lunes, 4 de febrero de 2019

«Yuli», de Icíar Bollaín o los claroscuros de la fama y la perfección.



La emocionante y compleja biografía del bailarín cubano Carlos Acosta: entre el drama familiar, la vocación artística, el sentido de pertenencia y el ARTE sobre todas las cosas. 

Título original: Yuli
Año: 2018
Duración: 109 min.
País: España
Dirección: Icíar Bollaín
Guion: Paul Laverty
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Carlos Acosta,  Santiago Alfonso,  Keyvin Martínez,  Edison Manuel Olvera, Laura de la Uz,  Yerlin Pérez,  Mario Elías,  Andrea Doimeadiós, Carlos Enrique Almirante,  Cesar Domínguez.

La misma tarde de la gala de los Goya fui a los Meliès a ver Yuli. Mi primera sorpresa fue tener que hacer cola para entrar. La segunda, que casi todos iban a la sala donde proyectaban Yuli. La tercera, que había muchas criaturas, supongo que practicantes de la danza. La  última sorpresa, esta muy desagradable, fue darme cuenta de que la película de Icíar Bollaín había pasado casi totalmente desapercibida para los miembros de la Academia. Ignoro si porque el protagonista es el bailarín cubano Carlos Acosta -que tuvo el detalle de asistir a la Gala-, si porque vieron la película como una película cubana, más que española, o por qué, pero el caso es que una joya de película como esta ha sido despreciada por los académicos, pero, por lo que pude ver en la sala, no por el público. Y esta crítica quiere alertar a los espectadores para que no se les pase el visionado de la misma, porque es una película nacida para la pantalla grande y en ella se disfruta como se debe. Dada la similitud de régimen político, y la  cercanía de su contemplación, en todo momento tuve presente una película muy similar: El último bailarín de Mao, de Bruce Beresford ( director de la oscarizada Paseando a Miss Daisy), una excelente película australiana que llevó al cine la autobiografía del bailarín  Li Cunxin. Yuli, sin embargo, por la cercanía entrañable al pueblo cubano, no a sus autoridades ni a su régimen totalitario, digamos que me ha tocado más la fibra sentimental, además de por la belleza del español cubano que es siempre una delicia oír, en cualquier momento. La riqueza de acentos sudamericanos del español es uno de nuestros grandes tesoros, y siempre disfruto con ellos, como lo hago aquí en España cuando el español regional se impone al estereotipo del “castellano de Valladolid” con que, como se había hecho en el franquismo en la radio, la televisión y el cine, se renegaba de los mismos. Icíar Bollaín ha realizado una película canónicamente biográfica y, al mismo tiempo, ha realizado una exploración psicológica muy notable para conciliar puntos de vista radicalmente opuestos como los que se observan en la pantalla y en la vida compleja de Carlos Acosta: el guion, escrito sobre la autobiografía del propio Acota, es, a ese respecto, modélico. El hilo conductor es la realización de un espectáculo de ballet contemporáneo acerca de la vida y obra del bailarín cubano, espectáculo que incluye fragmentos extraordinarios de ballet que desembocan en una especie de catarsis individual del autor-director cuando ha de dirigir a los bailarines que lo interpretan y revivir los traumas íntimos que jalonaron una de las más brillantes trayectorias en el mundo del ballet de los últimos años. Digámoslo rápido, Carlos Acosta fue un bailarín excepcional muy a su pesar, porque lo fue más por el empecinamiento del padre que por su propia voluntad. De orígenes humildísimos, bisnieto de esclavos, y con una habilidad innata para la danza, que se manifiesta en su primeros años de niño con la imitación de los bailarines pop usamericanos, su padre decide presentarlo a las pruebas de la Escuela Nacional de Ballet de Cuba, una de esas instituciones propagandísticas típicas de los regímenes comunistas y, al mismo tiempo, meca del mejor arte. El proceso de integración de un superdotado en un sistema tan rígido se lleva buena parte de la película, porque los esfuerzos del niño para salir de él y poder seguir su vida normal, como todos los chiquillos de su barrio, se extienden hasta su juventud, cuando ya es una estrella, pero la añoranza de Cuba, sobre todo en un Londres frío y lluvioso, donde fue el primer bailarín negro en triunfar y hacer un Romeo y Julieta, por ejemplo, es demasiado fuerte para Acosta. Choca, ese cubanismo integral del artista, cuando todos a su alrededor no están pensando sino en echarse al mar y cruzar en balsas las pocas millas que separan Cuba de Miami. Estamos en presencia, pues, de una individualidad muy marcada, para bien y para mal, cuya vida no se nos presenta como un relato ejemplar, sino casi como una odisea del dolor, de los dolores. La relación familiar, con la figura central del padre - cuyo actor, Santiago Acosta, hubiera merecido el premio al mejor actor protagonista en una Gala de los Goya sin anteojeras nacionalistas-en el eje de la trama, es, a mi entender, el verdadero núcleo central de la película, bastante más que la azarosa vida de bailarín del protagonista. La escena de la salvaje flagelación del hijo, por ejemplo, que parece tener una derivada en la enfermedad mental de la hermana de Carlos Acosta, porque desde entonces se le declara, una enfermedad mental que acaba en un suicidio lleno de dramatismo cromático -¡que sinfonía de grises amenazadores!- en el malecón de la Habana, en una escena escalofriante y al mismo tiempo con la belleza sombría del arte con mayúsculas; esa flagelación, digo, que tiene una recreación en el ballet autobiográfico que está ensayando la compañía dirigida por Acosta, es un momento clave de la película, porque, al fin y al cabo, estamos hablando de algo así como de la “doma” de un rebelde que, paradójicamente, ignora la trascendencia del arte que será capaz de expresar, si bien solo lo logrará a través del sufrimiento. La relación compleja, de amor y de odio entre él y el padre es, quizás, lo más atractivo de la película, aunque desde el punto de vista estrictamente técnico, la película no hace sino darnos alegrías visuales escena tras escena. Fotografiar La Habana y su malecón viéndolo como si lo vieras por primera vez, por la fotografía impecable de la película, es una gozada inenarrable; del mismo modo que el descubrimiento del teatro en ruinas que no se siguió construyendo, y que es visita turística, con un eco espectacular, le sirve de refugio al niño, es una suerte de extraña ruina arquitectónica de inmenso valor y extraordinaria belleza, en cuyo interior la directora consigue unos planos magníficos. La historia no rehúye  la crítica al régimen cubano, muy presente en los afanes de huida de la isla, la abuela del protagonista, sus amigos, la convicción del padre de que él ha de forjar su carrera y hacer su vida fuera de la isla, para poder aprovechar todo su potencial y llegar a la cima de su profesión; pero tampoco renuncia al reconocimiento de instituciones como la del Ballet Nacional que, convertido en una escuela de élite, asegura la estabilidad económica y formativa de los alumnos que forman parte de ella. La película tiene todo el aire de ser una apuesta por la transición pacífica a la democracia, pero en modo alguno construye un discurso político en que tal cosa se explicite. Está muy centrada en la vida de un bailarín que es una gloria nacional, y se limita a mostrar los claroscuros de una sociedad en la que, a estas alturas, ignoro si se podrá ver la película, porque lo que a nosotros nos puede parecer tibieza en la crítica a un régimen dictatorial, en Cuba se leerá como una traición imperialista yanqui… o ansí. Más allá de la belleza inherente al ballet de gran altura que se filma con una generosidad que es de agradecer, porque, para deleite de los aficionados ocupa buena parte del metraje, la película ha sabido “leer” el auténtico drama íntimo de un ser complejo en una familia humilde, y cómo los caminos el máximo arte son, a menudo, los del más intenso sufrimiento. ¡Una joya! Si le gustó Billy Elliot, si le gustó Pina, si le gustó Las zapatillas rojas, si le gustó Nijinsky…, no lo dude, esta es su película. Si nunca le interesó la danza, pero sí los dramas familiares, tampoco lo dude, esta es su película. En fin, si quiere disfrutar con dos actorazos descomunales como Santiago Alfonso (bailarín y coreógrafo que fue maestro de Yuli cuando este era un niño), que hace de su padre, y Edison Manuel Olbera, que hace del Yuli niño con una naturalidad, veracidad y convicción entrañables. O yo tengo poca pesquis cinematográfica o tengo la impresión de que esta película va a ir creciendo poco a poco a medida que los entusiastas, como yo ahora mismo, vayamos relatando a otros su virtudes. Veremos.

