lunes, 29 de febrero de 2016

“Fuego en las calles”, de Roy Ward Baker, una efectiva película de tesis contra el racismo.




La vertiente social del cine inglés: Fuego en las calles, de Roy Ward Baker: un duelo interpretativo entre John Mills y Brenda de Banzie.

 Título original: Flame in the Streets
Año: 1961
Duración: 93 min.
País: Reino Unido
Director: Roy Ward Baker
Guión: Ted Willis
Música: Philip Green
Fotografía: Christopher Challis
Reparto: John Mills, Sylvia Syms, Brenda De Banzie, Earl Cameron, Johnny Sekka, Ann Lynn, Wilfrid Brambell, Meredith Edwards, Newton Blick, Glyn Houston, Barbara Windsor

          No hace mucho critiqué otra película de Roy Ward Baker, Las manos del destripador, una variación sobre la historia de Jack el Destripador, un cineasta del que recordaba con delectación la excelente y turbadora, para un adolescente como yo era cuando la vi, El Dr. Jeckyll y su hermana Hyde, y, por esa apoteosis de  los azares, ando viendo estos días Niebla en el alma, con una sorprendente  Marilyn Monroe y un eficacísimo, como siempre, Richard Windmark, tras haber visto la presente Fuego en las calles, lo cual me permite sugerir que Ward Baker, tenido hasta el presente por un artesano, escorado básicamente hacia la ficción de terror, sobre todo de tipo psicológico, es un autor al que debería prestársele una más digna atención crítica. Fuego en las calles no es una película pretenciosa, desde el punto de vista de la realización o del de la puesta en escena, porque el conflicto racial que ilustra es de una naturaleza tan estremecedora que no parece dispuesto, el director, a desviar ni lo más mínimo la atención del espectador hacia unos valores fílmicos que puedan oscurecer dicho conflicto. El planteamiento y el nudo son de manual: un dirigente sindicalista está dispuesto a ofrecer el puesto de capataz a un negro, y ha de enfrentarse a la negativa racista de sus compañeros de sindicato, lo cual hace en una reunión sindical en la que “noquea” dialécticamente a sus adversarios, saliéndose con la suya. Ahora bien, apenas ha acabado su sólida defensa de la integración racial, le llega la noticia de que su hija se quiere casar con un negro, lo que tiene desesperada a su esposa, quien ha sido víctima de un shock realmente traumático cuando su hija le ha revelado cuáles eran sus planes de boda. A raíz de ese conflicto se desenmascara el verdadero conflicto subyacente: el del fracaso de la relación entre los padres, con él, un soberbio John Mills, viviendo casi exclusivamente para el sindicato y para ayudar a los demás, y ella, una excepcional Brenda de Banzie, convertida en, como dice ella, “un mueble más de la casa”. Hay en la película una escena con una conversación “de dormitorio” realmente estremecedora: precisamente aquella en la que el marido descubre, horrorizado, la terrible responsabilidad de no haberse dado ni cuenta del malestar que se iba adueñando de su mujer hasta convertirla en una mujer fracasada y, hasta cierto punto, resentida. La vida toda de esa mujer abnegada ha sido su hija, quien, en un barrio obrero, ha hecho carrera y se ha convertido en maestra. Las expectativas que la madre ha forjado sobre el futuro de su hija se derrumban tras oír de quién dice estar enamorada. La trama de la película se desarrolla a lo largo de un día, concretamente el 5 de noviembre, cuando se celebra la festividad de Guy Fawkes, noche en que Londres se llena de hogueras que recuerdan la intención del magnicida,  que fue voluntario católico en los tercios de Flandes españoles, por cierto…- de querer volar el Parlamento británico, con el gobierno dentro, para conseguir sus fines, entre los cuales figuraba en lugar destacado la reivindicación de la libertad religiosa. La película refleja una situación social de finales de los 50 y principios de los 60 con una dureza extrema, como se advierte en el “asco” evidente que le produce a la madre el saber que su hija tiene relaciones con un negro: poco menos que los matrimonios interraciales estaban condenados a la segregación social y habían de escoger entre esa unión y vivir en el gueto o reintegrarse, las mujeres blancas, a su mundo de blancos y disfrutar de sus privilegios. La apuesta ética del director es inequívoca y de ahí que la película se constituya en una suerte de referente de la lucha contra la segregación racial en Gran Bretaña y, por extensión, en todo el mundo, puesto que ese conflicto sigue siendo, lamentablemente, un problema universal, a pesar de cuanto se ha avanzado en ese terreno. Hay un potente realismo en la puesta en escena que pretende estrechar el vínculo entre ideología y acción, de tal manera que los espacios nos sugieren, enseguida, cierta “opresión” material que condiciona la vida de los personajes, como el hecho del aseo del protagonista, mediante una jofaina, cuando vuelve de trabajar y se arregla antes de cenar y de marchar a la reunión sindical, porque en el distanciamiento de los esposos subyace la frustración de la mujer de no poseer “un cuarto de baño”, algo sobre cuya importancia es incapaz de pensar con claridad el protagonista, de ahí que sea el padre, que vive con ellos, quien se lo haga ver: para su mujer el cuarto de baño es tan esencial como para él su dedicación sindical. Esa desviación argumental hacia la invisibilidad de la mujer “ama de casa” enriquece notablemente la película y consigue, como he dicho antes, la mejor escena de la película, ese dramático momento de las confidencias en que, Pisuerga y Valladolid…, se abren hasta el máximo sufrimiento posible las viejas heridas enconadas y nunca cicatrizadas. No digo nada de cómo se resuelve la película porque es de una sutileza admirable y de una emoción logradísima… ¡Que la disfruten! 
P.S. Me parece una película que debería proyectarse en las escuelas… Nada que ver, por cierto, con esa meliflua y hasta cierto punto edulcorada Adivina quién viene [a cenar] esta noche 

sábado, 27 de febrero de 2016

“La juventud”: Paolo Sorrentino renueva laureles.




