. Y no le falta razón, desde luego, porque a nadie se le oculta que Vértigo, y sobre todo por el subtítulo, De entre los muertos, es una película
con dos partes nítidamente diferenciadas, pero sólidamente unidas: el
descubrimiento casual de una mujer muy parecida a la Madeleine perdida por el
protagonista, sumido desde entonces en una fuerte depresión, dará pie a un
proceso de reconstrucción de tipo fetichista, como la manifestación de un
trastorno obsesivo, de la mujer perdida en la mujer hallada al azar. La
película, por lo tanto, vuelve sobre sus pasos constantemente, con una tímida
resistencia de la Judy de quien el protagonista, como el dios del Génesis, quiere extraer la Madeleine
perdida y forjarla no tanto a su imagen y semejanza como a la de la mujer
perdida por la imposibilidad acrofóbica de seguirla hasta las alturas de la
torre fálica del campanario de la misión donde acabará retornando la historia
para su segundo final, tan o más impactante que el primero, aunque con la virtud
curativa de por medio, dada la fijeza con que, desde el borde del campanario,
Scottie, el protagonista, contempla a la hechizadora estampada contra las tejas.
El proceso de reconstrucción de Madeleine a partir de la materia prima de Judy
es minucioso y, como le dice la modista: El
señor sí que sabe lo que quiere… Efectivamente, y no parará hasta que, en
un juego cromático espectacular en el plano, Madeleine emerja de Judy como una
fantasmagoría que se corporeiza, para responder
a todas las preguntas acuciantes que, una vez descubierta en todo su esplendor
la superchería, han acosado a Scottie, inundándolo de culpa, angustia y depresión,
de ahí, en parte, ese final moralizante con tanta virtud salvífica. Todo esto
que estor recontando de poco o nada vale si no tenemos presente que no hay
plano en la película que no pueda detenerse y empezar a reflexionar sobre el
uso del ángulo de la cámara sobre la protagonista, cuando se sienta en los
cojines frente al fuego de la chimenea, por ejemplo: o el crudo e intensísimo
color rojo de la decoración del restaurante que contrasta con su figura elegante,
muy rubia, recortada contra él; o las tomas de la espalda y la nuca de la
protagonista con la espiral emblemática de su moño; o el plano de la
protagonista junto al mar y bajo el Golden Gate, uno de esos planos que se
graban en la retina de quien lo ve y nunca jamás olvida; o el giro de la cámara
alrededor del primer beso apasionado de los protagonistas, como elevándolos a
través de un tranquilo huracán…; o… Ya digo que se trata de una película en la
que plano a plano se puede y se debe diseccionar el arte de Hitchcock no tanto
para explicar una película de las de su especialidad, el suspense, sino, en
este caso, de una historia psicológica y
con un mínimo de elementos, lo que hace de ella una película alejada de los
gustos populares y la aproxima al cine “de autor” al estilo europeo, y más
concretamente francés. Si bien se mira, la anécdota narrativa apenas es un
pretexto diminuto en medio de ese mar de pasiones que va creciendo en el juego
doble de la película: tratar de salvar de la posesión a un alma enferma y cómo otra
alma enferma pretende poseer a una mujer con el espíritu de la otra. El
resultado no puede ser más brillante, y aunque a Hitchcock no pareció agradarle
el resultado y la actuación de la pareja protagonista, me parece evidente que
tanto Stewart como Novak -esta sobre todo en la segunda parte- son capaces se
sumirnos en esa densidad de significado existencial que tienen ambos protagonistas
en ambas partes de la historia. Tenía entendido que Ciudadano Kane estaba considerada como “la mejor película” de la
Historia del Cine. Vértigo le hace
legítimamente la competencia y en esas estamos. Después de lo visto anteayer,
lo cierto es que fue una invención lo del ex
aequo…
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