lunes, 11 de diciembre de 2023

«Nanook, el esquimal», de Robert J. Flaherty, el gran documentalista de «Hombres de Aran».


 

La vida inclemente de los inuit en un territorio extremo o los 101 años de una película inmortal

 

Título original: Nanook of the North

Año: 1922

Duración: 79 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Robert J. Flaherty

Guion: Robert J. Flaherty

Reparto: Documental

Fotografía: Robert J. Flaherty (B&W).

 

          Vaya por delante que a los inuit, plural de inuk, «hombre», no les gusta que los llamen «esquimales», pues esta voz significa «que comen carne cruda», aunque esto es un hecho a que obliga su modo de vida en una zona del mundo cuyas condiciones son de la más extrema adversidad. Robert J. Flaherty debutó en el género del documental con esta película que lo tuvo por único y exclusivo artífice, porque, de hecho, Flaherty era un viajero, pero con cámara al hombro. Cuando descubrió a los inuit no tardó en darse cuenta de que registrar en imágenes la vida de una familia escogida acaso al azar, como muestra fehaciente de un modo de vida tan exótico como puede serlo el de las tribus perdidas en el Amazonas o en Papúa-Nueva Guinea, aunque cada vez son menos las que no han entrado en contacto con nuestra «civilización» que todo lo arrasa y tan poco respeta, era una forma de preservar para el mundo una forma de vida extraña y alejada totalmente de la nuestra, sobre todo porque nosotros aspiramos a la abundancia, e incluso al derroche, y los inuit viven en la total austeridad.

          Aunque no estamos en los momentos aurorales del nuevo arte, el documental es sumamente rudimentario, lo cual no impide que Flaherty, con su sentido innato de la composición y el sabio contraste entre el plano panorámico y el primer plano, haya conseguido una auténtica obra de arte que obliga al espectador a la contemplación asombrada de la vida de los inuit, de sus famosos iglús, cuya construcción sigue la cámara con la misma avaricia arquitectónica con la que nosotros la contemplamos, de la captura de las morsas —la épica lucha colectiva de un grupo de pescadores contra un animal de dos toneladas de peso…—, del gobierno de sus perros y de las dificultades que plantean las luchas entre ellos, en las que meterse puede redundar en un serio inconveniente, aunque, mediante el látigo se haya de intervenir para recomponer la paz que permita la tracción.

          Flaherty nos muestra distintos momentos de la vida de la familia escogida, cuyo gran cazador aparece destacado frente a la cámara al comienzo de la misma. Desde el llamativo transporte de toda la familia en el interior de una canoa, de la que van saliendo uno tras otro en una escena que parece una invención del cine cómico, hasta la precisa e ingeniosa construcción del iglú, como lugar de refugio en las expediciones cinegéticas, Flaherty nos muestra el comercio de pieles con que los avispados canadienses los explotan por cuchillos, bagatelas y comida a la que no están acostumbrados, dada su dieta de carne cruda, que consumen, por cierto, nada más capturado el animal, mezclando la abundante grasa con las vetas magras…, y se adentra en pos de ellos hasta terrenos donde no solían llegar sino exploradores o los propios inuit, cuyas costumbres insólitas Flaherty ha captado con asombrosa naturalidad. Es obvio que no son actores, pero no es menos cierto que en ningún momento parece que la cámara los intimide, y actúan ante ella con total desparpajo, aun cuando refleje momentos tan íntimos como el despertar, tras dormir desnudos entre las pieles con que se abrigan, teniendo en cuenta que con una temperatura exterior de -30º, en el interior pueden alcanzarse los +15º.

          El seguimiento de los cazadores con los trineos por los parajes helados tiene secuencias de gran belleza; del mismo modo que es muy afortunada la secuencia de la pesca o los juegos con el mini arco del hijo pequeño al que se instruye, desde tan pequeño, en el arte de la caza. A mí, particularmente, me ha llamado poderosamente la atención el conflicto entre los perros «alfa» y la fiereza de esos animales capaces de aguantar las tremendas temperaturas del Ártico fuera del iglú, aunque Nanook construye un iglú pequeñito para un cachorro que va con ellos.

          El documental no fue obra de unos días concretos en un viaje, sino fruto de varios viajes, lo que permitió a Flaherty llevar consigo positivadores del negativo para que la familia pudiera contemplar sus andanzas cinematográficas. Podemos imaginarnos cuál sería la reacción de los inuit al verse ¡vivos! en la pantalla, a partir de la graciosa escena en que ante un gramófono, buscan en el sucinto mueble dónde se esconde la persona diminuta que canta…

          Todo en el documental está al servicio de un conocimiento lo más aproximado posible a la realidad, y, desde esa perspectiva, las propias personas de la familia, con las caras castigadas por fríos inhumanos y soles de multiplicado reflejo, son una muestra antropológica de primerísima importancia. Son como son, de una naturaleza ajustada al medio más hostil que imaginarse pueda, un pueblo que se extiende por todo el norte del continente desde Groenlandia hasta Alaska.

          Se le ha reprochado a Flaherty que «el primer documental de la historia del cine» incluyera una suerte de dramatización mínima, lo         que vendría a traicionar la esencia misma del género: ser el ojo que ve sin implicación ninguna en lo contemplado. Demasiado rigor purista me parece semejante crítica. Confraternizar con Nanook y convencerlo para prestarse al proyecto del rodaje de escenas de la supuesta vida familiar —la mujer de Nanook era en realidad la amante inuk de Flaherty—bien pagado está con las fantásticas imágenes que consigue Flaherty en esa naturaleza agresiva en la que probablemente rindan sus vidas los inuits como le sucedió, al parecer, al propio Nanook. Que el cine, sea documental o no, es montaje e invención a través de la imagen, sustancia el debate sobre la adecuación o no al género en cuestión. Recordemos que el cine nace con la salida de los obreros de una fábrica…

            A título personal, siempre recordaré que mi iniciación en la cinefilia está relacionado con dos obras maestras: Hombres de Aran y Avaricia, de Erich von Stroheim. Hombres de Aran, rodada en las islas próximas a Galway, en Irlanda, y a las que miré con avidez desde los célebres acantilados, los Moher —visita obligada para los turistas—, porque me pasaban por la mente escenas de aquella vida durísima de los pescadores y esforzados agricultores de una isla diríase que maldita, y tan agreste, a su manera, como el desierto de hielo de los inuit.

 

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