Segunda película de una trilogía fascinante de Jules Dassin:
Noche en la ciudad o el descarnado
retrato de un perdedor nacido para hozar en el error.
Título original: Night and the
City
Año: 1950
Duración: 101 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jules Dassin
Guion: Jo Eisinger (Novela: Gerald Kersh)
Música: Benjamin Frankel
Fotografía: Max Greene (B&W)
Reparto: Richard Widmark, Gene Tierney,
Googie Withers, Hugh
Marlowe, Francis L. Sullivan, Herbert
Lom, Stanislaus Zbyszko, Mike Mazurki,
Charles Farrell, Ada Reeve, Ken
Richmond.
Me faltaba por ver esta película
de Jules Dassin para completar una trilogía: La ciudad desnuda, esta y Rififí,
cuyas tramas transcurren en Nueva York, Londres y París, respectivamente. En
las tres, la cámara en la calle va más allá del documental para arrancarle a la
ciudad encuadres y tomas que nos la devuelven no tanto como un escenario cuanto
como un personaje, porque las idas y venidas de los personajes están imbricadas
con el ritmo vivo de la ciudad, sin la vida de la cual poco sentido parece que
tengan las de los protagonistas. En este caso, en Londres, un perdedor nato,
envuelto siempre en negocios ruinosos de los que cree que va a salir poco menos
que multimillonario, siempre a costa de sablear a sus amigos e incluso a su
novia, ve un rayo de esperanza, en un combate de lucha libre cuando observa que
un viejo luchador de grecorromana rompe su relación con un promotor que quería
emplear a su hijo en esa representación casi cómica de la lucha libre que
tantos espectadores tuvo durante cierto tiempo, y que aún hoy es un espectáculo
cutre de masas en Nueva York. Hay, en la memoria colectiva del cine de doble
sesión, una serie cinematográfica legendaria al respecto: las películas
mejicanas de Santo, el luchador enmascarado, de Miguel M. Delgado y,
recientemente, una magnífica película sobre esa tema, El luchador, de Darren Aronofsky, la resurrección fílmica de Mickey
Rourke. La creación de un personaje mezquino, dispuesto a todo, sin principio
moral ninguno que frene su ambición de hacer dinero, es una auténtica obra de
arte, por parte de Richrd Widmark, porque la película se sostiene en él a lo
largo de todo el metraje. La relación perversa que mantiene con la mujer del
dueño del club donde él es un empleado de tercera y su novia la cantante
estrella, pero mal pagada, para tratar de enredar al marido de ella y
conseguir, por un lado, un préstamos para su jugada empresarial como promotor
de lucha libre, y, para ella, una licencia oficial para abrir su propio club y
abandonar al seboso y avaro marido a quien soporta hasta llegar a ese momento.
Como se advierte, la nómina de personajes copa todos los estereotipos posibles
el cine negro, y, para que no falte nada, en el piso de arriba del de su novia,
un eterno enamorado que no entiende cómo ella es capaz de estarlo de semejante
mastuerzo insensible y egoísta vela armas a la espera de un traspiés del galán
sin escrúpulos que le permita presentarse como el ardiente enamorado que es, por
más que ella, que vivió tiempos más felices con él, como se muestra en una
fotografía en la que se les ve disfrutando de un día de fiesta, remando en una
barca, siempre espere el milagro de su redención y que la escoja a ella como su
mejor proyecto de vida. No es así, el hecho de no tener nada, de que todos sus
proyectos fracasen, tiene sumido al protagonista en un estado de necesidad de
autoafirmación y de éxito que será capa de todo para lograr sus fines. Enfrentado
al promotor rival, al que trata de hundir con la representación empresarial del
hijo del viejo campeón de lucha, leal a los sagrados principios del deporte que
se oponen a la concepción del mismo como un mero espectáculo, pronto veremos la
maquinaria de la venganza ponerse en marcha para abortar esa incipiente carrera
con despiadada prontitud. Noche en la ciudad es la historia de esa venganza y
el retrato psicológico de un perdedor nato, cuya osadía solo es comparable a su
ingenuidad. Es difícil empatizar con semejante personaje, y la película tiene
un quiebro feliz cuando el empresario rival llora la muerte del gran campeón en
una lucha en la que este defendía a su hijo de un rival al que acaba doblegando
aun a costa de su propia vida. Sin otro camino que la huida, el protagonista
inicia una retirada que lo va llevando de personaje en personaje, a cual más
siniestro, de los que pueblan los bajos fondos en los que se ha movido desde
siempre, y en cuya compañía efímera agotará el poco tiempo de vida que le quede,
porque sabe, después de la muerte del campeón y la lesión terrible del hijo, al
que rompen una mano, que ya ha perdido sus papeletas para el sorteo de la
felicidad, por lo que lo único que le queda es sepultarse bajo tierra para no
ser encontrado por sus rivales. La película no es ni edificante ni ejemplar, ni
tampoco tiene un propósito realista documental, sino que se complace en el
retrato de un perdedor, cuya existencia, siempre en el filo de la navaja, se
nos ofrece en un crescendo de equívocos que lo llevarán a la muerte. La cámara
nos muestra a menudo al personaje huyendo, corriendo para escapar de un
destino, el de perdedor, que le persigue casi con ensañamiento, y la puesta en
escena, con unos claroscuros muy marcados, remarca esa tensión narrativa que
refleja la tensión existencial del fracasado lleno de ambición. Esta trilogía
de Dassin es un de las grandes del género negro, y no hay aficionado al cine
que no quiera ver las tres, tan distintas entre sí, tan geniales, por más que Rififí siga pareciéndome la joya
incomparable que destaca sobre las otras dos.
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