Dos delirantes y desternillantes comedias musicales de Mark Sandrich, Sombrero de copa y Amanda, y un musical sobresaliente de Stanley Donen, Bodas reales. Dos etapas de un genio del baile: Fred Astaire.
Título original: Top Hat
Año: 1935
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Director: Mark Sandrich
Guión
Allan Scott, Dwight Taylor
Música
Irving Berlin
Fotografía
David Abel (B&W)
Reparto
Fred Astaire, Ginger Rogers,
Edward Everett Horton, Helen Broderick, Erik Rhodes, Eric Blore, Lucille Ball,
Donald Meek.
Título original: Carefree
Año: 1938
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Director: Mark Sandrich
Guión: Allan Scott, Ernest Pagano (Historia: Dudley Nichols, Marian
Ainslee, Guy Endore, Hagar Wilde)
Música: Irving Berlin
Fotografía: Robert De Grasse (B&W)
Reparto: Fred Astaire, Ginger
Rogers, Ralph Bellamy, Luella Gear, Jack Carson, Clarence Kolb, Franklin
Pangborn
Título original: Royal Wedding
Año: 1951
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Stanley Donen
Guión: Alan Jay Lerner
Música: Johnny Green
Fotografía: Robert Planck
Reparto: Fred Astaire, Jane
Powell, Sarah Churchill, Peter Lawford, Keenan Wynn, Albert Sharpe, Jack Daley,
Wilson Wood, Mae Clarke, James Finlayson, Jack Chefe
Mi manera de prepararme para La La Land, próximamente en nuestras pantallas, la esperada segunda
película de Damien Chazelle, cuya ópera prima, Whiplash puso el listón de su recién nacida carrera como director a
un nivel asombroso de calidad, ha sido ver tres musicales clásicos de ese genio
del género que fue Fred Astaire mientras paladeo en el recuerdo, como promesa de lo que puede venir, la recreación inverosímil que hizo Ryan Gosling de You always hurt the one you love. Me han salido al paso dos clásicos, Sombrero de copa y Bodas reales y una quizás casi olvidada, Amanda, pero con un guión más que potente, casi una rareza en la
filmografía de Astaire y Rogers, porque la parte del león se la lleva la
excelente comedia, más que los números de baile, aun a pesar de tenerlos tan
magníficos como I used to be color blind,
en el que se representa un sueño de la protagonista con una estética de postales
románticas del XIX o Change Partners en el que el baile
escenifica una sesión de hipnotismo, porque Astaire es un psiquiatra que ha de
analizar a Rogers para averiguar por qué le da tantas largas a su novio cuando
este le pide que se case con él. En esa película, en la que hay un delicioso uso
del psicoanálisis, Ginger Rogers tiene una interpretación desternillante, sobre
todo cuando mediante la sugestión el psiquiatra, Astaire, le ordena que se
comporte como le salga de dentro, lo que da pie a unas divertidísimas escenas,
o como cuando ha sido hipnotizada y programada para “matar como a un perro” al
psiquiatra que se interpone entre el novio, amigo de Astaire, y ella. La escena
en la que aparece la novia en trance en una competición de tiro al plato (al
pato traducen los subtítulos, by the way…) en la que participa su novio y el
juez que va a casarlos es totalmente espectacular, genuina comedia disparatada
de lo mejorcito, y una acreditación en toda regla de las portentosas dotes
cómicas de Ginger Rogers. Entre Sombrero
de copa y Bodas reales hay una
coincidencia de argumento, básicamente la historia gira en torno a un famoso
bailarín usamericano que debuta en Londres, y dieciséis años de diferencia.
