sábado, 16 de diciembre de 2023

«Ordet», de Gustaf Molander y «Ordet», de Carl Theodor Dreyer, sin palabras…

 

Título original: Ordet

Año: 1943

Duración: 108 min.

País:  Suecia

Dirección: Gustaf Molander

Guion: Rune Lindström. Obra: Kaj Munk

Reparto: Victor Sjöström; Holger Lowenadler; Rune Lindström; Olle Hilding; Wanda Rothgardt; Gunn Wållgren; Torsten Hillberg; Ludde Gentzel; Inga Landgré; Stig Olin.

Música: Sven Sköld

Fotografía: Gösta Roosling (B&W).

 







Título original: Ordet

Año: 1955

Duración: 125 min.

País: Dinamarca

Dirección: Carl Theodor Dreyer

Guion: Carl Theodor Dreyer. Obra: Kaj Munk

Reparto:  Henrik Malberg; Emil Hass Christensen; Preben Lerdorff Rye; Cay Kristiansen;

Brigitte Federspiel: Ann Elizabeth; Ejner Federspiel; Sylvia Eckhausen;.

Música: Paul Schierbeck

Fotografía: Henning Bendtsen (B&W).

 

 

          El descubrimiento de la primera versión de Ordet, eclipsada por la experiencia trascendental, de imposible crítica, que rodó Dreyer doce años después.

 

Un feliz equívoco en un diálogo con mi querida amiga Amparo, que había visto una película hermosísima, Ordet, y mi reivindicación apasionada de la que he considerado siempre como la mejor película de la historia del cine, nos llevó a la conclusión, inaudita para mí, de que estábamos hablando de dos películas diferentes con el mismo título, algo que me parecía increíble, porque yo solo he conocido, desde siempre, la versión de Dreyer. Subsanada mi ignorancia, he descubierto la primera versión, la de Gustaf Molander, y, ni corto ni perezoso, enseguida me he dicho que la mejor manera de celebrarlo era viendo ambas, una detrás de otra, en un magnífico programa doble que me permitiera, además, ese viejo vicio de las comparaciones odiosas; algo que para un crítico es imperativo hermenéutico insoslayable.

          En este caso, a diferencia de lo que me sucedió el otro día con las dos versiones de una misma historia interpretadas por Dolores del Río y Bette Davis, he seguido el orden cronológico y he visto primero la de Molander y después la de Dreyer. La diferente visión de unos mismos hechos y personajes, el modo como Molander cuenta la historia desde un realismo que acentúa lo que hay en la situación inicial de disparate cómico, el enfrentamiento entre dos sectas religiosas cuya enemistad pone a prueba, como siempre sucede, el enamoramiento de la hija y el hijo de los dos defensores de cada una de ellas: el pietismo extremo y el catolicismo autoritario, marca de forma muy singular cada una de las versiones: más atenta a la narración objetiva y costumbrista la de Molander; más construida desde el interior de los conflictos religiosos y existenciales  la de Dreyer.

          La Ordet de Molander tiene la particularidad, aunque no he leído la obra de Kaj Munk que ambas versiones trasladan a la pantalla, de dar bastante más información sobre los personajes que la obra de Dreyer, porque se nos describen explícitamente las dos crisis de los dos hijos del patriarca, que rige con mano de hierro la familia de agricultores y ganaderos: el ateísmo del primogénito y la crisis de fe del segundogénito, que se prepara para ser pastor de la iglesia. La crisis del segundo se agrava cuando su prometida va a buscarlo a la ciudad y él se niega a recibirla: ella, impactada por dicha negativa, sale a la calle trastornada y, sin percatarse de ello, es atropellada por un coche, lo que le causa la muerte. Con esa muerte sobre su conciencia, Johannes regresa a la casa familiar y se abre ante él un camino de locura mística que le hace considerarse Jesucristo redivivo. El conflicto del tercer hijo, tras su enamoramiento de la hija del sastre rival de secta acaba de trastocar la vida familiar, pero, en ese momento, cuando la nuera del patriarca se pone de parto, todo va a complicarse infinitamente más, porque ella da a luz un niño muerto, que le han de sacar a trozos del útero, y acaba muriendo, para desesperación del patriarca y del marido, y general consternación no solo de la familia, sino también del sastre rival, quien invoca el perdón y la reconciliación y le ofrece a su hija como nuera que sustituya a la recién fallecida. 

