miércoles, 5 de junio de 2024

«Todo el oro del mundo», de René Clair: la sátira demoledora.

 

La especulación inmobiliaria y el tópico de la oposición campo-ciudad, con la modernidad del adocenamiento televisivo de por medio…

 

Título original: Tout l'or du monde

Año: 1961

Duración: 85 min.

País: Francia

Dirección: René Clair

Guion: René Clair, Jacques Rémy, Jean Marsan

Reparto: Bourvil; Alfred Adam; Philippe Noiret; Claude Rich; Colette Castel; Annie Fratellini

Música: Georges Van Parys

Fotografía: Pierre Petit.

 

          Muy avanzada a su tiempo, la crítica demoledora de René Clair a la arrasadora especulación inmobiliaria bien puede decirse que no ha perdido ni un ápice de actualidad, porque los fundamentos de tan agresivo negocio siguen siendo los mismos y están plenamente operativos. A su manera, esta película de Clair recuerda no poco aquella película rodada en estado de gracia que fue Los jueves, milagro, de José Luis Berlanga; si bien aquí las aguas termales solo son una parte del proyecto especulativo, aunque importante, sin duda.

          El planteamiento empresarial es ingenioso: tras unas imágenes iniciales de del caos circulatorio de París, y de las grandes ciudades en general, unas imágenes que recuerdan mucho a Jacques Tati,  descubrir un pueblecito francés, en el mítico «sur», cuyos habitantes hayan muerto todos con más de noventa años de edad, para comprar todos los terrenos y edificar una nueva villa, con torres de pisos, en un entorno saludable y centrando el mensaje en que son las aguas de una fuente comunal las responsables de la longevidad de los habitantes.

          La pericia de René Clair es muy digna de nota, porque las gestiones de los especuladores tienen un ritmo endiablado, dado que la empresa necesita reunir todas las firmas de todos los habitantes para tener el control total del proyecto, al que se suman con entusiasmo autoridades y vecinos…, ¡excepto uno! Y aquí tenemos, como muestra de gran sabiduría narrativa, la vieja situación de la irreductible aldea gala que, esta vez, en lugar de oponerse a los romanos, lo hará a los especuladores inmobiliarios. El protagonista es un aldeano radicalmente apegado a sus tierras que no quiere ni oír hablar de vender, porque han sido, desde que las heredó de sus antepasados, la razón de ser de su vida. De forma accidental y con no poca gracia, por cierto, la propia del humor negro, el labriego, que se ha defendido de los acosadores con su escopeta de cartuchos de sal, cuyo uso, tan gracioso, nos remite a lo mejor del cine mudo, muere y deja, como heredero universal,  a su hijo, a quien el padre detestaba, tan atrabiliario como falto de luces. Los promotores creen que lo podrán convencer con facilidad. Pero la presión se complica y se tuercen los designios de los especuladores, porque el hijo se reconoce en deuda con su padre y no quiere dar un paso que contraríe su voluntad de resistirse a vender.

          Clair explota muy hábilmente lo que mucho tiempo después será algo común en los usos populistas televisivos: la burla urbanita del atávico mundo rural. Y por aquí emerge un tema clásico: el enfrentamiento entre el campo y la ciudad, que Antonio de Guevara convirtió en un clásico de nuestras letras: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, y que ha pervivido desde Horacio a nuestros días. La televisión, como fenómeno de masas, adquiere en la película un protagonista que se adelanta a una obra tan triste como Ginger y Fred, de Fellini, por ejemplo.

          Los aficionados al cine francés, yo entre ellos, por supuesto, podemos disfrutar con dos actores muy distintos: Bourvil y Philippe Noiret. Bourvil hace los dos papeles: padre e hijo que se resisten a vender; Noiret, por su parte, en la película en que más joven lo he visto,  borda el papel de cínico y desalmado especulador inmobiliario que se mueve por el pueblo casi como los «hombres de negro» lo hicieron en la Grecia en quiebra, si bien la perspectiva de  la villa de la longuevie permite unas bondades que solo esconden la privatización de lo que hasta su llegada ha sido un bien común: la fuente de agua que, aun a pesar de estar en el terreno de quienes se niegan a vender, padre y luego hijo, en la publicidad de la promoción se la hace responsable de la longevidad de los vecinos del pueblo.

          Como se aprecia, estamos en presencia de una película costumbrista que, sin embargo, va bastante más allá del mero entretenimiento, porque el retrato resultante de la sociedad que nos traslada René Clair no es un espectáculo grato a los ojos de nadie, por más que el ritmo desenfrenado de la historia contribuya a reforzar el tono de comedia: la sátira moral de la miseria humana predomina, por suerte para los espectadores, sobre la anécdota, lo cual se resume, fílmicamente, en un curioso desenlace y en unas secuencias finales auténticamente magistrales. Al fin y al cabo, Todo el oro del mundo, es una obra de madurez, muy cerca ya del final de su carrera, y eso se aprecia en el magnífico ritmo con que narra Clair la historia, llena de momentos muy afortunados, en gran parte debidos a la soberbia actuación desdoblada de Bourvil, quien «compone» las personalidades enfrentadas de padre e hijo con recursos del inmenso actor que fue siempre.

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