miércoles, 21 de septiembre de 2022

«Las hijas del cervecero» y «The Marriage Circle», de Ernst Lubitsch o el tránsito de Europa a Usamérica.

 

Título original: Kohlhiesels Töchter (Kohlhiesel's Daughters)

Año: 1920

Duración: 64 min.

País: Alemania

Dirección: Ernst Lubitsch

Guion: Ernst Lubitsch, Hanns Kräly

Fotografía: Theodor Sparkuhl (B&W)

Reparto: Jakob Tiedtke, Henny Porten, Emil Jannings, Gustav von Wangenheim, Willi Prager.

 









Título original: The Marriage Circle

Año: 1924

Duración: 96 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Ernst Lubitsch

Guion:Paul Bern. Obra: Lothar Schmidt

Fotografía: Charles Van Enger (B&W)

Reparto:Adolphe Menjou, Marie Prevost, Monte Blue, Florence Vidor, Creighton Hale, Harry Myers, Dale Fuller, Esther Ralston.

 

 

De la inocencia de la aldea a la sofisticación de las clases altas: la vieja Europa rural vs la moderna Usamérica urbana.

 

         Siempre es estimulante regresar a los orígenes —relativos— de ciertos autores fundamentales en la historia del cine como, en este caso, Ernst Lubitsch, quien dividió su carrera en dos continentes, dando muestra en ambos de un genio para la comedia que se ha cifrado en el famoso “toque Lubitsch” sobre el que tanto se ha teorizado, si bien su mejor hermeneuta ha sido otro genio de la comedia: Billy Wilder; es estimulante regresar, decía, para comprobar que ciertas constantes se mantienen inconfundibles a lo largo de su carrera, pero que no siempre sus modos de hacer fueron iguales.

Por puro azar, la única divinidad que guía la elección de las películas que veo, me he encontrado con dos películas que bien pudieran ser consideradas representativas de dos formas de humor casi antitéticas. De un lado, la comedia rural Las hijas del cervecero, inspirada, es decir, adaptada muy libremente, del original de Shakespeare La fierecilla domada, que tantas versiones descubiertas y encubiertas han visto las pantallas de cine; de otro, The Marriage Circle, una comedia de las calificadas como «sofisticada», muy cercana, en su estructura al vodevil y llena de planos harto significativos en los que pequeños detalles dan a entender grandes actos sobre los que la censura hubiera tendido idéntico fundido en negro. Esta última es la segunda película rodada por Lubitsch —contra cuya presencia en Usamérica incluso hubo manifestaciones de la ultraconservadora Legión Americana— en Usamérica, tras el «desencuentro» con Mary Pickford en Rosita. Lo importante para el espectador actual es que en ella se van forjando los mimbres del famoso «toque», lo cual convierte la película, por más que peque de inocente, en un enredo delicioso que se sigue con la atención que requieren los detalles singulares que su creador aporta cuando menos te lo imaginas.

Las hijas del cervecero tiene dos alicientes interpretativos de primer orden: el trabajo de un joven Emil Jannings, a quien cualquier espectador recuerda, «envejecido», en El ángel azul, aunque en Las hijas… tenía 36 años y en El Ángel…, 46, y el de la actriz Henny Porten que aquí se desdobla para hacer las dos hermanas: la bella y sumisa y la ruda y desgarbada. La acción transcurre en un valle de alta montaña, en época de nieves y sigue al pie de la letra la obra de Shakespeare, por lo que me ahorro la sinopsis. Lo importante es el modo como, en un ambiente tan aldeano, que rezuma la ingenuidad y la inocencia proverbiales del paraíso perdido, la trama progresa hacia un enredo que, desde que se plantea: el protagonista, enamorado de la hija menor, ha de conseguir un candidato para la hija mayor. Un amigo le susurra que sea él mismo el candidato y que luego, tras divorciarse, se case con la menor. Toda la obra presta precisa atención a los detalles, y de ellos surgirá buena parte de la comicidad, aunque las interpretaciones de Porten y Jannings son la fuente primigenia de las mismas. Me ha llamado mucho la atención una escena en la que se preguntan donde estará el amigo del protagonista, y la cámara se gira para enfocar dos palos altísimos con otro tendido sobre ellos donde el tal  aparece sentado, mismísimamente como si fuera un plano de una película de  Buster Keaton, que aún estaban, las memorables, por llegar… La escena de la reconciliación de los esposos, por ejemplo, con esas patanescas demostraciones de amor apasionado aún hoy invitan a la sonrisa, ciertamente; del mismo modo que la desbandada de los jóvenes del lugar cuando el protagonista ofrece una buena suma de dineros por casarse con la hija «salvaje» del cervecero.  Notable, así mismo, es el modo como Lubitsch juega con la velocidad de los fotogramas para representar el anunciado «último baile» antes de que concluya la fiesta que se celebra en la cervecería. Llamativo es, desde luego, el concepto de «belleza» que atrae a los jóvenes casaderos hacia la hermana «guapa» y atildada, pero eso ha de caer del lado del ruralismo propio de la ambientación de la trama. Eso sí, nada que ver con los estándares actuales…