Fred Astaire joven y Fred Astaire maduro, y no sabría decir, la verdad, dónde
baila mejor, a juzgar por los números de bodas reales que son, como decenas de
los ejecutados por Astaire, leyenda viva del género. Me refiero, por ejemplo,
en Bodas reales al número que ejecuta
en el gimnasio del barco que lo lleva a Londres, Sunday Jumps, con coreografía
de Hermes Pan, estrechísima colaborador de Astaire, de quien parecía su doble,
físicamente, casi a lo largo de toda la carrera del genial bailarín o el apabullante
número cómico de vodevil con el título más largo de la historia del musical, How Could You Believe Me When I Said I Love
You When You Know I've Been a Liar All My Life, un número cómico. en la
mejor tradición del reputado y popularísimo vodevil londinense, donde tanto
Astaire como Jane Powell hacen una exhibición de gracia y bien hacer danzante
en una caracterización insuperable de dos personajes del hampa. Todo ello sin
olvidar el solo probablemente más famoso de Fred Astaire, You're
All the World to Me, que todo el mundo recordará porque es en el que el
bailarín baila subiéndose por las paredes hasta el techo. Mientras que en Bodas
reales, una obra de madurez, los números destacan mucho sobre la trama, en Sombrero de copa, el planteamiento de
comedia de enredo tiene una fuerza a la que contribuye de forma espectacular el
gran actor secundario cómico que fue el siempre magnífico Edward Everett Horton
quien viene a representar en este tipo de películas un papel parecido al de
Margaret Dumont en las de los hermanos Marx. Con todo, no hemos de olvidar que
una de las más famosas canciones del musical pertenece a Sombrero de copa, la inmortal cheek
to cheek, de Irving Berlin. Llegados a este punto no me duele reconocer que
mi pasión por el musical no tiene defensa argumental ninguna. No ignoro que las
tramas son tópicas y muy flojas, la mayoría de ellas, que parecen un relleno
entre número y número de baile; no se me escapa que los musicales colaboraron a
combatir el desencanto en que el crack del 29 sumió a la sociedad
usamericana; soy consciente de que hay
montones ingentes de ingenuidad deliberada, de cierta cursilería rampante y de
un conformismo ideológico con lo establecido que raya en lo ofensivo…¡Pero me
chiflan! No soy yo un hipócrita como lo fuera, en su tiempo, Diego Galán,
cuando era crítico de Triunfo y abominaba de los musicales a los que, en la
intimidad, adoraba como yo y como cualquiera que tenga un mínimo de gusto
artístico y sepa distinguir el género como un capítulo alegre y rítmico de lo
fantástico. Sí, es cierto que el musical también ha tenido, a lo largo de la
historia, otros desempeños, y ahí está Cabaret,
por ejemplo o Penies from heaven, esa
maravilla de Herbert Ross en la que se denuncia y al tiempo se admira la
función deliciosamente alienante de los musicales de los años 30 y 40, un
musical poderoso con números tan extraordinarios como el de Let’s misbehave, de Cole Porter,
interpretado por un extraordinario y sorprendente Christopher Walken. Quienes
se hayan pasado/asustado alguna vez por mi blog Diario de un artista
desencajado no habrán visto una crítica que le dediqué allí a una película que
debería, también, haber colgado aquí, en todo caso, remito a la que le hice,
allí, a Los paraguas de Cherburgo, porque
explica suficientemente este amor al musical que me hace desear que no tarde
mucho el estreno de La La Land, de
Chazelle. Nadie ignora que, en su momento, tuvo un éxito indescriptible una
antología del género musical titulada That’s
entertainment!, de la que se hubo de hacer dos secuelas porque eran muchos
los números geniales que no cupieron ni en la primera ni en la segunda
película. Las tres piezas que acabo de ver, con un Fred Astaire exquisito, buen
actor, mejor bailarín y con unos andares que recuerdan mucho los de Obama, por
cierto , son una absoluta fuente de placer para los amantes del género. Y
cuando los números musicales no son esenciales, a pesar de ser todos ellos excelentes,
como en Amanda, el planteamiento argumental es lo suficientemente inteligente
como para conseguir la atención total de los espectadores, quienes se rinden a
la habilidad interpretativa de una Ginger Rogers en estado de gracia. Que sí, que
sí, que lo admito, que probablemente sea este el género cinematográfico más
superficial del mundo, pero para quienes la música no es algo que oigan, que
les venga de fuera, sino un torrente de vitalidad insobornable que les sale de
dentro en forma de ritmo y melodía constantes, fieles devotos del imperativo
existencial de Rubén Darío: Ama tu ritmo
y ritma tus acciones; a todos esos, pasearse y repiquetear en el suelo con
el tacón y la puntera, emulando al gran Fred, estas tres películas les llegarán
al núcleo duro de su pasión. Luego está el epílogo patético de Fellini, claro
está, en una genial Ginger y Fred,
pero ahí se habla de los sueños rotos y de la alienación televisiva, no
propiamente del musical, género dificilísimo donde los haya, pero muy
agradecido, y ahí están las 8 mujeres
de Ozon, un delicioso thriller musical.
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