El extraño campo de concentración filmado por Paolo Sorrentino: La juventud o un inédito círculo del infierno. 
Título original: La giovinezza
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: Italia
Director: Paolo Sorrentino
Guión: Paolo Sorrentino
Música: David Lang
Fotografía: Luca Bigazzi
Reparto: Michael Caine, Harvey Keitel, Rachel Weisz, Paul Dano, Jane Fonda, Tom Lipinski, Poppy Corby-Tuech, Madalina Diana Ghenea, Emilia Jones, Mark Kozelek, Rebecca Calder, Anabel Kutay, Ian Keir Attard, Roly Serrano


            La gran belleza le había puesto muy difícil a Paolo Sorrentino superarse o, al menos, igualar la calidad de esa joya cinematográfica que tanto nos sorprendió a quienes no lo conocíamos hasta entonces, aunque ya hubiera rodado películas como Un lugar donde quedarse, que vi con posterioridad,  con un Sean Penn excelente en un divertido disparate gozoso, o Il Divo, que aún no he tenido ocasión de ver. Esperaba La juventud con verdadera expectación, porque, una vez elevado el listón a la altura que lo puso La gran belleza, o nos entregaba otra obra igual de extraordinaria o una obra que acaso iniciara su declive, porque el arte tiene esas cosas, y en el cine sucede con mayor frecuencia: del todo a la nada, sin apeaderos intermedios. Salí del cine no tan encantado como con La gran belleza, pero convencido de haber visto una película extraordinaria. La visión reciente de Langosta, de Yorgos Lanthimos, con una situación de partida muy parecida, la vida en un hotel, aunque con un desarrollo temático que nada tiene que ver con el de La juventud, vuelve inevitable la comparación entre ambas, lo que, curiosamente, no perjudica a ninguna de ellas. Visualmente, tan impactante es una como la otra. Hay, sobre todo en La juventud, una visión del balneario de lujo como una suerte de paradójico  campo de concentración donde se cumplen disciplinadamente ritos cuyo carácter autoimpuesto no le priva del sometimiento, de la renuncia a todo lo que no sea el desesperado intento de retener un hálito de vida al que agarrarse antes de la destrucción final. Que el actor protagonizado por Paul Dano se aloje en el balneario para preparar su papel de Adolf Hitler permite, sin duda, esa visión del balneario como el paradójico campo de concentración que acabo de exponer. Hay una suerte de vida coreográfica en los residentes que refuerza esta idea y que permite distinguir, contra la anodina vida de supervivencia de los “campistas”, algunas historias personales que se destacan, si acaso, por su lobreguez no exenta de un marcado humor no menos lúgubre, hasta desembocar en la tragedia pura y dura. Ahí está el caso, por ejemplo, de un Maradona con Marx tatuado en la espalda e incapaz de dar un paso sin la bombona de oxígeno; pero hábil, incluso en la decrepitud, para “patear” una bola de tenis en una escena inolvidable… Ese espacio impoluto, donde la memoria guarda tantas ofensas como malentendidos, bien pudiera entenderse, también, y no menos paradójicamente, como otro círculo del infierno dantesco, o, en su defecto, como un purgatorio de donde se puede salir en dos direcciones: hacia la asunción de la propia historia o hacia la negación total de ella. Dejo en el aire cuál sea el destino de unos y otros personajes, porque ello afecta al disfrute de la contemplación de la película; pero en nada arruina su contemplación el hecho de que destaque el sentido del humor tan sajón que aparece en la película, muy lejos, por supuesto, del latino de La gran belleza. Los dos protagonistas esenciales, Caine y Keitel, van desgranando a lo largo de la película una visión de la realidad y de la vida, tanto de su presente como de su pasado, son amigos desde la juventud, de signo opuesto. La resignación miedosa de Caine, director de orquesta y compositor retirado y la vitalidad císnica de Keitel, un director de cine que ultima el guion de su última película en compañía de unos guionistas jóvenes con quienes nos ofrece hilarantes escenas, se convierten en un juego de contrastes que atraviesa la película con un sentido de la amistad y del humor de honda raigambre sterniana. Hasta ese presente han sido consuegros: la hija de Caine está casada con el hijo de Keitel, si bien en el presente de la película tiene lugar la separación entre ambos, un suceso que, sin llegar a tener carácter protagonista, es un complemento argumental importante. La entrevista de Keitel con su hijo, más la irrupción, en forma de vídeo musical abracadabrante, de su nueva compañera, una cantante famosa, da el tono de buena parte de las escenas de la película. Hay, sí, un canto nostálgico de la belleza perdida, de la juventud huida, de la vida pletórica que no ha de volver; pero esa tonalidad oscura de las postrimerías no logra dominar el tono general de la película, y ello gracias a la ironía desde la que todo se contempla. La puesta en escena en el balneario de lujo, una suerte de resort absoluto, con una masajista danzarina que habla con las manos, en un papel cuya fascinación supera con creces la ya famosa irrupción de la belleza absoluta en la piscina probática donde los dos viejos la ven entrar como una aparición mitológica -que es el cartel anunciador de la película, por cierto-, y los alrededores de la misma, una naturaleza de alta montaña en la que el retirado director es capaz de descubrir los puros sonidos de la naturaleza que forman la gran sinfonía que asegura la coherencia y la cohesión del mundo, contrastan con el inexistente júbilo de los silenciosos clientes, reclusos obedientes de un ballet hasta cierto punto humillante. La irrupción en ese ámbito del sosiego de la actriz para quien escribía el viejo director su papel supone un vendaval de vida, pasión y realismo que Jane Fonda sabe interpretar con una fuerza, con un vigor, con una crueldad solo comparable a los de la gran Bette Davies de La loba o a la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses, a quienes parece rendir homenaje con la caracterización de su personaje. La película tiene una belleza distinta de la de La gran belleza, aunque en ambas se identifique con la mujer, si bien esa plenitud peque, a mi entender de cierta superficialidad, porque se asocia estrictamente con el periodo de plenitud vital encarnado en un cuerpo joven. Hay rendidos admiradores de la juventud, sin duda, y ella misma se convirtió, en mala hora, en concepto que ha acabado dominando incluso las relaciones de poder en el seno de la sociedad, como puede advertirse por la efebocracia que incluso se ha extendido a un campo, el de la política, donde aún la vejez, por la experiencia, disfrutaba de una posición de privilegio. El privilegio de los viejos no puede ser exclusivamente la ironía, ni el sarcasmo, ni, por supuesto, la nostalgia, y algo de ello, de esa rebelión, parece indicarse con el sorprendente final de la película. En todo caso, La juventud es una obra que no puede dejar de verse. A mi hija, que la habita, la juventud, le ha encantado. No digo más.

miércoles, 24 de febrero de 2016

El cine de artistas: John Wayne y Vera Ralston en “Incidente en Dakota”.


