domingo, 3 de diciembre de 2023

«Un amor», de Isabel Coixet o los desniveles…

 

Una desperdiciada versión de la fábula La bella y la bestia por la indefinición de los previsibles secundarios de la trama.

 

Título original: Un amor

Año: 2023

Duración: 128 min.

País: España

Dirección: Isabel Coixet

Guion: Isabel Coixet, Laura Ferrero. Novela: Sara Mesa

Fotografía: Bet Rourich

Reparto:Laia Costa; Hovik Keuchkerian; Hugo Silva; Luis Bermejo; Ingrid García Jonsson;

Francesco Carril; Violeta Rodríguez.

 

          Parece ya, en nuestra filmografía, todo un género: el del personaje que se retira al espacio rural para curar heridas del alma que acaban siendo sustituidas por acezantes impulsos que lo llevan a chocar con realidades con las que se encuentra en un medio extraño, desconocido y previsiblemente hostil por el no menos previsible choque de costumbres, formación, mentalidad o sensibilidad. Parte del género es la incompleta historia del forastero, en este caso, la protagonista, de quien solo sabemos que no ha podido sufrir la presión emocional de ser traductora de experiencias límite de mujeres que han padecido la durísima travesía de los emigrantes hacia Europa, y que se refugia, muy corta de fondos, en un pueblo para dedicarse a traducir, literatura además de documentos oficiales, todo ello sin saber exactamente, de forma reconocible, la fuente de sus, se ve que mínimos, ingresos. Al margen del valor metafórico de muchos elementos del relato, la casa desvencijada donde se mete, por su cuenta y riesgo, con un casero sobre cuyas intenciones violadoras no cabe la menor duda desde que entra en escena lavándose las manos por el estado ruinoso de la casa, «es lo que hay», repite machacona y cansinamente, como si fuera incapaz de otro discurso más elaborado o el perro maltratado, de desconocido origen, que  le regala el mismo casero; al margen, digo, de esas metáforas simples de la desgracia, la quiebra, o el espíritu de supervivencia, la historia no tarda en tomar un rumbo sorprendente con la entrada en ella del vecino alemán que no es alemán, pero sí vecino, y que, ante las goteras que le inundan la casa el primer día de tormenta, se ofrece a repararlas a cambio de tener relaciones sexuales con ella. La forastera, horrorizada —el «alemán» es un hombretón como un armario, con un barrigón prominente y nada agraciado según los cánones estándares de la belleza—, rechaza la oferta y sigue sufriendo la invasión pluvial con el estoicismo propio de estos casos.

Antes de que entre en escena «el alemán», la forastera ha tenido la oportunidad de conocer a sus dos vecinos inmediatos, un artista del cristal, creador de horribles vidrieras coloristas, y una acomodada pareja urbana que pasa los fines de semana en el pueblo, dos pijos con dos hijas a las que hablan en inglés y que son retratados con los mismos tintes caricaturescos que los empleados para el «artista»,  quien acecha el momento de —muy seguro él de su «indudable» atractivo— beneficiarse a la mujer sola capaz de meterse en una casa en ruinas para huir no se sabe de qué y que, en el imaginario caspoerótico del artista debe de estar deseando darse un revolcón con quien primero llame a su puerta. Como se advierte, los personajes que «rodean» a la protagonista forman un reducido elenco de estereotipos que conduce al fracaso inevitable: la impostura. ¡Pero cómo se le ocurrió a Hugo Silva que en ese botarate había un papel al que sacarle jugo interpretativo! El pobre se arrastra por la película con su buen rollito hasta que le dan calabazas y, tras un episodio casi inverosímil —pero los motivos dinámicos de la narración se cogen de hasta de debajo de las piedras—, emerge la mala leche del despecho, mucho más lograda, ciertamente. La pareja con la mujer que padece demencia senil es otro pastiche que justifica que se gane algunos euros hasta ese incidente melodramático, el ataque del perro astroso de la protagonista a una de las hijas de los vecinos, tras el cual deciden despedirla por el qué dirán de un pueblo que, a lo largo de la película, no deja de ser una abstracción desértica, excepción hecha de la empleada del colmado, que servirá, posteriormente, para que la protagonista desarrolle un absurdo seguimiento del «alemán», al acecho de una infidelidad que, sin saber nada de ella, la trastorna por completo.

Al margen de las tomas de la naturaleza agreste del lugar, como la impresionante Puerta de Cameros, unas formaciones rocosas filmadas en toma cenital bellísima, amén de otras que contribuyen al descubrimiento de futuros paisajes turísticos, el meollo de la historia es la hiperextraña historia de amor entre la inquilina corta de fondos y la «bestia» con quien realiza el intercambio de bienes, el trueque: el arreglo de las tejas por una relación sexual, enunciada con una formalidad lingüística que tiene su encanto, dada la corrección cortés con que, en todo momento, se manifiesta el «alemán», otro «extraño», como ella misma, en un pueblo apenas representado por seis personajes.  La historia erótica entre los dos personajes, remedo del cuento de hadas, es lo mejorcito de la película, a la que le sobran las historias paralelas que nos distraen de ella, y los protagonistas consiguen hacérnosla no solo verosímil, sino muy atractiva, porque en la atípica relación entre ellos se produce un intercambio de experiencias y de historias que los desnudan psicológica y emocionalmente, de tal manera que el espectador se da cuenta de las razones profundas que han empujado a esa unión relativa, porque, más allá del impulso erótico y de la seguridad y el confort que sienten con la mutua compañía, ni él ni ella son capaces de «ponerle nombre» a lo que están viviendo. Han de entrar en escena motivos dinámicos tan de cliché como los celos súbitos y casi enfermizos para que se resientan sus vínculos y nos aboquemos a un final sorprendente.  El desenlace, propiamente dicho, es tan absurdo y traído por los pelos que mejor no digo nada al respecto, porque emborrona una historia que podía haber sido un peliculón y se ha quedado en una extraviada historia por la que pululan personajes de cartón piedra en escenas insufribles contra las que las del romance insólito no prevalecen, aun pudiendo haberlo hecho. No sé cómo será la novela, pero me temo que esta adaptación cinematográfica no le hace justicia, o sí, ya digo que no la he leído y no puedo juzgar. A ojo de viejo aficionado, descubro demasiadas imposturas y clichés. Y me apena que una actriz tan potente como Ingrid García Jonsson se vea reducida a un papelito que ella saca adelante con toda la carga irónica que se ha querido volcar sobre él, pero que no le hace justicia a sus excelentísimas dotes interpretativas. Laia Costa, sin embargo, a pesar de los tópicos que conforman el retrato de su personaje, tiene una actuación brillantísima, a la que Hovik Keuchkerian da una réplica a su mismo nivel. De entrada nos recuerda al «francés» de As bestas, de Sorogoyen, pero a mí me parece mejor perfilado el calmo e intenso carácter del «alemán», con su sincera y emotiva historia familiar, desvelada en una de las mejores escenas de la película. Salí del cine con la sensación de que Coixet había desperdiciado una inmejorable oportunidad para rodar lo que el título prometía, una inolvidable historia de amor, y parte de ese extravío se halla en todo lo que rodea a la historia de amor, a la que a veces incluso llega a poner triste sordina.

 

         

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