En cualquier caso, y a pesar de la distancia cronológica y el marcado ruralismo de la adaptación chespiriana, la película sigue siendo muy interesante, incluso sin la mirada arqueológica con que los buenos aficionados pueden plantarse ante ella, sino, antes bien, con la inocente de quien disfruta de una comedia perfectamente construida, mejor finalizada y soberbiamente interpretada.

The Marriage Circle, por su parte, ambientada en una clase medio alta de profesionales liberales y ricos, sin mayor especificación, nos ofrece una historia archisabida y, hasta cierto punto, ingenua, en la que los malentendidos y la sed de aventura para huir del aburrimiento marital nos van a permitir asistir a un más que inteligente ejercicio de fascinación en el que las apariciones del famoso «toque» se materializan de modo mucho más sutil que en Las hijas del cervecero, toda ella deudora de un humor grueso y popular que llenaba las pantallas en Alemania y en el mundo entero, ¡y aún hoy!

El arranque de la película, con un Adolphe Menju, en el papel de marido desengañado de su esposa casquivana y badulaque, es antológico; no solo por el agujero del calcetín y el contenido de los cajones de la cómoda, sino por la sesión de gimnasia matutina y por una expresividad facial tan propia del cine mudo como del mejor cine sonoro en el que actos y gestos son, acaso, más efectivos que la verborrea. En el camino a sus vulgares entretenimientos cotidianos, la esposa coincide en un taxi con el cliente que lo había reservado con anterioridad. Tras el típico forcejeo, acaban compartiéndolo. Y ello lo observa el marido desde una ventana de la casa con taimada sonrisa, porque ha decidido encargar a una agencia de detectives el seguimiento de su esposa para librarse de ella vía divorcio cornamental o ansí. Lo que ignora la frívola es que el doctor con quien viaja en el taxi, insinuándose groseramente, es el marido de su mejor amiga, a quien hacía tiempo que no veía. Cuando ella se lo presenta, tras encontrarse, enseguida observamos el malvado plan que le cruza por el deseo: explotar la debilidad del varón halagado por el interés femenino ajeno y «entretenerse» para salir del aburrimiento mortal que es su propio matrimonio. Con apenas este apunte ya se advierte que falta un tercero para completar el enredo: y este será el compañero de consulta del apuesto marido, quien, el guion lo exige, está profunda y románticamente enamorado de la mujer de su colega y amigo.

El despliegue de sobreentendidos y malentendidos será continuo, e incluso aparecerá una «tercera», una rubia jovencísima que supuestamente constituye una amenaza para el matrimonio y de quien le pide la esposa a su amiga que distraiga a su marido para protegerse de esa amenaza, ignorando, claro está, lo que significa alimentar a la verdadera fiera tan gratuitamente y con tan generosa coartada.

Hay, en esta comedia, una suerte de elegancia, que se asocia fácilmente con las comedias de la alta sociedad, y el baile en el que se producen buena parte de esos graciosos malentendidos es buena prueba de ello, y, de paso, con el famoso «toque» del maestro, ¡inmenso en esa escena de «sofá» en un banco del parque en el que el marido asediado le pregunta a la amiga de su mujer si no tiene frío y ella, tras deshacerse del fular como quien se quita el vestido,  lo mira con un ardor volcánico de jugo gástrico a punto de ser satisfecho que ya ya… Y esa es una entre decenas de secuencias que nos hacen pasar un rato divertidísimo. Es cierto que el marido, un sosaina total, no encaja en el papel, pero las dos mujeres y Adolphe Menju, lo bordan, así como el tímido colega enamorado. He de reconocer que a mí me ha cautivado la especial belleza de Florence Vidor, en el papel de esposa virtuosa pero espabilada, si bien, a decir verdad de crítico, la habilidad narrativa de Lubitsch se lleva la palma. Es endiabladamente difícil el género de la comedia, pero cuando ves las obras de quienes sobresalieron en él, te das cuenta de lo que debe de haber costado esa «facilidad» que te hace seguir los acontecimientos con la misma naturalidad de la propia vida… No ignoro que el hecho de que sean películas mudas, ambas, alejarán a una buena parte del público; pero ¡cómo me gustaría convencerles de que la esencia del séptimo arte son las imágenes y su sintaxis…!

 

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