                          


Una comedia de feliz ver: Incidente en  Dakota, del artesano Joseph Kane, con un dúo inspirado: John Wayne y Vera Ralston


Título original: Dakota
Año: 1945
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Director: Joseph Kane
Guión: Lawrence Hazard, Howard Estabrook (Historia: Carl Foreman)
Fotografía: Jack A. Marta (B&W)
Reparto: John Wayne, Vera Ralston, Walter Brennan, Ward Bond, Mike Mazurki, Paul Fix, Ona Munson, Olive Blakeney, Hugo Haas, Nick Stewart, Grant Withers, Bill Wolfe, Robert Livingston, Fred Aldrich, Jack La Rue, Selmer Jackson, Roy Barcroft

            Siempre es sorprendente la facilidad con que la industria cinematográfica americana consigue sacar adelante proyectos a los que apenas les basta bien un guión curioso, bien unos intérpretes magistrales, bien un director artesano para hacer un producto de impecable factura que consigue captar ese bien tan preciado que es el interés de los espectadores y mantenerlo durante todo el metraje. Eso sucede con Incidente en Dakota, una película de la que podría decirse, en principio, que tiene todas las papeletas para ser absolutamente irrelevante, pero en la que un par de excelentes actores, así como la pericia de un hábil artesano, consiguen crear una película muy digna de ser vista y paladeada, porque, aquí y allá, en diferentes secuencias y planos, incluso tiene momentos de cine muy logrado. Si además aparece un secundario de lujo como Walter Brennan, la cosa se pone incluso estupenda. La anécdota de la película parte de un matrimonio a espaldas del padre de la novia, quien se empeña en detener a su hija, apalear al marido “ladrón” y reintegrar a su hija al hogar familiar. El tono de comedia ligera que tiene la película, al que se adaptan con una actuación ejemplar Wayne y Ralston, permite ir siguiendo la floja peripecia argumental de la misma, que gira en torno a la inversión que el matrimonio quiere hacer en terrenos que se revalorizarán, por las expropiaciones correspondientes, con la próxima llegada del ferrocarril, del que es propietario el padre de la novia. Tras el encuentro con los malvados de rigor que quieren adelantarse a la compra de terrenos mediante engaños y coacciones, la situación tiene un desenlace que sube muchos enteros la calidad de la película, sobre todo por las imágenes nocturnas espectaculares de las cosechas incendiadas. Hay, en toda la película, una naturalidad en la realización que recuerda mucho la del gran mago de la misma que fue John Ford, esa apariencia de que no pasa nada, de que todo es trivial, cotidiano, y, sin embargo, se están ventilando asuntos muy serios, sean éticos, políticos o psicológicos. A ese respecto, la entrevista/seducción entre la “vampiresa” del salón y John Wayne es ejemplar. Es cierto que la anécdota de la que parte el argumento es relativamente floja, que hay alguna confusión en el desarrollo de la trama, con espectaculares cambios de propiedad de los dineros y del contrato de propiedad de los terrenos que los campesinos le han malvendido al ventajista de turno, pero, en resumen, la película sabe resolver esas carencias, sobre todo con la presencia contundente de la pareja protagonista. La Wikipedia recoge una anécdota de Vera Ralston muy ilustrativa de su carácter: Later that season, she competed at the 1936 Winter Olympics, where she placed 17th. During the games, she personally met and insulted Adolf Hitler. Hitler asked her if she would like to "skate for the swastika." As she later recalled, "I looked him right in the eye, and said that I'd rather skate on the swastika. The Führer was furious." Buenos mimbres, en efecto, para devenir una star de Hollywood.


jueves, 18 de febrero de 2016

Un polar extrañamente sentimental de Claude Sautet: "A todo riesgo".


               


A todo riesgo: Claude Sautet o la delicadeza de los matices. 


Título original: Classe tous risques
Año: 1960
Duración: 107 min.
País: Francia
Director: Claude Sautet
Guión: Claude Sautet, Pascal Jardin (Novela: José Giovanni)
Música: Georges Delerue
Fotografía: Ghislain Cloquet
Reparto: Jean-Paul Belmondo, Lino Ventura, Sandra Milo, Marcel Dalio, Jacques Dacqmine, Michel Ardan, France Asselin, Claude Cerval, Evelyne Ker, Charles Blavette


            A pesar de ser su segunda película, Claude Sautet rodó un polar que si no alcanza la majestuosidad de otras obras cumbres del género, como El samurai, de Melville, o Rififí, de Jules Dassin, sí que raya a suficiente altura como para verla con creciente interés y satisfecha sorpresa, porque Sautet, que basa su reputación en la creación de atmósferas y en los matizados dibujos de sus personajes, usualmente retraídos y poco sociables, como en la deliciosa Nelly y el señor Arnaud, la áspera Un corazón en invierno o la americanizada Max y los chatarreros, pero siempre predispuestos a la intensa vivencia de los sentimientos, nos ofrece el retrato de un maleante, casado y con dos hijos, con quienes quiere pasar de Italia, donde, si le detienen, le espera la condena a muerte, a Francia, donde sus viejos camaradas de aventuras delictivas, ahora relativamente apartados de ellas, pueden esconderlo. La película se plantea como una huida permanente, con lo que ello tiene de angustioso para el espectador, pues desde el inicio, en que los esposos se separan para reunirse en San Remo, después de que el protagonista y un colega y amigo den un último golpe en suelo italiano que los provea de fondos, el ritmo de los contratiempos se sucede con un ritmo trágico inapelable. Si espectacular y sin tregua es la huida de los dos delincuentes de los carabinieri hasta que por vía marítima pasan de Italia a Francia, la película da un giro aún más tenebroso, pues al llegar a la orilla son sorprendidos por una pareja de gendarmes con quienes mantienen un cruce de disparos que acaba con la vida de los policías,  pero también con las de la esposa y del amigo. La acción paralela del estrechamiento del cerco policial sobre el protagonista, quien ha de renunciar a caminar junto a sus hijos por la calle para no ser identificado, hasta que halla una pensión donde instalarse y desde donde “exigir” a sus antiguos compinches que lo saquen de ese lugar y lo lleven a París, aumenta la tensión exponencialmente. No hay plano en el que no se insinúe un peligro de incierto y temible resultado, porque el protagonista es hombre de gatillo fácil y aunque la protección de sus hijos es, para él, un valor superior, no duda ni un segundo en hacer frente a cualquier intento de captura. La irrupción en escena de Jean Paul Belmondo, bajo disfraz de conductor de ambulancia contratado por los colegas parisinos del protagonista para sacarlo de su inconsistente guarida eleva el tono deprimente de la cinta hasta ese momento y dota a la película de una dimensión ética, y de un acercamiento entre ambos hombres, que progresa poco a poco hacia la amistad y la lealtad del joven hampón, quien, a mitad de camino auxilia a una joven actriz en problemas y la suma a la expedición a París. La estructura básica de la película, la huida, sigue fielmente hasta el final, aunque los hijos han quedado instalados en casa de un amigo de su padre, quien por amor a la memoria del padre se encargará de ellos. Es evidente, desde la primera reunión con sus antiguos camaradas, que su aparición en París supone un compromiso para todos ellos, menos para quien entre ellos no ha logrado “instalarse” en el establishment y, sin embargo, se pone incondicionalmente a su disposición. La trama se centra en la progresión del estrechamiento del cerco policial sobre su persona; pero se añade una nueva: la traición de sus antiguos compinches. Aunque la acción en ningún momento se vuelve vertiginosa, como sí sucede en el principio de la película, la soberbia interpretación de un Lino Ventura nacido, diríase, para ese tipo de papeles, que tan a menudo interpretó en su carrera, consigue trasladar al espectador el peligro evidente en que vive de forma permanente y la incertidumbre radical sobre sus posibilidades de huir a Suiza. Poco a poco va llegando a la convicción del esfuerzo inútil de su escapada y del costo enorme en vidas humanas que ha tenido su huida. Y ahí, en el final, es donde se le puede hacer un serio reparo al director, porque el final de la película de ninguna de las maneras está a la altura del resto de ella, la desmerece completamente y deja en los espectadores la sensación bien de no haber podido dominar el metraje de la película, como si se le hubiera ido de las manos el desarrollo de la historia, bien de precipitación inexcusable, bien de auténtica falta de imaginación para coronar lo que, con otro final, hubiera ganado mucho más de lo que la película ya en sí vale. Los diálogos, la puesta en escena y, sobre todo, un espectacular blanco y negro, además de unas secuencias urbanas magníficas, hacen muy recomendable la visión de esta película de un autor maestro en la descripción de los sentimientos, porque la rareza de este polar de Sautet radica, bien curiosamente, en haber privilegiado la vida emocional del protagonista, quien pasa, en un tris de derrumbarse, por dos dolorosas experiencias en apenas unos días: la muerte de su mujer en la refriega con la policía y el forzoso abandono de sus dos hijos para que puedan tener el futuro que él no puede darles. Estoy convencido de que los espectadores que sigan mi consejo, me lo agradecerán. A veces conviene ir al rescate de películas con tanta solidez argumental, estética y humana como esta de Claude Sautet.

