La tortuosa senda seminal en el
paisaje devastado de la herencia maldita: Elle
o la sexualidad emboscada.
Título original: Elle
Año: 2016
Duración: 130 min.
País: Francia
Director: Paul Verhoeven
Guión: David Birke (Novela: Philippe Djian)
Música: Anne Dudley
Fotografía: Stéphane Fontaine
Reparto: Isabelle Huppert,
Laurent Lafitte, Anne Consigny, Charles Berling, Virginie Efira, Judith Magre,
Christian Berkel, Jonas Bloquet, Alice Isaaz, Vimala Pons, Raphaël Lenglet,
Arthur Mazet, Lucas Prisor, Hugo Conzelmann, Stéphane Bak.
Segunda dosis de Isabelle Huppert en pocos días, tras
El porvenir, y ahora sí que puedo decir que he recobrado la genuina femme fatale especializada en retorcidas
psicologías que la han hecho famosa, desde la mismísima La encajera, en películas como La
Ceremonia y Borrachera de poder, de
Chabrol, La pianista, de Haneke o la presente Elle de Verhoeven, que la confirma en ese registro del que, sin
embargo, ha salido no pocas veces, como en el delicioso musical de Ozon, Ocho mujeres, por ejemplo. La diferencia
básica entre su actuación en El porvenir y la presente es que allí no sabía
realmente qué había de interpretar y aquí tiene un papel incluso con exceso de
información y con una genealogía del mal que determina su conducta de un modo
acaso en exceso determinista, pero, en cualquier caso, el escogido por el autor
de la novela, Philippe Djian, titulada Oh…,
un autor llevado a las pantallas en dos ocasiones más, Betty Blue, por Jean-Jacques Beineix e Impardonnables, por André Téchiné que giran, también, en torno a
dos psicologías de mujer muy particulares, casi podríamos decir, a juzgar por
la reiteración, “marca de la casa”. El autor, para que se vea por dónde van los
tiros de la ficción, se confiesa admirador, entre otros de mucha más calidad,
del novelista usamericano Bret Easton
Ellis, autor de un best seller que
también fue llevado al cine: American
Psycho. El arranque de la película de Verhoeven es espectacular, un asalto
sordo y violento a una mansión cuya dueña es violada por un encapuchado que la
golpea agresivamente para forzarla, si bien la escena queda fuera de plano y
este ocupado por la presencia casi totémica y misteriosa de una gran gataza
negra que mira impasible la escena, como si estuviera acostumbrada a ella, como
si no fuera con ella o como si su presencia la hubiera provocado. De hecho,
poco después del primer plano de su presencia de esfinge, en la que se puede
intuir hasta la presencia del diablo -como en las viejas películas de terror de
serie B de la Hammer- la gata se gira y
desaparece del plano y de la escena. Si a esa turbulenta y agresiva violación
inicial le sigue el silencio de la protagonista, que no pone denuncia alguna, y
limpia, modosamente, los desperfectos de la vajilla rota en el forcejeo con el
asaltante, y más tarde una escena en un restaurante en el que una mujer le echa
por encima la bandeja con los restos de la comida maldiciéndola a ella y a su
padre, los espectadores activan sus recursos deductivos y comienzan a “montarse
una película” que, secuencia a secuencia, será “desmontada” por Verhoeven para
ir entregándonos un relato tenebroso en el que la protagonista resulta ser al
tiempo víctima y verdugo, un relato que supera por mucho las prolepsis
catastrofistas que esos espectadores hayan deducido. Separada de un marido
escritor fracasado -en la novelística de Djian la figura del escritor es tan
habitual como la retorcida psicología femenina-, con un hijo de pocas luces, una
madre desacomplejada y octogenaria, dispuesta a casarse con un joven y atlético
gigoló, y… un padre condenado a cadena perpetua por el asesinato, en un rapto
de locura y despecho, de treinta vecinos del barrio en que vivía en Nantes, un suceso cuyo
protagonismo afectó a la niña en un grado difícil de interpretar por la escasa
información que se da al respecto, pero que, en última instancia, y es lo que
importa para la película, no solo traumatiza a la protagonista por el hecho en
sí de los asesinatos, sino, sobre todo, por saberse ella la hija del “monstruo”,
descendiente suya, lo que pudiera explicar la indiferencia hacia el mal
constitutiva del carácter de la protagonista y su necesidad de cometerlo sin tener
conciencia siquiera de estar cometiéndolo, es “su naturaleza”. De hecho, cuando
la madre en la cena de Navidad anuncia que se casa, la reacción de la hija,
tildando de grotesca a su madre por tal anuncio, parece la causa directa del
infarto fulminante que sufre la madre y que acaba con ella, del mismo modo que
su anunciada visita a su padre en la cárcel parece provocar el suicidio de su
progenitor. Michelle, la protagonista, huye de la prensa porque “ha sabido”
crearse una nueva vida en París, donde es dueña de una exitosa productora de videojuegos
cuyo transgresor carácter hiperagresivo nos da a entender que constituye una
suerte de prolongación de esa personalidad de supuesta mujer fuerte e
independiente con la que sabe “defenderse” en la vida y, por supuesto, del
