La vida inclemente de los inuit en un territorio extremo o los 101 años de una película inmortal
Título original: Nanook of the North
Año: 1922
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert J. Flaherty
Guion: Robert J. Flaherty
Reparto: Documental
Fotografía: Robert J.
Flaherty (B&W).
Vaya por
delante que a los inuit, plural de inuk, «hombre», no les gusta
que los llamen «esquimales», pues esta voz significa «que comen carne cruda»,
aunque esto es un hecho a que obliga su modo de vida en una zona del mundo cuyas
condiciones son de la más extrema adversidad. Robert J. Flaherty debutó en el género
del documental con esta película que lo tuvo por único y exclusivo artífice,
porque, de hecho, Flaherty era un viajero, pero con cámara al hombro. Cuando
descubrió a los inuit no tardó en darse cuenta de que registrar en imágenes la
vida de una familia escogida acaso al azar, como muestra fehaciente de un modo
de vida tan exótico como puede serlo el de las tribus perdidas en el Amazonas o
en Papúa-Nueva Guinea, aunque cada vez son menos las que no han entrado en
contacto con nuestra «civilización» que todo lo arrasa y tan poco respeta, era
una forma de preservar para el mundo una forma de vida extraña y alejada
totalmente de la nuestra, sobre todo porque nosotros aspiramos a la abundancia,
e incluso al derroche, y los inuit viven en la total austeridad.
Aunque no
estamos en los momentos aurorales del nuevo arte, el documental es sumamente
rudimentario, lo cual no impide que Flaherty, con su sentido innato de la
composición y el sabio contraste entre el plano panorámico y el primer plano,
haya conseguido una auténtica obra de arte que obliga al espectador a la
contemplación asombrada de la vida de los inuit, de sus famosos iglús, cuya
construcción sigue la cámara con la misma avaricia arquitectónica con la que
nosotros la contemplamos, de la captura de las morsas —la épica lucha colectiva
de un grupo de pescadores contra un animal de dos toneladas de peso…—, del
gobierno de sus perros y de las dificultades que plantean las luchas entre
ellos, en las que meterse puede redundar en un serio inconveniente, aunque,
mediante el látigo se haya de intervenir para recomponer la paz que permita la
tracción.
Flaherty nos muestra
distintos momentos de la vida de la familia escogida, cuyo gran cazador aparece
destacado frente a la cámara al comienzo de la misma. Desde el llamativo
transporte de toda la familia en el interior de una canoa, de la que van
saliendo uno tras otro en una escena que parece una invención del cine cómico,
hasta la precisa e ingeniosa construcción del iglú, como lugar de refugio en
las expediciones cinegéticas, Flaherty nos muestra el comercio de pieles con que
los avispados canadienses los explotan por cuchillos, bagatelas y comida a la
que no están acostumbrados, dada su dieta de carne cruda, que consumen, por cierto,
nada más capturado el animal, mezclando la abundante grasa con las vetas magras…,
y se adentra en pos de ellos hasta terrenos donde no solían llegar sino
exploradores o los propios inuit, cuyas costumbres insólitas Flaherty ha
captado con asombrosa naturalidad. Es obvio que no son actores, pero no es
menos cierto que en ningún momento parece que la cámara los intimide, y actúan
ante ella con total desparpajo, aun cuando refleje momentos tan íntimos como el
despertar, tras dormir desnudos entre las pieles con que se abrigan, teniendo
en cuenta que con una temperatura exterior de -30º, en el interior pueden
alcanzarse los +15º.
El seguimiento
de los cazadores con los trineos por los parajes helados tiene secuencias de gran
belleza; del mismo modo que es muy afortunada la secuencia de la pesca o los
juegos con el mini arco del hijo pequeño al que se instruye, desde tan pequeño,
en el arte de la caza. A mí, particularmente, me ha llamado poderosamente la
atención el conflicto entre los perros «alfa» y la fiereza de esos animales capaces
de aguantar las tremendas temperaturas del Ártico fuera del iglú, aunque Nanook
construye un iglú pequeñito para un cachorro que va con ellos.
El documental
no fue obra de unos días concretos en un viaje, sino fruto de varios viajes, lo
que permitió a Flaherty llevar consigo positivadores del negativo para que la
familia pudiera contemplar sus andanzas cinematográficas. Podemos imaginarnos
cuál sería la reacción de los inuit al verse ¡vivos! en la pantalla, a partir
de la graciosa escena en que ante un gramófono, buscan en el sucinto mueble
dónde se esconde la persona diminuta que canta…
Todo en el
documental está al servicio de un conocimiento lo más aproximado posible a la
realidad, y, desde esa perspectiva, las propias personas de la familia, con las
caras castigadas por fríos inhumanos y soles de multiplicado reflejo, son una
muestra antropológica de primerísima importancia. Son como son, de una naturaleza
ajustada al medio más hostil que imaginarse pueda, un pueblo que se extiende
por todo el norte del continente desde Groenlandia hasta Alaska.
Se le ha
reprochado a Flaherty que «el primer documental de la historia del cine»
incluyera una suerte de dramatización mínima, lo que vendría a traicionar la esencia misma del género: ser el
ojo que ve sin implicación ninguna en lo contemplado. Demasiado rigor purista
me parece semejante crítica. Confraternizar con Nanook y convencerlo para
prestarse al proyecto del rodaje de escenas de la supuesta vida familiar —la
mujer de Nanook era en realidad la amante inuk de Flaherty—bien pagado está con
las fantásticas imágenes que consigue Flaherty en esa naturaleza agresiva en la
que probablemente rindan sus vidas los inuits como le sucedió, al parecer, al
propio Nanook. Que el cine, sea documental o no, es montaje e invención a
través de la imagen, sustancia el debate sobre la adecuación o no al género en
cuestión. Recordemos que el cine nace con la salida de los obreros de una
fábrica…
A título personal, siempre recordaré que mi iniciación en la cinefilia está relacionado con dos obras maestras: Hombres de Aran y Avaricia, de Erich von Stroheim. Hombres de Aran, rodada en las islas próximas a Galway, en Irlanda, y a las que miré con avidez desde los célebres acantilados, los Moher —visita obligada para los turistas—, porque me pasaban por la mente escenas de aquella vida durísima de los pescadores y esforzados agricultores de una isla diríase que maldita, y tan agreste, a su manera, como el desierto de hielo de los inuit.
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