miércoles, 10 de febrero de 2016

José Luis Guerín: “La academia de las musas” o la imagen del deseo y la palabra.




El desafío de Guerín: el cine de la palabra: La academia de las musas.
  
Título original: La academia de las musas
Año: 2015
Duración: 92 min.
País: España
Director: José Luis Guerín
Guión: José Luis Guerín
Fotografía: José Luis Guerín
Reparto: Raffaele Pinto, Emanuela Forgetta, Rosa Delor Muns, Mireia Iniesta, Patricia Gil, Carolina LLacher, Juan Rubiño, Giulia Fedrigo, Giovanni Masia, Gavino Arca.


           Es muy probable que el cine de José Luis Guerin no llegue jamás al público mayoritario, y menos aún a los Premios Goya para cuyos dadores es posible que Guerín no tenga actualmente más entidad que la sombra o la extrañeza prosodemática de una duda ¿Guequién?, a pesar de haberle concedido en el pasado un Goya por esa maravilla documental que es En construcción, porque, si no, no se explica que una obra como esta, tan osada como original, divertida y polémica, haya pasado desapercibida para los miembros de la Academia del Cine. Los cinéfilos, sin embargo, aguardan cada obra suya como se han aguardado siempre las de Víctor Érice o como en Francia se han esperado las de Bresson, Godard o Rohmer, autor, este último, con el que me parece que Guerín tiene no pocos puntos de contacto, y el principal la veneración por el discurso, por la capacidad creadora de la palabra. De hecho, mientras seguía -porque La Academia de las musas es una película que se ha de seguir con una exigente concentración intelectual- un discurso filológico y existencial en que los juegos de máscaras suplantaban la verdadera vida que pugnaba por imponerse a ellos, no hacía más que pensar en aquella incomprendida película de Rohmer, El romance de Astrea y Celadón, cuyo tema principal es la fidelidad, y de la que el inefable Carlos Boyero escribió en su crítica: "Un insoportable bla, bla, bla entre cursis pastorcillos medievales".  ¡No quiero ni imaginar qué crítica hubiera hecho de La academia de las musas!  Esta película puede entenderse como la variante académica de aquel poeta y filosofo marroquí de En construcción. Y todo lo que allí era intuición genuina, de raíz popular, es en La academia de las musas, a través del protagonista, Rafaelle Pinto, profesor de la UB, y del seminario que imparte, y que da título a la película, alta cultura elaborada, un discurso que, pretendiendo hundir sus razones en la cultura clásica y en la naturaleza se nos acaba apareciendo como una coartada para determinadas experiencias humanas comunes que tienen el amor, la fidelidad y la poesía como ejes centrales. La película se inicia como un documental, a partir de las discusiones que la poesía, el deseo, el amor y la transformación de la mujer en musa provoca en el seminario conducido por el profesor Pinto, aunque dicho seminario haya sido idea de una alumna italiana con quien el profesor tiene una relación privilegiada. De hecho, la película podría haberse titulado El profesor y las musas, y ser una ficción -algo que no queda claro, después de haber visto la película, por cierto-, dada la complejidad de la historia en la que también participa su mujer en la vida real, Rosa Delor, con quien comparte, acaso, las mejores secuencias de la película, ya que, frente al discurso exquisito y abstracto del profesor, la mujer representa algo así como el revés de la trama, lo material, lo concreto, la verdad frente a la impostura. Se oponen, en las figuras de ambos, la del poeta y la de la crítica literaria, de ahí que el discurso de la mujer, una auténtica crítica textual del marido, vaya deslizándose, sobre todo de la mitad de la cinta en adelante, hacia el análisis implacable de su relación de pareja, una relación que se ve afectada por la peculiar relación que tiene el profesor con sus musas, que no excluyen viajes-escapada ni infidelidades matrimoniales. Dada la densidad de la exposición académica y la resistencia crítica que el profesor encuentra en sus alumnas, le cuesta trabajo al espectador retener todos los planteamientos que se le ofrecen, si bien no tarda en deducir todo lo que de banal hay en una abstrusa especulación sobre el deseo, la poesía, el amor y la función de la mujer como musa, como muy pronto se encarga de remarcar la mujer del profesor, que parece un personaje construido para que el espectador se identifique con él y pueda relativizar aquel asfixiante caudal de citas clásicas que amenaza con reducirlo a la más palmaria ignorancia, sobre todo si no es un frecuentador de la literatura clásica. El tema central de la película es la nueva concepción de la mujer que propone Pinto a partir del proceso de transformación de la mujer concreta en musa poética, una metamorfosis que ésta ha de revertir para poder empujar al hombre a una nueva concepción de ella en la que se supere la concepción medieval planteada por el dolce stil nuevo de Dante, entre otros, y por la poesía provenzal: la mujer como un ser deseadamente inalcanzable y el matrimonio como la tumba del amor, que únicamente podría prosperar en el campo del adulterio, algo, esto último, que el profesor Pinto cumple al pie de la letra. La minúscula trama, no obstante, pudiera parecerle insulsa o aburrida a no pocos espectadores, pero la grandeza de esta obra de Guerín radica, esencialmente, en la manera como nos la ofrece, porque la selección de encuadres en los planos, la selección de los espacios e incluso la reiteración en la filmación a través de superficies acristaladas, además de la situación de los conversadores