domingo, 25 de septiembre de 2022

«Queridos camaradas», de Andrei Konchalovsky o la URBS (Unión de Repúblicas Bananeras Socialistas)

 

El comunismo por dentro o la sinrazón violenta del estado totalitario: la pesadilla de la que acaso aún no ha despertado Rusia.

 

Título original: Dorogie tovarishchi! (Dear Comrades!)aka

Año: 2020

Duración: 120 min.

País: Rusia

Dirección: Andrei Konchalovsky

Guion: Elena Kiseleva, Andrei Konchalovsky

Fotografía: Andrey Naidenov (B&W)

Reparto: Yuliya Vysotskaya, Vladislav Komarov, Alexander Maskelyne, Andrei Gusev, Yulia Burova, Sergei Erlish.

 

         Con no poco retraso, quiero agradecer a Joaquim Coll que me recomendara fervientemente ver esta película de Konchalovsky, de quien ya había visto otras tres que me gustaron mucho: El tren del infierno, Paraíso y Vidas distantes. Mi ajetreada vida no me había permitido coincidir con la película hasta hace dos días, pero lo bueno del cine que merece la pena es que no tiene fecha de caducidad y tan bien se ve hoy como se vio ayer y se verá mañana. No me ha defraudado, sino lo contrario. La película es triste hasta la raíz del dolor más vivo, porque toda represión violenta de las aspiraciones populares es una tragedia que se salda con muertes. A Coll, como ahora a mí, imagino que lo que nos ha interesado sobremanera de la película, más allá de la peripecia político-emocional de la protagonista, es cómo un noble ideal político, nacido como un intento de conseguir la emancipación de la tiranía inhumana de la explotación laboral, deviene un gélido y criminal sistema burocrático totalitario que no atiende a más razones que las de la fuera bruta. Lo que la película nos ofrece, así pues, es la vida por dentro del sistema político-militar soviético y cómo la personificación del Partido permea todas las existencias de los ciudadanos hasta condicionarlas totalmente.

         La película de Konchalovsky tiene un arranque casi costumbrista, con un blanco y negro sin apenas contrastes, lo que le da a la película una tonalidad grisácea que parece metáfora cromática de las vidas de esos personajes que tienen que lidiar con el racionamiento, con el abuso de poder de las capas dirigentes y con la irracionalidad de unos dirigentes que, ya en la era  Kruschev, no renuncian a imponer sus caducados ideales por la fuerza y el derramamiento de sangre, como sucede cuando una fábrica se declara en huelga y no hallan otro modo de «negociar» con los trabajadores que a través del ejército, con orden de disparar primero y no preguntar, ¿para qué?, después.

         La película recupera un hecho histórico celosamente preservado por las autoridades soviéticas, la masacre de Novocherkassk, que se produjo el  2 de junio de 1962, con un saldo «oficial» de 26 muertos y casi un centenar de heridos. Los obreros de una empresa metalúrgica, en la que trabaja la hija de la protagonista, un cargo del Partido, se declaran en huelga porque les han bajado los salarios y han aumentado los precios de los alimentos básicos. La represión gubernamental, que incluye el cierre a cal y canto de la localidad, aislándola del resto de Rusia, perfectamente resuelta en la película con unas muertes que ve muy de cerca la protagonista, hasta ese momento acérrima defensora de la ideología del Partido. De hecho, la película contó con la bendición gubernamental rusa para representar al país en los Oscar porque se realiza en ella un ataque a  Kruschev y una «defensa» de Stalin, en quien piensa la protagonista como el único que podría salvarlos de la decadencia en que están sumidos, una suerte de culto al genocida que está, sin embargo, muy sólidamente extendida en Rusia, como pudo comprobar in situ mi amigo Joselu cuando viajó a San Petersburgo. Son esas contradicciones de las historias que ni siquiera se escriben desde uno u otro bando, sino desde la propia irracionalidad social que las ampara. Esa efensa, obviamente, es la de la dirigente del Partido que protagoniza, de modo casi absoluto, la película, una maravillosa Yuliya Vysotskaya a quien pude admirar en Paraíso. Se trata de una actriz tan extraordinaria que gracias a ella seguimos la peripecia dramática con una intensidad absorbente.

         La película me ha recordado mucho a las que he visto sobre las dictaduras chilena y argentina, de ahí el título de la crítica, porque ninguna diferencia hay entre esas dictaduras de extrema derecha y la antigua URSS. Lo que hace espléndidamente Konchalovsky en su guion es escoger como damnificada indirecta de la represión a un cuadro del partido, quien, a medida que crece su angustia por la desaparición de su hija, de la que ignora si vive o es una de las asesinadas, va disminuyendo su adhesión al Estado, al Partido. De hecho, su padre, que vive con ella, representa justo lo contrario de sus ideales, porque él sí que tiene memoria de esos métodos sanguinarios y de las hambrunas padecidas, algo que intenta rebatirle siempre su hija, aunque ahora los acontecimientos le hacen plantearse su fidelidad a unos ideales que chocan contra su amor de madre.

         La película exhibe una puesta en escena magnífica, porque el director tiene mucha cuidado en ofrecernos un retrato realista de las condiciones de vida y de la degradación material de las cosas y los espacios, como podemos ver cuando ella se encierra en el servicio para no intervenir en la reunión de los dirigentes locales del Partido, una alocución en la que había de desarrollar la idea expresada con  vehemencia en una reunión con los militares de que deberían «pasar por las armas» a quienes atentaban contra los ideales soviéticos. Lo que ignoraba en aquel momento de pasión patriótica era que su hija podía estar entre las asesinadas por las tropas. La magnífica selección de espacios, la plaza incluida, donde, al final se celebra un baile que, supuestamente, pretende enmascarar la terrible represión de los reaccionarios que se han levantado contra el Régimen «del pueblo» (en nuestros días se suele decir «de la gente», por parte de algunas fuerzas políticas que tampoco disimulan su entusiasmo por Stalin y Lenin) y a los que no hay otro remedio que masacrarlos para curar la «infección» de raíz.

         La película está llena de intención simbólica, comenzando por la propia recuperación del viejo uniforme del padre, auténtica «memoria histórica» que se opone a su propia hija, por destacar un elemento que forma parte del relato de la conversión paulina de la dirigente del Partido, cuando de o que se trata es de la vida o la muerte de su propia hija. La actualidad de la película, salvando las distancias, estriba en la credibilidad, o la carencia de la misma, del discurso oficial frente a otros discursos: los de la oposición o los de los propios ciudadanos que se expresan a través de las plataformas sociales, una acción novedosa, por lo que tiene de teórica «alternativa» a la imagen de la realidad que transmite la prensa tradicional, tan fuertemente condicionada, económicamente, por el Poder.

         Se trata, en suma, y más allá del suceso histórico que se revela, de una película política sobre el Poder y sus deformaciones, a veces tan trágicas y terribles, como las que podemos ver en ella. Da que pensar, ciertamente…

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