Una
desperdiciada versión de la fábula La bella y la bestia por la indefinición
de los previsibles secundarios de la trama.
Título original: Un amor
Año: 2023
Duración: 128 min.
País: España
Dirección: Isabel Coixet
Guion: Isabel Coixet, Laura
Ferrero. Novela: Sara Mesa
Fotografía: Bet Rourich
Reparto:Laia Costa; Hovik
Keuchkerian; Hugo Silva; Luis Bermejo; Ingrid García Jonsson;
Francesco Carril; Violeta
Rodríguez.
Parece ya, en nuestra filmografía,
todo un género: el del personaje que se retira al espacio rural para curar
heridas del alma que acaban siendo sustituidas por acezantes impulsos que lo
llevan a chocar con realidades con las que se encuentra en un medio extraño,
desconocido y previsiblemente hostil por el no menos previsible choque de costumbres,
formación, mentalidad o sensibilidad. Parte del género es la incompleta
historia del forastero, en este caso, la protagonista, de quien solo sabemos
que no ha podido sufrir la presión emocional de ser traductora de experiencias límite
de mujeres que han padecido la durísima travesía de los emigrantes hacia Europa,
y que se refugia, muy corta de fondos, en un pueblo para dedicarse a traducir,
literatura además de documentos oficiales, todo ello sin saber exactamente, de
forma reconocible, la fuente de sus, se ve que mínimos, ingresos. Al margen del
valor metafórico de muchos elementos del relato, la casa desvencijada donde se
mete, por su cuenta y riesgo, con un casero sobre cuyas intenciones violadoras
no cabe la menor duda desde que entra en escena lavándose las manos por el
estado ruinoso de la casa, «es lo que hay», repite machacona y cansinamente,
como si fuera incapaz de otro discurso más elaborado o el perro maltratado, de
desconocido origen, que le regala el
mismo casero; al margen, digo, de esas metáforas simples de la desgracia, la
quiebra, o el espíritu de supervivencia, la historia no tarda en tomar un rumbo
sorprendente con la entrada en ella del vecino alemán que no es alemán, pero sí
vecino, y que, ante las goteras que le inundan la casa el primer día de
tormenta, se ofrece a repararlas a cambio de tener relaciones sexuales con
ella. La forastera, horrorizada —el «alemán» es un hombretón como un armario,
con un barrigón prominente y nada agraciado según los cánones estándares de la
belleza—, rechaza la oferta y sigue sufriendo la invasión pluvial con el
estoicismo propio de estos casos.
Antes de que entre en escena «el alemán», la forastera ha
tenido la oportunidad de conocer a sus dos vecinos inmediatos, un artista del cristal,
creador de horribles vidrieras coloristas, y una acomodada pareja urbana que
pasa los fines de semana en el pueblo, dos pijos con dos hijas a las que hablan
en inglés y que son retratados con los mismos tintes caricaturescos que los empleados
para el «artista», quien acecha el
momento de —muy seguro él de su «indudable» atractivo— beneficiarse a la mujer
sola capaz de meterse en una casa en ruinas para huir no se sabe de qué y que,
en el imaginario caspoerótico del artista debe de estar deseando darse un revolcón
con quien primero llame a su puerta. Como se advierte, los personajes que «rodean»
a la protagonista forman un reducido elenco de estereotipos que conduce al fracaso
inevitable: la impostura. ¡Pero cómo se le ocurrió a Hugo Silva que en ese
botarate había un papel al que sacarle jugo interpretativo! El pobre se arrastra
por la película con su buen rollito hasta que le dan calabazas y, tras un episodio
casi inverosímil —pero los motivos dinámicos de la narración se cogen de hasta de
debajo de las piedras—, emerge la mala leche del despecho, mucho más lograda,
ciertamente. La pareja con la mujer que padece demencia senil es otro pastiche
que justifica que se gane algunos euros hasta ese incidente melodramático, el
ataque del perro astroso de la protagonista a una de las hijas de los vecinos,
tras el cual deciden despedirla por el qué dirán de un pueblo que, a lo largo
de la película, no deja de ser una abstracción desértica, excepción hecha de la
empleada del colmado, que servirá, posteriormente, para que la protagonista
desarrolle un absurdo seguimiento del «alemán», al acecho de una infidelidad
que, sin saber nada de ella, la trastorna por completo.
Al margen de las tomas de la naturaleza agreste del lugar,
como la impresionante Puerta de Cameros, unas formaciones rocosas filmadas en
toma cenital bellísima, amén de otras que contribuyen al descubrimiento de
futuros paisajes turísticos, el meollo de la historia es la hiperextraña
historia de amor entre la inquilina corta de fondos y la «bestia» con quien realiza
el intercambio de bienes, el trueque: el arreglo de las tejas por una relación
sexual, enunciada con una formalidad lingüística que tiene su encanto, dada la
corrección cortés con que, en todo momento, se manifiesta el «alemán», otro «extraño»,
como ella misma, en un pueblo apenas representado por seis personajes. La historia erótica entre los dos personajes,
remedo del cuento de hadas, es lo mejorcito de la película, a la que le sobran
las historias paralelas que nos distraen de ella, y los protagonistas consiguen
hacérnosla no solo verosímil, sino muy atractiva, porque en la atípica relación
entre ellos se produce un intercambio de experiencias y de historias que los
desnudan psicológica y emocionalmente, de tal manera que el espectador se da
cuenta de las razones profundas que han empujado a esa unión relativa, porque,
más allá del impulso erótico y de la seguridad y el confort que sienten con la
mutua compañía, ni él ni ella son capaces de «ponerle nombre» a lo que están
viviendo. Han de entrar en escena motivos dinámicos tan de cliché como los
celos súbitos y casi enfermizos para que se resientan sus vínculos y nos
aboquemos a un final sorprendente. El
desenlace, propiamente dicho, es tan absurdo y traído por los pelos que mejor
no digo nada al respecto, porque emborrona una historia que podía haber sido un
peliculón y se ha quedado en una extraviada historia por la que pululan
personajes de cartón piedra en escenas insufribles contra las que las del
romance insólito no prevalecen, aun pudiendo haberlo hecho. No sé cómo será la
novela, pero me temo que esta adaptación cinematográfica no le hace justicia, o
sí, ya digo que no la he leído y no puedo juzgar. A ojo de viejo aficionado,
descubro demasiadas imposturas y clichés. Y me apena que una actriz tan potente
como Ingrid García Jonsson se vea reducida a un papelito que ella saca adelante
con toda la carga irónica que se ha querido volcar sobre él, pero que no le hace
justicia a sus excelentísimas dotes interpretativas. Laia Costa, sin embargo, a
pesar de los tópicos que conforman el retrato de su personaje, tiene una actuación
brillantísima, a la que Hovik Keuchkerian da una réplica a su mismo nivel. De
entrada nos recuerda al «francés» de As bestas, de Sorogoyen, pero a mí
me parece mejor perfilado el calmo e intenso carácter del «alemán», con su sincera
y emotiva historia familiar, desvelada en una de las mejores escenas de la
película. Salí del cine con la sensación de que Coixet había desperdiciado una inmejorable
oportunidad para rodar lo que el título prometía, una inolvidable historia de
amor, y parte de ese extravío se halla en todo lo que rodea a la historia de
amor, a la que a veces incluso llega a poner triste sordina.
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