en la escena, como la magnífica composición del matrimonio Pinto-Delor con ella en primer plano mirando por la ventana y su marido en segundo plano, oyéndola desde una lejanía cansada, sufriendo las recriminaciones de quien, desde la madurez, amonesta al viejo-joven barroco incapaz de ver el ridículo de su situación, por más que la enaltezca con los ropajes suntuosos de la poesía, el deseo y la libertad. Salvo las escenas en Cerdeña, en las que el profesor y la alumna privilegiada aparecen con un poeta, en la investigación eco-antropológica de la alumna, quien busca grabar la verdadera palpitación de la naturaleza, una suerte de remedo de la música de las esferas pitagórica con que arranca la película en un aula de la Universidad de Barcelona, en todas las escenas de la película aparecen dos personas hablando sobre los temas esenciales tratados en el seminario. La variación de espacios y de encuadres, además de las muchas facetas del discurso que encarnan los personajes, nos acercan a un reducido grupo de personajes de quienes acabamos conociendo una intimidad que se ve afectada por el seminario en el que participan. Los hombres del seminario son meros figurantes, con menos relieve que el de una cañería de PVC, de ahí que el profesor Pinto acabe convertido en algo así como un Sátiro, como el Gran Buco al que la corte de admiradoras/ninfas  rinde pleitesía, excepto su propia mujer, quien, por cierto, es protagonista de uno de los mejores diálogos de la película cuando se “enfrenta” a una alumna, que también lo ha sido suya, a cuenta del viaje infiel que hizo con su marido a Nápoles, patria chica del profesor. La visión cinematográfica de Guerín, tan singular, se encuadra, sin embargo, en una tradición que tiene sus predecesores, Víctor Érice, pero también sucesores, porque autores como Jaime Rosales o, más recientemente, Fernando Franco son prueba irrefutable de la buena salud del auténtico cine, el que construye su lenguaje plano a plano, secuencia a secuencia, con una congruencia que, como ocurre en La academia de las musas, acaba maravillando al espectador. He de confesar que habiendo sido alumno de Filología en esas aulas de la UB mi predisposición hacia la película no puede ser más favorable, pero no olvido que en ese espacio también hube de sufrir la docencia de verdaderos enemigos de lo literario. Es sorprendente que, con un tema tan en principio abstruso, la película tenga un ritmo tan relativamente vivace, algo a lo que contribuye la brevedad de las escenas, separadas por rótulos con la mera indicación temporal, y, sobre todo, las dos salidas exteriores: Cerdeña y Nápoles, el lago del Averno y la gruta de la sibila. Todas las secuencias de Cerdeña, aun teñidas del carácter documental que le imprime a la visita la investigación de una de las alumnas de Rafaelle Pinto, tienen un encanto especial, sobre todo la afirmación de que en el sardo no existe la palabra amore, que eso es “una invención de los italianos”. Como se advierte, pues, los alicientes para ir a ver La academia de las musas no son solo propios para filólogos, sino para todos aquellos espectadores que reconocen, desde el primer plano, la especificidad apasionante del lenguaje cinematográfico y que, además, tienen la mínima sensibilidad estética que el planteamiento cultural de la película exige de ellos. Si concluyo diciendo que es un thriller de ideas en el que todos los personajes aparecen enmascarados quizás se me entienda cabalmente. No quiero dejar de mencionar la conmovedora entrevista entre la poetisa, interpretada excepcionalmente por Carolina Llacher, y el profesor, quien realiza una crítica despiadada de las poesías que la participante en el seminario le ha presentado para recabar su opinión. Se trata de una situación muy común y a la que cuesta sobrevivir cuando el poeta o la poetisa están convencidos de que el crítico vive de espaldas a las corrientes renovadoras y solo valora los grandes hitos sólidamente establecidos. Con todo, hay un aspecto que conviene retener: la oposición entre sentimiento y expresión, porque sin la segunda difícilmente puede valorarse el valor de algo tan común a todos los seres. La individualidad del sentimiento solo se consigue a través de la expresión: estamos hechos de la materia de las palabras, y esto sirve para todos los personajes de la película, pero no para la película, cuyo discurso está hecho de luces, sombras y  sonidos, unos articulados y otros muchos no.
P.S. Un viejo conocido de mi conjunta y mío ha actuado como extra en la película, si bien le sacan un primer plano muy expresivo en el aula de la Facultad. Como hemos hecho juntos recientemente un viaje, nos ha puesto en antecedentes de la historia real de su profesor de italiano, con quien ha compartido muchas lecturas y experiencias. No nos ha dado, sin embargo, ninguna clave que no esté al alcance de cualquier espectador.

domingo, 7 de febrero de 2016

“Carol”, de Todd Haynes.


                         

En brazos de la mujer madura… y rica: Carol, de Todd Haynes, una evocación autobiográfica de Patricia Highsmith.
 Título original: Carol
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: Reino Unido
Director: Todd Haynes
Guión: Phyllis Nagy (Novela: Patricia Highsmith)
Música: Carter Burwell
Fotografía: Edward Lachman
Reparto: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler, Jake Lacy, Cory Michael Smith, Carrie Brownstein, John Magard, Kevin Crowley, Gielreath, Ryan Wesley Gilreath, Trent Rowland, Jim Dougherty, Douglas Scott Sorenson, Nik Pajic.


