miércoles, 30 de noviembre de 2016

La película de la que renegó John Ford: “Paz en la Tierra” (y que ya quisieran muchos otros para sí…, Trueba incluido, naturalmente.)



Un fallido guion de saga para una película con aciertos fordianos plenos:  Paz en la Tierra o el peaje del genio a la desmesura irregular: entre la Historia, la transmigración de las almas, la crítica del capitalismo desalmado y el antibelicismo.

Título original: The World Moves On
Año: 1934
Duración: 104 min.
País: Estados Unidos
Director: John Ford
Guión: Reginald Berkeley
Música: R.H. Bassett, David Buttolph, Louis De Francesco, Hugo Friedhofer, Cyril J. Mockridge
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Madeleine Carroll, Franchot Tone, Reginald Denny, Sig Ruman, Louise Dresser, Raul Roulien, Stepin Fetchit, Lumsden Hare, Dudley Digges, Frank Melton, Brenda Fowler, Russell Simpson, Barry Norton, George Irving.

La filmografía de John Ford es inacabable incluso para los buenos aficionados, a no ser que se convierta en objeto de estudio monográfico, que no es mi caso, aunque, eso sí, película del director que cae en mis manos, película que veo con una complacencia total, porque incluso en el caso de una película como esta, de la que el propio director renegó siempre, hay destellos inequívocos del genio cinematográfico del autor. La película narra muy sintéticamente la historia de una saga de comerciantes dividida, por el testamento del fundador de la misma, en cuatro ramas, que se establecen en cuatro países, Usamérica, Inglaterra, Francia y Alemania, en un afán monopolista que adelanta, curiosamente, lo que ahora conocemos como capitalismo global, heredero del reciente capitalismo multinacional. Como en el arranque de la narración se nos muestra un conato de relación adúltera en la época de la guerra de Secesión usamericana, que no llega a materializarse, por esa división familiar, la historia salta de finales del XIX al siglo XX, antes de la Primera Guerra Mundial, para reencontrarnos con una reunión de la familia en la sede original de la empresa, en Nueva Orleáns, y allí, los descendientes de aquella pareja adúltera in péctore se reencuentran en lo que podríamos llamar amor trangeneracional, porque, desconociéndose, tienen la sensación de conocerse íntimamente, lo que se manifiesta a través de la canción favorita de ambos, que suena antes de la emocionante despedida final de sus antecesores. Que actor y actriz, Franchot Tone y Madeleine Carroll interpreten ambas parejas, genera una situación que,  a medio camino entre una extraña película de amores imposibles y otra de reencarnaciones inverosímiles, logra crear un clímax muy particular, porque todo apunta a que los herederos de aquellos amantes que no pudieron serlo de facto, tampoco lograrán serlo ahora, dado que uno de los primos, el de la rama alemana, dice públicamente, en una reunión familiar con motivo de la boda de un miembro de la rama alemana, que él se va a casar con ella, si bien ella lo disuade, finalmente, de la imposibilidad de tal compromiso. La historia de ese amor se ve atravesada por la Primera Guerra Mundial, que separa a los miembros de la familia, pero temporalmente, porque el juramento de anteponer los intereses de “la familia” por encima de todo prevalecen sobre las fidelidades “nacionales” de cada rama. En ese tramo de la Primera Guerra Mundial, mientras el protagonista usamericano está en Francia, donde decide enrolarse en el ejército francés en defensa de las libertades democráticas amenazadas por los alemanes, se centra para muchos lomejor de la película, las escenas de guerra, que a mí también me parecieron de lo mejor de la película…Ahora bien, ni las rodó Ford ni pertenecen propiamente a la película, sino que fueron tomadas prestadas de una notable película francesa que sin duda no debió de ser vista en Usamérica, me refiero a Las cruces de madera (1932), de Raymond Bernard, un director que realizó en España, por cierto, La bella de Cádiz (1953) con Luis Mariano y Carmen Sevilla. Lo curioso es que las mismas imágenes las tomara prestadas también Howard Hawks en 1936 para su película Camino a la gloria, de temática casi idéntica a la de Bernard. Finalmente, esos primos se casan, en medio del conflicto, y después los vemos ya en plena fiebre empresarial antes de que se produzca el crack del 29 y se arruinen, en parte, porque el protagonista logra poner a salvo la empresa de su mujer, no así la suya. La distancia entre los esposos en la época de la abundancia, en la que al marido le excitan más los trust empresariales que los encantos de su señora, da pie a un curioso discurso anticapitalismo avariento, del mismo modo que la Primera Guerra Mundial da pie a un discurso antibelicista algo ajeno a la propia ideología de Ford, quien se quejaba amargamente ante Peter Bogdanovich de que se “había visto obligado a hacer la película por estar bajo contrato”, pero que no le parecía un guion del que pudiera sacarse algo en claro. Aun así, a pesar de las quejas, la película, que toma como motivo argumental la obra de Nel Coward Cabalgata, llevada al cine poco antes de esta de Ford por Frank Lloyd, con el mismo título, y que obtuvo un gran éxito, no deja de tener un interés más que notable y los espectadores, a mi juicio al menos, no se sentirán decepcionados por esta película que no tiene nada de menor, en la filmografía de Ford, a pesar de que la repudiara, y en la que tanto Madeleine Carroll como Franchot Tone, a quien he visto en películas recientemente criticadas, como Tempestad sobre Washington o Así aman las mujeres, tienen una destacada interpretación. Ni siquiera el clásico humor de Ford, tan característico de sus películas, está en esta ausente, y es el magnífico secundario Sig Rumann  (Siegfried Rumann), a quienes todos recordaremos siempre por su desternillante actuación en To be or not to be, entre tantas otras, el encargado de sacarnos la sonrisa, con aquella vis cómica tan particular que lo hizo famoso. La película cuenta, además, con una fotografía muy ajustada a las diferentes épocas, obra de un viejo conocido de Ford, George Schneiderman, con quien trabajó en su primera gran película, El caballo de hierro (1924), una epopeya de la construcción del ferrocarril de costa a costa y en Barco a la deriva, rodada en 1935, una obra notable que ya comentamos en este Ojo en su momento. Diga Ford lo que diga, y a pesar de las imperfecciones evidentes de un guion que quiere abarcar demasiado, no es menos cierto que, en lo esencial, la estructura narrativa de la película no padece en exceso esa ambición y se admiten con amabilidad ciertas elipsis generosas y ese aire un poco de rompecabezas que tiene la historia, con tantas ramas familiares dispersas y unidas, sin embargo, por una lealtad inquebrantable a “la familia”, al seno originario de la cual, en Nueva Orleans, vuelven los medio derrotados protagonistas para empezar de nuevo desde una perspectiva ética que no anteponga la avaricia al amor.











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