Un ácido retrato del poder
mediático: Chantaje en Broadway, o la
ciudad donde las miserias humanas nunca duermen: excepcionales Curtis y Lancaster .
Título original: Sweet Smell
of Success
Año: 1957
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander
MacKendrick
Guión: Ernest Lehman, Clifford
Odets
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: James Wong Howe
(B&W)
Reparto: Burt Lancaster, Tony
Curtis, Susan Harrison, Martin Milner, Sam Levene, Barbara Nichols, Emile
Meyer.
Usualmente me llevo de Tallers 79 películas que a lo
largo de mi vida cinéfila no he tenido ocasión de ver, se me pasaron en su
momento o, simplemente, la falta de liquidez me vetó en aquellos días lumpenproletarios. La
televisión, los ciclos de La 2 cuando aún era el Canal UHF, Sirk, Busby
Berkeley, Boetticher, Ford…el programa de Garci o los ciclos encubiertos del
verano, sobre todo de westerns, me han ayudado mucho a rescatar títulos
emblemáticos del cine que incluso en la pequeña pantalla exhiben un poder
imaginativo desbordante. Cuando apareció Chantaje
en Broadway entre títulos anodinos, de repente me vinieron imágenes
nocturnas de una película con un ritmo endiablado, y una banda sonora de jazz
espectacular, junto a un personaje muy pero que muy del Manhattan de aquellos
años 50 en los que ciertas columnas, como ciertos programas, al estilo del de
Edward R. Murrow, tenían un poder real sobre ciertos acontecimientos de la vida
social. Como la memoria es corta, y el cine ubérrimo y fecundo, ni siquiera pude
recordar qué otras películas de mérito podían avalar la extraordinaria
realización de esta “Dulce olor del éxito”, en transcripción literal del título
original, que tan buen sabor deja en los ojos de los espectadores, ya puestos a
sinestesiar, que no a anestesiar, ciertamente, de Alexander Mackendrick. En
cuanto he tirado de la benemérita Film Affinity para recordar su obra, han
aparecido ahí dos películas tan magníficas como El quinteto de la muerte (de la que los Cohen hicieron un remake
que podían haberse ahorrado) y El hombre
del traje blanco, cuya persecución final y deshilachada aún se me
representa ante los ojos…, ambas interpretadas por otro genio de la escena:
Alec Guinness. Chantaje en Broadway es una película que se agarra con fuerza a los
esquemas del mejor cine negro y arranca de un guion espectacular un retrato de
la sordidez humana y del servilismo que encarna con una versatilidad fuera de
lo común ese pedazo de actor que fue Tony Curtis, a quien poco favor le han
hecho tantos bodrios como rodó, pero, cuando le tocaba en suerte un “personaje
en dulce” como el publicista miserable que se convierte en lacayo del
columnista para apartar del camino de su hermana a un pretendiente con quien se
quiere casar, un guitarrista de jazz, nuestro buen amigo Curtis, el
inmarcesible galán cómico de Con faldas y
a lo loco, se ha de reconocer que la
pantalla se le quedaba chica, como ocurrió en El estrangulador de Boston. ¡Menudo repertorio de gestos, muecas,
entonaciones, silencios, desesperaciones de guiñol, embaucamientos, zalamerías
bribonadas y permanentes cuchilladas recubiertas de miel! A su lado, el casi
impertérrito Lancaster, muy en su papel de megalómano, no muy diferente del que
reseñamos hace poco en Siete días de mayo,
casi resulta ortopédico, aunque baste decir que su sola y poderosa presencia no
solo “compone” el personaje, sino que, en ciertos gestos para con su hermana -y
hay latente un incesto como una catedral…-, para con sus “clientes”, quienes
buscan el favor de su pluma, como un senador, o para con su “lacayo”, se
advierte una biografía transparente. Es, a su manera, “el amo de la noche” de
esa ciudad que ama y a la que, en su borrachera de poder (por ponernos
chabrolianos), cree dominar con una mención, una crítica, un guiño, una
complicidad o una descalificación. La escena en la que su hermana, después de
intentar suicidarse, se va de casa para casarse con su prometido, a quien su
hermano ha querido convertir poco menos que un drogadicto perseguido por un
policía, conchabado con él…, y él se asoma al balcón y la ve marchar, su
figura, tomada por la espalda, se recorta contra la noche de Manhattan, llena
de neones y compases quebrados de jazz, como aparecía la de Fausto con sus
brazos abiertos sobre la ciudad en la película de Murnau… No acabo de entender
por qué, a la hora de hablar sobre películas que capten el latido de una
ciudad, su sinfonía, no se menciona como un hito indiscutible Chantaje en Broadway, porque la cámara
de Mackendrick nos ofrece una visión de la “ciudad que nunca duerme”, de sus
bares, de sus calles, de sus clubes de jazz, de sus oficinas de medio pelo,
como la del lacayo Sidney Falco (Tony Curtis), o de la mansión del todopoderoso
periodista, que pueden competir e incluso superar cualquiera otra visión de la
ciudad. La película comienza, sin embargo, desde la fábrica de realidad que es
un diario y de la salida de los camiones de reparto, en un inicio de tipo
documental que acaba con un fardo de diarios en el suelo, como una bomba
arrojada a los pies de la ciudad, en un primer plano espectacular. A partir de
la consulta de la columna del despiadado J.J. Hunsecker (Burt Lancaster), a quien todos se
dirigen por las dos iniciales deletreadas, Sidney Falco inicia lo que parece
ser un largo viaje hacia la noche para recuperar el favor perdido de J.J.,
quien deja de anunciar sus servicios como agente de publicidad porque aún no ha
cumplido un trato miserable firmado con él: alejar a su hermana del músico de
quien se ha enamorado. Falco se debate entre la necesidad, la supervivencia, y
la repugnancia ética a cometer un acto tan depravado como el que le pide J.J. A
lo largo de la noche Falco buscará el
modo y manera de rehuir el encargo de J.J. y de asegurar su negocio. Para ello,
como la cola de un vistoso pavo real, con los mil ojos bien abiertos de la
picaresca, Falco no dudará en utilizar recursos y personas que le permitan
garantizar esa supervivencia en la dura competición de la vida social, y ahí,
en secuencias como la exhibición de poder ante el viejo actor y su escamado
representante, en un teatrucho de mala muerte, se retrata el personaje sin
necesidad de subrayados ni de ulteriores explicaciones. La película es un puro
presente: el espectador asiste en tiempo real a la evolución de la situación, a
la representación del conflicto, y ello a través de un ir y venir lleno de
dimes y diretes, de cirigañas y traiciones, de actos crueles y de egoísmos
primitivos que desfilan ante sus ojos como una road movie de la vieja noche de las complejas relaciones de poder
entre los seres humanos. A pesar de ser Burt Lancaster el productor, parece una
película hecha a mayor gloria de Tony Curtis… No fue precisamente un éxito de
taquilla en su momento, pero tampoco lo fue Sed
de mal, de Welles, pero, con distintos méritos, ambas son, sin duda, parte
de la mejor historia del séptimo arte.
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