                             El director de la extraordinaria Lejos del cielo lo fue también de la plúmbea serie televisiva Mildred Pierce, y ahora nos entrega esta película, Carol, basada en una obra autobiográfica de Patricia Highsmith, quien, sin duda, ha tenido mucha mejor fortuna en las adaptaciones literarias de sus obras de intriga, como bien reconocerán quienes aún tengan en la memoria visual Extraños en un tren, A pleno sol o El amigo americano, por poner tres ejemplos muy distintos de tres directores excepcionales. Es verdad que también ha sido muy mal adaptada, como ocurrió con la deleznable Las dos caras de enero de Hossein Amini o la mediocre El talento de Mr. Ripley, de Anthony Minghella. Lejos de los thrillers habituales a que han dado pie las adaptaciones de sus obras, Todd Haynes ha escogido una novela autobiográfica de Highsmith, El precio de la sal, y ha rodado una historia de seducción amorosa lésbica con una puesta en escena preciosista en la que la fidelísima recreación de la época, los años 50, potencia el aire de gran melodrama al estilo de los que Douglas Sirk rodó entonces, sin que, a mi juicio, pueda considerarse a Sirk un referente de Haynes para el rodaje de Carol. Más me ha venido a la memoria la amistad pseudolésbica de Jane Fonda y Vanessa Redgrave en Julia, de Zinneman, también basada en una obra autobiográfica, en este caso la de Lillian Hellman, Pentimento y, de rebote en La calumnia, de Wyler. En Carol, a diferencia de otros planteamientos en que se denuncia la incomprensión social hacia el lesbianismo, se plantea una vivencia del mismo desde una casi libertad total, porque ambas mujeres, que se enamoran apasionadamente, sencillamente no tienen en cuenta a los hombres en su vida, excepto en lo que tienen de rémora para poder dar rienda suelta a su pasión sin la necesidad enojosa del ocultamiento, la discreción y, muy a menudo, el fingimiento. En el caso de la mujer madura, una seductora nata encarnada a la perfección por Cate Blanchet, quien mide los tiempos de la seducción de su jovencísima presa como un guepardo merodea el rebaño de impalas en la sabana, esperando el momento de iniciar la ceremonia del asalto final y la devoración, la vinculación al marido, quien intenta privarla de la custodia de su hija, supone un obstáculo que impulsa la trama cuando el cortejo de la bellísima Patricia Rooney Mara se extiende, con cierto tedio argumental, desde la Nochebuena hasta la Nochevieja, momento en el que se produce el encuentro amoroso, rodado con tanta delicadeza como pasión, mucho menos gimnástico que en La vida de Adèle, de Abdellatiz Kechiche, en el que lo glacial se imponía a la calidez y a la ternura. Si el papel devoratriz de Blanchet es espectacular, el de Patricia Rooney Mara, con una belleza que recuerda, curiosamente, a Audrey Hepburn (que actuó en La calumnia), no le va a la zaga, porque es capaz de expresar con total fidelidad la ambigüedad de sus sentimientos -en el momento de sentirse tentada por Carol, ella, Therese Belivet,  tiene un novio con quien incluso ha proyectado un viaje a Europa- y la transformación de la amistad en pasión amorosa. Quizás ese proceso sea lo mejor de la película. Y es indiferente que se trate de una relación lésbica, en el sentido de que el interés objetivo de la relación es el sentimiento amoroso, con tanta precisión filmado, lo que, en cierta manera, nos permite relacionar Carol con Brokeback Mountain, de Ang Lee. De forma paralela a la relación amorosa entre ambas mujeres, la película nos ofrece el lento pero sólido progreso profesional como fotógrafa de la vendedora ocasional -Carol conoce a Therese cuando se encuentran en unos grandes almacenes donde intenta comprar una muñeca para su hija como regalo de Navidad, momento en que se produce el hechizo que le causa a la dependienta la contemplación de la hermosa “gran señora”,- y la lucha matrimonial de Carol por la custodia de la hija. De ambas líneas argumentales, la película privilegia la de Carol, porque es la que permite ofrecer un discurso reivindicativo de la asunción de la homosexualidad, aunque se produzca en el ámbito estrictamente privado de su proceso de divorcio y aunque, para ello, dados los códigos morales de la sociedad americana de aquellos años, haya de renunciar a la custodia de la hija, garantizándose, eso sí, el derecho a las visitas regulares. La película, a pesar de sus innegables valores estéticos y reivindicativos, discurre muy próxima al tedio en buena parte de su metraje, y apenas hay motivos dinámicos que permitan no tanto agilizar la narración cuanto incardinarla en una realidad cotidiana que actúe como contexto delimitador y coercitivo, como en el caso del detective que espía a ambas mujeres por cuenta del esposo para buscar pruebas de la “inmoralidad” que le permitan disputarle la custodia de la hija. Es una película militante, sin duda, en pro del derecho a la libre sexualidad entre adultos sin cortapisas legales, pero no pretende convertirse en bandera de ello. Los personajes están perfectamente individualizados y su historia es, en todo momento, una historia singular, no un arquetipo. Es innegable, sin duda, que la perspectiva femenina desde la que está narrada la historia invita a la complicidad con las espectadoras, máxime cuando la presencia masculina en la película es del todo irrelevante, y que, en ese sentido, puede acabar encasillada en esa suerte de “circuito” de obras específicamente dirigidas al público femenino, algo de lo que ya se habla que ocurre en la novela, por ejemplo. Con todo, sería una visión demasiado reductora, considerar esta obra de Haynes una película solo para mujeres. Ya dejé dicho al principio que lo importante es la descripción del fenómeno amoroso, y frente a él sí que, aunque vivido de formas muy diferentes, todos somos igual de vulnerables y frágiles.

viernes, 5 de febrero de 2016

La realidad detallada y el hieratismo del determinismo existencial: Robert Bresson: “El dinero”.





El dinero, la última, y amarga, película de un genio del cine: Robert Bresson.

