jueves, 28 de febrero de 2019

«De la vida de las marionetas», de Ingmar Bergman: los abismos de la relación de pareja.



Cine de calidad para la televisión antes del apogeo de las series: De la vida de las marionetas o el formato de la inquisición policial para un drama matrimonial.

Título original: Aus dem Leben der Marionetten (TV)
Año; 1980
Duración: 104 min.
País:  Alemania del Oeste (RFA)
Dirección: Ingmar Bergman
Guion: Ingmar Bergman
Música: Rolf A. Wilhelm
Fotografía: Sven Nykvist
Reparto: Robert Atzorn,  Martin Benrath,  Rita Russek,  Christine Buchegger,  Lola Müthel, Heinz Bennent,  Walter Schmidinger,  Toni Berger,  Karl-Heinz Pelser,  Ruth Olafs.

Durante su exilio fiscal de Suecia, Bergman rodó unas cuantas películas en Alemania, entre las que De la vida de las marionetas emerge con particular interés porque, aunque sea una nueva vuelta de tuerca a «su» tema, las complejas relaciones de pareja, presenta una apariencia de informe documental forense sobre un caso de asesinato que se desvela desde el inicio de la película, momento en el que el uso del color, los colores estridentes de una sala dedicada al espectáculo pornográfico donde tiene lugar el “hecho” criminal, marca un frontera cromática con el desarrollo de la película, que transcurre durante casi todo su metraje en blanco y negro, salvo una nueva incursión, al final, en el uso del color, que acaba de redondear el progreso de la investigación que se va “cerrando”, socialmente, sobre un asesino cuya identidad el espectador conoce desde el inicio de la película. Se trata en consecuencia, a través de un modelo fragmentario, de recabar “información” sobre el sospechoso para llegar a saber exactamente las motivaciones profundas de una acción que deja sorprendidos a cuantos lo conocen. La complejidad del asunto estriba en la tensión emocional que sufre el sujeto por un matrimonio en el que ambos cónyuges han establecido de mutua acuerdo la total libertad de acción sexual  de cada uno de ellos. De forma desordenada, cronológicamente, tanto pasamos de días antes del hecho a días después, a momentos antes, etc., asistimos a una diseminación de piezas: la relación del asesino con el psiquiatra; la relación no exactamente adúltera del psiquiatra con su mujer, a quien avisa de las pulsiones asesinas de su marido, sean contra él mismo sean contra otros; la relación del asesino con su madre, una exactriz incapaz de percatarse del abandono en que ha tenido a la criatura y de la dificultad de concebirlo como un ser exterior a ella, con su propia autonomía, amén de la interferencia de la nuera en la relación entre ambos; la descripción casi notarial de su aburrida vida como abogado de una empresa; la desorientación vital del protagonista y la sensación acuciante de estar algo más que estrechísimamente vinculado a su mujer, de quien tiene un dependencia emocional absorbente y unos celos auténticamente patológicos; de la afición a la bebida como vía de evasión…; del vacío existencial al que es incapaz de enfrentarse desde una actitud adulta seria y responsable…Estamos, la película es de 1980, ante la descripción de la quiebra psicológica de un producto de la sociedad del bienestar, del aburrimiento democrático de una sociedad con todas las libertades del mundo, en la que un individuo solo puede responder a la tensión emocional que sufre a través de la violencia contra una prostituta en quien solo pretende buscar amparo y consuelo. La desmesurada reacción violenta que lleva a cabo, presa de una impotencia ante la libertad comprometida, no deja de ser una suerte de suicidio en efigie, porque, una vez consumado el asesinato, concebido como una liberación explosiva de todas sus tensiones acumuladas, el asesino recluido en su celda pierde automáticamente cualquier atisbo de individualidad y se convierte en algo así como un robot totalmente tranquilo, sereno, que atiende escrupulosamente  a sus rutinas diarias, partidas de ajedrez contra una máquina entre ellas, hacerse la cama con un perfeccionismo delirante o dormir junto a un osito de peluche de su infancia. Bergman recurre en la película a todo tipo de planos de los que han identificado una auténtica “maniera” del director sueco. Abundan los primerísimos planos, sobre todo de los rostros, las escenas íntimas, como la coincidencia de los dos esposos, insomnes, en la cocina o esa maravilla cinematográfica que es el sueño del protagonista, en el que rodeados de un blanco inmaculado, el matrimonio aparece desnudo en un plano cenital en el que ambos, acurrucados el uno junto al otro, parecen la semilla de algo que ha de fructificar, aunque ese fruto acabe siendo un fruto borde… La composición del plano con los cuerpos ocupando la pantalla, ya desde un primerísimo plano, ya desde la distancia d ese plano cenital, es una suerte de “marca del autor” que, en este caso particular, está al servicio de la propia trama. No son pocos los planos fijos en los que los “testigos” a quienes interroga la policía van desgranando su visión de la vida del protagonista y su relación con él, con un afán documental, ya lo he dicho, que otorga a la película un grado de realismo muy notable.

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