viernes, 16 de septiembre de 2022

«El fuego fatuo», de Louis Malle o «la souffrance existentielle».

Anatomía de la distimia: La deriva agónica de la vida sin sentido: la insufrible extrañeza de vivir.

Título original:Le Feu follet (The Fire Within)

Año: 1963

Duración: 110 min.

País: Francia

Dirección: Louis Malle

Guion: Louis Malle. Novela: Drieu La Rochelle

Música: Erik Satie

Fotografía: Ghislain Cloquet (B&W)

Reparto: Maurice Ronet, Léna Skerla, Jeanne Moreau, Yvonne Clech, Hubert Deschamps, Jean-Paul Moulinot, Mona Dol, Pierre Moncorbier, René Dupuy, Bernard Tiphaine, Bernard Noël, Ursula Kubler, Alexandra Stewart, Jacques Sereys, Tony Taffin.

 

         ¡Qué ironía me ha parecido siempre que un director de los «grandes», como Louis Malle lo es, solo recibiera un Oscar por un documental filmado para Jacques Cousteau,  El mundo del silencio, que fue. También Palma de Oro en el Festival de Cannes. Estamos hablando del director de Ascensor para el cadalso, de esta misma, El fuego fatuo,  de Zazie en el metro o de La pequeña y Atlantic City, amén de un documental tan estremecedor como Calcuta. No había visto este largo en que se disecciona un caso clínico de una afección, la distimia, que roza, en parte, con la depresión severa, y que es, sobre todo, un análisis de la ausencia de la vitalidad imprescindible para poder seguir adelante con la ceremonia cotidiana de una vida que, como le ocurre al protagonista, ha perdido todo su sentido.

         Cuando Malle rueda esta película, es joven, pero muy experimentado, aunque más joven es un ayudante de dirección, Volker Schlöndorff que comenzó su carrera en Francia antes de convertirse en una estrella del cine alemán y dirigir El tambor de hojalata, por ejemplo, o la que siempre tanto me ha gustado a mí, porque se avanzó considerablemente a su tiempo: El honor perdido de Katharina Blum, sobre el exceso de poder de la prensa. Es curiosa la acumulación de artistas de primera que coinciden en un proyecto, porque la solidez del resultado depende mucho de ello, como, en este caso, de la banda sonora escogida, ¡nada menos que Erik Satie (la primera composición de Gymnopédies y las tres primeras Gnossiennes )! Las notas espaciadas de las composiciones de Satie tienen tal  poder descriptivo de la angustia existencial del protagonista, que bien pudiera haber discurrido la película sin un diálogo, pero nunca sin esas notas que acompañan la extrañeza de vivir que embarga a un joven mundano que, tras un matrimonio fallido con una usamericana y una estancia de tres años en Nueva York, sin poder adaptarse, regresa a Versalles para ingresarse en una clínica a fin de curarse de su alcoholismo, una adicción que, en realidad, encubre, como lo haría cualquier otra, la anhedonia que se ha apoderado del protagonista hasta dejarlo en un estado casi anestésico, a juzgar por la imposibilidad de «apasionarse» con nada. El protagonista, un antiguo «rey de la noche parisina», un conquistador que aún despierta la admiración, pero también la compasión de sus antiguas amistades, lo expresa sensualmente al decir que no puede «tocar» nada ni a nadie, como si fuera un rey Midas al que se le hubieran cumplido todos los deseos de diversión y disipación que, ahora, tanto vacío, incomunicación y soledad, le han dejado.