Título original: L'argent
Año: 1983
Duración: 84 min.
País: Francia
Director: Robert Bresson
Guión: Robert Bresson
Música: Johann Sebastian Bach
Fotografía: Pasqualino De Santis
Reparto: Christian Patey, Sylvie van den Elsen, Beatrice Tabourin, Vincent Risterucci, Michel Briguet, Caroline Lang


           Con apenas 14 películas, Robert Bresson ocupa un lugar singular en la Historia del Cine. Las 4 suyas que he visto pertenecen, curiosamente, a etapas muy diferenciadas de su obra, Las damas del bosque de Boulogne, de 1945, El proceso de Juana de Arco, de 1962, Lancelot du Lac, de 1974 y la que acabo de ver, El dinero, su última película, de 1983. Sí que he advertido enseguida, la influencia determinante que Bresson tuvo sobre el director argentino instalado en Francia, Hugo Santiago, de quien recientemente critiqué su ópera prima, Invasión, con guión de Borges y Bioy Casares, y que fue ayudante de dirección de Bresson, de quien reconocer haberlo aprendido todo en el arte del cine, que no en la industria, porque Bresson, como dejó escrito en sus Notas sobre el cinematógrafo, una colección de aforismos sobre su concepción del cinematógrafo, distinguía claramente entre éste y el cine.  El estilo de Bresson, que se decanta hasta la estilización y el hieratismo absolutos en su última película, tan cercana a las de un director como Aki Kaurismäki, a quien podemos calificar de discípulo suyo, sembró su influencia en directores muy diferentes, como en el propio Godard o en el director ruso Tarkovski. No se trata, ciertamente, de un cine de masas, y es muy posible que hoy en día tuviera serios problemas para poder financiar la realización de sus películas, pero hay algo hipnótico en la manera de concebir los planos y las secuencias por parte de Bresson. La historia de El dinero, basada en un relato de Tolstoi, es sencilla: narra cómo la colocación de un billete falso por parte de dos jóvenes puede desencadenar una serie de acontecimientos que lleven a la destrucción de algunas personas, a medida que el billete va cambiando de manos. La historia se centra en la peripecia kafkiana de un joven trabajador manual que es acusado de intentar colocar moneda falsa que le han colocado a él en una tienda que se libera, al pagarle, del billete de 500 francos falso que los jóvenes le han colocado al principio de la película. Merced a una declaración falsa, el joven acaba en prisión, después de un juicio en el que resulta condenado. A partir de entonces su vida cambia radicalmente, porque su mujer lo abandona y él, al salir de la cárcel, se convierte en un ser asocial que no duda en asesinar para conseguir el dinero con que poder desenvolverse fuera de la cárcel. El joven que mediante su falso testimonio contribuyó decisivamente a que lo encarcelaran acaba, a su vez, robando al jefe por quien mintió en el juicio y convirtiéndose en algo así como el jefe de una banda de delincuentes que, sin embargo, acaba regalando el botín de sus fechorías a los pobres, antes de ser atrapado y encarcelado. La historia, narrada con una frialdad excepcional, con una objetividad que desenmascara la hipocresía de la mayoría de las conductas de los personajes de la trama, nos ofrece, en un silencio absoluto, una mirada sobre las cosas del vivir cotidiano que no hace alarde sino de lo más sencillo y trivial, con una efectividad dramática de las elipsis que maravilla al espectador. Ni siquiera la violencia extrema de algunos actos de los personajes irrumpe en escena. La maldición, por decirlo en términos melodramáticos, del dinero falso acaba imponiéndose a casi todos los personajes que viven bajo el hechizo de su conquista. No hay auténticas pasiones, sino una suerte de determinismo naturalista que se impone, como un fatum adverso, y que dicta los hechos por venir, a cada cual más cruel. El protagonista encarna a la perfección ese fatum y su actuación se corresponde con ese maquinismo existencial que le impide vivir de otra manera que no sea la ciega irracionalidad de la venganza, cumplida la cual, sobre personas tan anónimas para él como el propio billete que desencadenó su perdición, se entrega a la policía, asumiendo sus actos. La puesta en escena, deliberadamente austera y ajustada al escaso presupuesto con que contó para rodarla, se centra en interiores cerrados en los que la acción se ve constreñida como una prefiguración de las derrotas individuales de quienes fían sus vidas al albur del delito. Hay una insinceridad y falta de vitalidad constante en todos los personajes de la obra. Nada, aparte del dinero, de su obtención ilegal, parece alterarles. La ausencia de música y la presencia dominante de los sonidos del vivir cotidiano acentúan esa particular selección de la realidad que ejerce el realizador, forzando al espectador a contemplarlo desde ángulos inéditos que le revelan una realidad que hasta ese momento es posible que el espectador no hubiera privilegiado: el agua corriente del lavabo, las puertas que se abren y cierran, arcaicos cajeros automáticos que se cierran herméticamente al acabar de operar en ellos, las escaleras que se bajan y suben, las lentas salidas del furgón policial de los detenidos… No hay plano, podríamos decir, que no desconcierte o descoloque al espectador, y le sorprende que los personajes crucen los encuadres con esa suerte de parsimonia ritual, mecánica, como seres sin vida que se arrastran, anestesiados, por un decorado que no les condiciona pero que tampoco pueden transformar. La película es interesante, pero mucho me temo que sea escaso el número de espectadores dispuestos a seguir la gélida peripecia existencial de sus protagonistas. Eso sí, aquellos que no desistan, se verán recompensados, sobre todo en el tramo final, tan escalofriante.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Una de la Hammer, “Las manos del destripador”, y un clásico de Anatole Litvak: “Nido de víboras”.






Nido de víboras, una aproximación al psicoanálisis ortodoxo y Las manos del destripador, una fantasía de terror ortodoxo sobre la herencia maléfica de Jack El destripador.


Título original; The Snake Pit
Año: 1948
Duración: 108 min.
País: Estados Unidos
Director: Anatole Litvak
Guión: Frank Partos & Millen Brand (Novela: Mary Jane Ward)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leo Tover
Reparto: Olivia de Havilland, Leo Genn, Mark Stevens, Celeste Holm, Glenn Langan, Leif Erickson, Beulah Bondi, Betsy Blair


Título original: Hands of the Ripper
Año: 1971
Duración: 85 min.
País: Reino Unido
Director: Peter Sasdy
Guión: L.W. Davidson (Historia: Edward Spencer Shew)
Música: Christopher Gunning
Fotografía: Kenneth Talbot
Reparto: Eric Porter, Angharad Rees, Jane Merrow, Keith Bell, Derek Godfrey, Dora Bryan, Marjorie Rhodes, Lynda Baron, Marjie Lawrence, Margaret Rawlings