            Puede dar la impresión de que el tono sombrío de la gran tragedia es lo que predomina en la película, pero desde el comienzo es el alegre tono costumbrista de la vida en una explotación agraria en la que todos tienen una tarea cotidiana lo que marca el desarrollo de la película. El giro se produce tras las crisis de ambos hermanos. Y los problemas teológicos progresan en parte, también, gracias al enfrentamiento entre los dos viejos, cuya rivalidad recuerda, en parte, a la que en 1952 rodaría Julien Duvivier, Don Camilo, el cura cuya rivalidad con el alcalde comunista don Peppone devino un clásico del cine de humor italiano. Esa perspectiva cómica del choque de los patriarcas no esconde lo mucho en que ambos coinciden, sobre todo en el modo represivo y autoritario como gobernar sus familias, independientemente de la edad que tengan los hijos.

          La película de Molander se ve con placer e interés, sobre todo por el contraste tan marcado con el recuerdo de la de Dreyer, y por el distinto enfoque con que aborda los mismos conflictos, sobre todo el de la fe. La transformación de Johannes es convincente, aunque está muy lejos del misticismo que respira el personaje de Dreyer. Con todo, la escena cumbre de la película, la que da título a la obra y la que justifica toda la historia tiene un poder de contagio emocional que en nada difiere de la de Dreyer, aunque en este la contemplemos como quintaesenciada y envuelta en un halo de misticismo que nos sobrecoge.

          Desde que vi en mi juventud la versión de Dreyer, solo la he revisado un par de veces; ahora, en la senectud, vuelvo a verla y me ocurre exactamente lo mismo que la primera vez: Ordet, «la palabra», me deja sin palabras, exudando pasmo, sentimientos, perplejidad y un amor infinito a la verdad, a la vida, a la palabra creadora y sanadora y a la carne y sangre que nos sostiene. Siempre digo que es la película que más me ha impresionado de cuantas he visto en mi vida. Casi nunca, sin embargo, me siento a hablar de ella con los demás. No puedo. El gran misterio de la presencia crística de Johannes solo me invita al silencio, al respeto y a la reflexión silenciosa que interpela a lo santo, como lo definía Otto Rank, no a lo religioso, aunque reconozco en la fe de Johannes la fe de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz, y en la palabra casi delirante del genial actor Preben Lerdorff Rye percibo el aliento del Cántico espiritual del frailecico abulense nacido en la fuente de la verdad…Y toda la película me sobrecoge como ninguna. Y si tuviera que escoger algunos fotogramas, llevo impresos en la retina de mis ojos cansados la ropa blanca tendida y el viento acariciando las mieses, la mano que detiene el reló para respetar el silencio de la muerte de Inger, la admiración circular de la sobrina de Johannes y su fe sin límites en los extraordinarios poderes de su tío, y, sobre todo, una vez resucitada, en la voracidad del beso de Inger que parece querer devorar a su marido, sintiéndose, finalmente, más vida que nunca. La planificación de las secuencias, las simetrías pictóricas de los encuadres, el estremecedor sonido del viento como única banda sonora de gran parte de la película, la represión de los tiernos amores del hijo menor con la hija del sastre cuando él se levanta y se acerca a su silla para ver la litografía de la resurrección de Lázaro. El conato celoso del ministro que quiere impedir el milagro por un exceso de racionalidad y una total ausencia de fe viva en la palabra de Dios... Recordemos que cuando Johannes pronuncia la palabra desafiante, confiesa a su padre que ha recuperado la razón perdida en el estudio de Kierkegaard y de las Sagradas Escrituras.  

            Y todo esto que reseño atropelladamente en modo alguno hace justicia a la narración sosegada de una realidad mirífica insertada en la más cotidiana de las realidades. Ordet es una celebración de la vida. No hay más. Y los esposos saben que la vida es amor y deseo sexual. De verdad, es imposible tratar de articular un discurso cuando la emoción del recuerdo de la historia y las imágenes y las interpretaciones ajustadas al dolor humano te impiden ver con claridad el milagro que es la propia película, rodada desde la humildad, desde el punto de vista de la humanidad doliente que batalla con fenómenos que la superan, como un mal parto y, sobre todo, la muerte y la orfandad en que nos deja quien velaba por todos los de la casa como una diosa tutelar. La vida tiene un pasar que no es el pasar de las aceleradas narrativas populacheras del cine, sino el más cercano de la respiración trabajosa, del cuerpo que cede a la carrera de la edad y del cuerpo vitalista que con todo puede. Y, sobre todo, en esa cotidianidad trabajadora, la convivencia con el misticismo de quien ve, con toda naturalidad, lo que nadie ve, y exige que se le rinda pleitesía, porque es la presencia de lo sagrado que aspira a compartir nuestras miserias y grandezas. Johannes es un místico, en efecto, y un visionario, y la obra acabada del poder de la fe en aquello que se desea fervientemente con la gracia de la niñez.

          Sí, probablemente para algunos pueda ser cine religioso; para otros, sin embargo, es cine existencial. Y fe y escepticismo conviven sin recelos en un ámbito, como el de la existencia humana, que es, en sí, un prodigio, o un milagro.

 

 

 

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