         Mi Conjunta definió eficazmente el tipo de cine que significa la película de Malle, basada en una novela corta de Pierre Drieu La Rochelle, de indudable carácter autobiográfico, al decirme si  imaginaba el «estreno» en las pantallas de hoy de una película como la que acabábamos de ver. Es cierto que hay cineastas atrapados por el prestigio indudable de los viejos maestros, pero la parsimoniosa dirección de Malle, el hecho de recrearse descriptivamente con largas secuencias mudas en el mundo interior del protagonista en modo alguno son maneras de hacer que los jóvenes espectadores sean capaces de seguir. Ese protagonista, además, un escritor que rompe cuanto escribe, que ha luchado en la guerra de Argelia y que, curado de su alcoholismo, se siente tan distante de la vida y del placer como para prometerse a sí mismo: «mañana me suicido», y no por otra cosa, sino por la angustia que le provoca su desasimiento de todo lo real, de donde se deriva una suerte de ennui, dijeron los posrománticos, de aburrimiento profundo, que le es imposible superar; ese protagonista, en definitiva, es una representación inequívoca del conflicto existencialista, propio de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial.

         Maurice Ronet presta la «percha» al protagonista de un modo extraordinario, tras haber perdido los veinte quilos que le exigió perder Malle para poder hacer el papel (según leo en Tiempo de cine, de Juan Carlos González) porque reúne los requisitos fundamentales del viejo Alain Leroy —casi Alain Le Roi…—, triunfador en el Paris la nuit: alto, guapo, encantador y amigo de la diversión, la aventura y el alcohol: una persona que se debate, cuando la película inicia el relato de sus postrimerías, entre el miedo a vivir y el miedo a morir, un conflicto que pretenderá resolver teniendo encuentros con sus viejos amigos para saber a qué atenerse, y descargando en ellos, quizá demasiado ingenuamente, la iniciativa para resolver su dilema. Al modo como muchos años más tardes haría Frank Perry en El nadador, con Burt Lancaster, Alain inicia un periplo por París, para tratar de «rescatar» aquello que de sí pudiera devolverle a la plenitud de la existencia, para hacerle digno de gozar de ella.

         Está claro que nos hallamos ante una personalidad extrema que no admite la conllevancia ni la resignación, ni la socorrida teoría de la grandeza de «las pequeñas cosas». A su manera, Alain vendría a ser el héroe trágico que no está dispuesto a sufrir la repetición sin sentido de cada minúsculo acto cotidiano, según lo describió Clément Rosset en La lógica de lo peor. Con todo, es digno de mencionar que él mismo, a pesar de descubrir en un momento dado la pistola que guarda, una Luger, si no me equivoco, lo cual acentúa el paralelismo con el autor de la novela, colaboracionista en tiempos de los nazis, lleva a los espectadores a la «necesidad» de acabar encontrando una salvación personal. Por cierto, en ese «descubrimiento» ritual de la pistola me he parecido ver la inspiración absoluta de Dillinger é morto, de Marco Ferreri.

         La película tiene una puesta en escena viscontiniana en la parte del sanatorio psiquiátrico, maison de repos, en una de cuyas soberbias habitaciones palaciegas está instalado el escritor, a gastos pagados por la esposa de quien se ha separado, y una verosimilitud exterior, tanto en Versalles, donde el protagonista se cruza, por cierto con una etapa del Tour, como en París, en cuyas calles rueda entre admirados transeúntes que no se resisten a olvidarse de lo suyo y prestar atención al rodaje, como en el mercado cuando queda con una presencia inmortal del cine de todas las épocas, Jeanne Moreau, lo que, en cierta forma, lo acerca a los postulados de la nouvelle vague, sin que Malle formara parte de esa corriente artística. Los interiores de la envejecida reunión de artistas adonde lo lleva Moreau o la mansión burguesa de donde huye asqueado, que tanto se parece a algunos interiores burgueses de las películas de Antonioni, por cierto, con quien Malle parece tener algo más que una deuda, permiten al director unos encuadres que ahondan pugnazmente en el desasosiego íntimo del protagonista.

         Se ve que Malle halló en Drieu La Rochelle la inspiración necesaria para narrar su propia crisis existencial, y buena parte del resultado de esta obra de arte habría de ponerse en relación directa con esa implicación. Con todo, lo que al espectador le interesa es la congruencia de la historia de Alain, y esa, por más que a algunos les  parezca el protagonista un «flojo perdedor» nos permite hablar, en efecto, de una obra redonda, perfecta.

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