violador que la acecha durante toda la película. No desvelaré quién es,
tranquilos, pero, tampoco revelo nada extraordinario si consigno que a partir
de esa revelación la película da un giro que nos obliga a cambiar la manera de
ver y entender lo que vemos: si hasta el momento veíamos Elle como una secuela “a la francesa” de Instinto básico, en el que el formato del thriller dominaba la
narración de los acontecimientos, desde esa revelación en adelante se nos
fuerza a verla en el ámbito de La
pianista de Haneke, aunque con algunos destellos de humor negro,
naturalmente, que permiten a los espectadores sobrevivir a la opresión de una
inexcusable vivencia intrínsecamente malvada de la realidad. Es evidente que la
genealogía de la protagonista determina en gran medida su manera de ser, pero
no lo es menos que Verhoeven nos “regala” una visión de la sociedad como un
espacio de relación esencialmente idóneo para la agresividad, la violencia, el
fracaso, lleno de impostura y maldad, en el que incluso “los buenos oficiales” se
revelan casi como demoniacos impostores. Llama la atención, a ese respecto, la
incorporación en la trama de una noticia ficticia como el viaje del Papa
Francisco a Santiago de Compostela, lo cual, en un contexto de realismo
estricto como el de la película, no deja de llamar la atención. ¿Hemos de
entender el popularísimo “camino”, y la presencia del Papa bendiciéndolo, como
una metáfora de la construcción europea sobre el pilar de la impostura y la
doble moral? Recuerdo que desde el primer plano se nos dice clara y
turbadoramente que en la película hay gata encerrada. Es probable que haya
espectadores a los que les parezca que Elle conserva, en su lado negativo, no
poco de efectismo transgresor algo caduco, sobre todo si lo comparamos con
Haneke, por supuesto, pero el director holandés ha asumido en la película la
mirada impasible de esa gata: nos sitúa ante la protagonista, la vemos
evolucionar y somos nosotros quienes hemos de posicionarnos ante su vida y sus
hechos, y no es fácil, porque Verhoeven ha sabido respetar la complejidad de un
ser atormentado y tortuoso cuya vivencia de la sexualidad parte de un deseo
todopoderoso que no sufre límites, ni propios ni ajenos. No estamos, pues, de
ninguna de las maneras ante un personaje plano, por más que tenga rasgos de
personalidad dominantes que apunten en un sentido bien concreto, y a lo largo
de la película comprobamos la dimensión de esa complejidad que la caracteriza,
fruto de una historia singular, terrible, traumática y de imposible
cicatrización, si bien…, no, mejor me ahorro lo que pueda chafar una exacta
apreciación de esta película que, perfectamente construida, permite disfrutar
plenamente de la soberbia interpretación de una actriz extraordinaria, Isabelle
Huppert. Visualmente, por otro lado, la película está llena de escenas
magníficas, como cuando el vecino de enfrente la ayuda a cerrar, en un día de
viento huracanado, las contraventanas de su casa, que tanto recuerda la mejor escena de Un
hombre tranquilo, de Ford; de hecho, la película se inicia con el plano
majestuoso de la gata, y los que le siguen, de verdad, no tienen desperdicio.
Hay sí, muchos planos narrativos en ambientes ciudadanos, en la calle, o en el
anodino de la empresa, que son, por decirlo así, de trámite, pero cuando
entramos en casa de ella, por ejemplo, hay una estilización de la puesta en
escena que contrasta totalmente con la animalidad pasional de lo que en ella, y
en otros espacios, ocurre. Ya para acabar, el título de la película, Elle, un
pronombre personal, es indicativo, al tiempo, de la singularidad y de la
impersonalidad de la protagonista, una ella
cualquiera y solo ella conviven en el
título, con una intención que supera el de la novela de la que parte, Oh…, que describe,
muy sintética y crípticamente, su personalidad.
Estupenda crítica, que comparto esencialmente, y además consigue poner nombre y darle desarrollo a mis propias impresiones. La película me parece que ilustra lo que podríamos llamar el "mal francés", vale decir una interpretación de la naturaleza del mal y su enorme poder de seducción, como vía transgresora y de exploración y forzamiento de los límites, a la manera en que lo veía e ilustraba, por ejemplo, un Georges Bataille. Gracias por compartir.
ResponderEliminarCon todo, Alfredo, el título de la novela, ese "Oh...", que parece exigir a continuación un pardonne-moi de rigor, da la impresión de que banalice algo esa encarnación del mal que es la protagonista, como si lo hiciera, la mayoría de las veces, inadvertidamente. No lo he dicho en la crítica, por no desvelar nada, pero a mí me ha impresionado más la convivencia con el mal de la mujer del violador que el propio mal de quien "no tiene más remedio" que hacerlo, dados sus antecedentes.
EliminarGracias por tu presencia. Siempre alegra coincidir con quienes saben (no los de Agustín García Calvo en voz de Amancio Prada, claro) sino los socráticos.