2 comentarios:

  1. Había escrito un largo comentario que se me ha borrado. Apple.

    Decía que no había ido a verla porque las películas de boxeo, danza o béisbol no me suelen atraer, pero tomo nota tras tu crítica de irla a ver en cuanto pueda.

    Decía también que Campeones ha sido premiada por su tema solidario y humano no porque sea una película excelente. No está mal, pero se ha premiado la humanidad, y no me parece mal, pero...

    El hombre que mató a Don Quijote ha recibido goyas simbólicos poco relevantes, pero decía que Terry Gilliam conoce muy bien la entraña viva de El Quijote y el cervantismo, tal vez porque llevaba más de dos décadas intentando hacer esta película, extraña y difícil, pero llena de amor a España y a El Quijote. Solo por eso merece la pena asistir a ella y solidarizarse con el director frente a sus molinos de viento.

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    1. A pesar de que la veo algo disparatada, acabaré viéndolo, seguro, porque , además, viniendo la recomendación de ti , aunque al final discrepemos, me parece de obligado cumplimiento. Finalmente, vi El olivo, ¿te acuerdas? No me pareció una tomadura de pelo, pero la vi un pelín forzada, muy fuera de lo verosímil y aceptable. La próxima española que quiero ver es la de Quién te cantará, que me parece una estilización del tema del doble que me atrae. La veré, sin duda.

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