sábado, 23 de febrero de 2019

«Que el cielo la juzgue», de John M. Stahl o ponga un melodrama en su vida, «please…»



Un soberbio melodrama estilizado sobre el afán posesivo ligadoa l espíritu destructor: Que el cielo la juzgue o el mal irreprimible de un alma enferma de amor perverso.


Título original: Leave Her to Heaven
Año: 1945
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John M. Stahl
Guion: Jo Swerling (Novela: Ben Ames Williams)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Gene Tierney,  Cornel Wilde,  Jeanne Crain,  Vincent Price,  Mary Philips,  Ray Collins, Gene Lockhart,  Reed Hadley,  Darryl Hickman,  Chill Wills.

Quizás ningún otro género cinematográfico requiera más extensión que un melodrama, ni siquiera en el cine bélico está tan justificada esa necesidad de construir a lo largo del paso del tiempo la raíz profunda de unos comportamientos que requieren ese ritmo lento de sus obras para captar a la perfección la bondad o la maldad de los mismos. Que el cielo la juzgue le deparó a su cinematografista uno de los cuatro Oscars que ganó merecidamente. En esta película hay un clasicismo en la composición del plano, en la integración de los paisajes, a diferentes horas del día, en el núcleo duro de la trama que dejan al espectador boquiabierto ante tanta belleza. Son varios los espacios en los que transcurre la acción, pero todos ellos combinan interiores espaciosos y clásicos con una naturaleza que pasa de decorado a escenario de la tragedia en dos planos, con lo que supone semejante contraste. La historia comienza muy «a lo Hitchcock», con el encuentro en el tren de los dos protagonistas, una bellísima Gene Tierney, que venía de triunfar en Laura, de Preminger, y un galán accidental como Cornel Wilde, más apto para películas de acción y aventuras que como galán intelectual: ella va leyendo un libro escrito por él y el equívoco se deshace cuando él le lanza un piropo que ella ha leído “en alguna parte”, es decir, en el libro. A partir de una reunión familiar en la que se procederá a la ceremonia de escampar las cenizas del padre, cuyo parecido con el literato deja en estado de shock a la protagonista, se inicia un romance que llevará por sus pasos contados a un matrimonio en el que no hay, curiosamente, una declaración de amor como mandan los cánones y menos aun una petición de mano. Cuando se anuncia el hecho, aparece en escena un inquietante y apuesto Vincent Price reclamando el amor que le había sido prometido, al parecer, una vez que el padre muriera. A partir de ese momento, comenzamos a ver a la magnífica y perfectamente ambigua Gene Tierney desde una óptica menos favorable, que se materializa cuando, después de conocer al hermano medio paralítico de su marido, y el deseo de este de que viva con ellos, se lamenta ante el doctor que lo atendía en el sanatorio de que el “tullido” (cripple) salga de él, porque en él estaría mejor atendido. El respingo del doctor ante la palabra y la dureza de voz de la mujer al pronunciarla y negar después que quisiera dar a entender lo que realmente se le entendía de manera inequívoca, va sumando un estado de ánimo en ella que se consolida en la retina del espectador cuando un plano tan majestuoso como terrible nos ofrece la visión de la protagonista, las manos en los remos de la barca y tocada con gafas de sol, mientras contempla el ahogamiento del tullido para deshacerse de él y que le permita dar un “vuelvo” a la anodina y sosa relación que mantiene con su marido, todo ello antes de, estratégicamente, desnudarse y lanzarse al agua, ya en vano, para salvarlo, ante el esfuerzo inútil de su marido, que también se lanza al agua para intentar salvarlo. Recuerdo que esa mañana del ahogamiento amanece con la protagonista insinuándose sexualmente al marido y siendo interrumpida por el golpe de nudillos en la pared del hermano tullido que habla con ellos a través del tabique… Todo, sin embargo, va de mal en peor, hasta que una súbita iluminación: el deseo del marido de tener un hijo, redirige la película hacia un horizonte en el que se puede intuir una posible redención. ¿Qué lo impide? Pues ahí vuelve a aparecer el demonio de los celos de la hermana, con quien su marido se entiende a las mi maravillas, lo que provocará una serie de acciones que prefiero dejar en el tintero por si hay alguien que aún no haya visto este grandioso melodrama, que lo dudo. La película está llena de escenas muy conseguidas, y la cabalgata de la hija esparciendo desde el caballo las cenizas del padre por su paisaje favorito es una de ellas, sin duda. El uso del color -ha sido una película que ha necesitado una restauración, porque se degradaba- es extraordinario, y realza la presencia de los protagonistas, no solo por el vestuario, que también, sino por las horas del día escogidas para filmar. Hay escenas de atardeceres que se cuelan por las puertas abiertas en escenas de interior que son un auténtico magisterio de la composición del plano, y que a mí me ha recordado La casa de bambú, de Fuller, por ejemplo. La solidez de la historia, las excelentes interpretaciones, sobre todo la muy convincente de Vincent Price como abogado despechado que trata de probar que su exnovia ha sido asesinada y la trama del juicio es, a ese respecto, muy intensa, constituyen alicientes de primera magnitud para o ver por vez primera, las jóvenes generaciones, o volver a ver, los ya talluditos, este melodrama que ocupa un puesto de honor en la larga lista de un género que tiene muchos seguidores entre los aficionados al cine.

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