Hoy agrupo en esta crítica dos películas muy distintas en las que aparece, en una de refilón y en la otra de lleno, el psicoanálisis como elemento de la trama. Una, Las manos del destripador, pertenece al género del terror y es una producción de la Hammer, auténtica productora especializada en  dicho género, al que ha dado muchos filmes de innegable interés, como el que aún recuerdo, así a bote pronto, con sumo placer: Dr. Jekyll y su hermana Hyde, de Roy Ward Baker, con un Ralph Bates espléndido; la otra, Nido de víboras, es una película-documento sobre los centros de reclusión de los enfermos mentales realizada a partir de una historia real. La película de la Hammer es un producto muy bien hecho, con una dignidad en la ambientación, la interpretación y la dirección que la hacen sobresalir por encima de tantas pobrísimas obras de terror que confunden -aunque tengan sus aficionados- el escalofrío del terror con el asco de la casquería. A partir de la labor de denuncia del fraude de las videntes que conectan con los espíritus del más allá, la película nos presenta la historia de la hija de Jack el Destripador quien resulta conmocionada cuando contempla desde su cuna cómo su padre asesina a su madre, quien acaba de descubrir que su marido es el buscado Destripador que atemoriza las noches de Londres. La escena le queda fijada en el subconsciente de tal manera que cuando se repiten algunas circunstancias de aquel suceso, el destello del fuego en la chimenea, el beso que le da el padre, etc., la joven se deja llevar por una pasión asesina que se irá manifestando a lo largo de la película. Un doctor que está al corriente de la innovación del psicoanálisis descubre con horror el caso, después de asistir a una sesión de espiritismo en la que la niña es usada como la voz de ultratumba, y después de que la virginidad de la niña le intente ser vendida por su protectora a un parlamentario inglés y ésta, a resultas del trance asesino en que entra la joven acabe truculentamente muerta. El doctor, viudo, se convierte en tutor de la joven para intentar “desentrañar” el origen de su “transformación asesina”, pero lo único que consigue es acabar siendo el cómplice de los diferentes asesinatos que ella va cometiendo, sin poder llegar a entender nada hasta que una auténtica vidente reconstruye la escena del crimen de la madre, aun a costa de su propia vida. Finalmente, incluso el propio doctor será atacado por la joven, después de haber intentado besarla lascivamente, aunque sobrevive lo justo para impedir que consume el asesinato de su nuera ciega, con quien la joven ha subido a la bóveda de la catedral de  Saint Paul, escenario reconstruido en estudio para una escena final auténticamente apoteósica. Es cierto que este tipo de películas genéricas no obedecen enteramente al principio de verosimilitud, sino a la efectividad de los recursos capaces de despertar el escalofrío en los espectadores, por más que sean previsible ciertos finales de secuencias.  Así ocurre en este caso. Con un ritmo excelente, ajustado a un tiempo de proyección razonable, la trama se desarrolla, con su dosis correspondiente de crítica social incluida, sin apenas ningún momento muerto y con una excelente realización a la que acompaña una puesta en escena preciosista, con interiores recargados y exteriores que reconstruyen el Londres victoriano a la perfección. La película, finalmente, deriva hacia una historia de amor desdichado, la del doctor y su pupila, algo que no puede arruinar ninguna sorpresa, porque para los aficionados a este género no son los finales lo fundamental.

         Nido de víboras, sin embargo, una película del renombrado Anatole Litvak (de quien todos recordarán La noche de los generales, con un espectacular Peter O’Toole  o Voces de muerte, un thriller canónico, con Barbara Stanwyck y Burt Lancaster), es una de esas películas-documento que se adentra en el pantanoso tema de la enfermedad mental y los manicomios, que tantas excelentes películas nos ha dado la historia del cine. En este caso, toda la película gira en torno a la protagonista, que sufre ataques de pánico y toma decisiones irracionales antes de caer en un trastorno complejo, fobias, amnesia, voces interiores, etc. que obligan  a internarla en un sanatorio mental público sin apenas capacidad para albergar tal número de enfermas. La película muestra el caso particular de la escritora novel que es internada, pero, al tiempo, constituye una descripción rigurosa de las carencias del sistema de salud público, con escenas realmente sobrecogedoras por su realismo y por la calidad interpretrativa de las actrices que encarnan a las enfermas, entre las que destaca, hacia el tramo final de la obra, la presencia de una actriz conocida en España, Betsy Blair, siete años antes de rodar Calle Mayor y seis después de haber rodado  la muy notable Marty, de Delbert Mann. Se trata de un papel pequeño en el que ella destaca, sin embargo, con la portentosa calidad de su actuación. El hecho de que toda la película esté al servicio de Olivia de Havilland quiere decir que o bien hace un papel extraordinario, capaz de meter a espectador en su drama y sentir con ella la desesperación de su situación y su desorientación respecto de ella misma, o bien la película se hunde en lo anodino y lo vulgar. Se da la primera situación. Olivia de Havilland nos ofrece un recital interpretativo en el que no se excede ni en un solo plano y es tal su capacidad de convicción que seguimos angustiados la película sin acabar de tener nunca muy claro que el doctor Kik sea capaz, a través del psicoanálisis que le realiza, de dar con el origen de sus trastornos para que pueda salir de ese círculo dantesco del infierno que es el sanatorio mental. A la espera de ese “milagro” está su marido, quien la visita sin ser reconocido, salvo cuando el tratamiento comienza a surtir efecto. La intriga psicológica del tratamiento convierte el proceso en una búsqueda detectivesca de los traumas que han condicionado tan severamente la psique de la protagonista, y la historia está, en efecto, a la altura de las secuelas que dejó. El estudio de la compleja mente humana siempre ha sido un tema apetitoso para el cine, y los trastornos mentales una fuente de excelentes personajes. También en este caso. Cabe recordar que la actriz recibió la copa Volpi a la mejor actriz en Venecia, y aunque la película estuvo nominada a seis Oscar, solo consiguió uno, el de sonido. En cualquier caso, el poder del documento social que tiene la película no lo ha perdido en absoluto con el paso del tiempo y la película se ve hoy con idéntico interés. Ha de destacarse, sobre todos los planos de la película, el trávelin que, iniciado en la sala central donde se cruzan todas las locuras, va ascendiendo por el hueco de un pozo en cuyo fondo van disminuyendo, hasta volverse casi imperceptibles, las pacientes: ¡Espectacular y sobrecogedor! Con todo, la película está llena de momentos brillantes que no dejarán indiferentes a los espectadores, a quienes animo a verla porque el trabajo de De Havilland lo merece y porque la verdad de la historia lo exige.
       

lunes, 1 de febrero de 2016

“Huida desesperada”: Un thriller australiano de Craig Lahiff digno de mejor fortuna.




Huida desesperada: Un thriller australiano de Craig Lahiff a medio camino entre Thelma y Louise y Bonnie and Clyde: el amor fou de dos perdedores.

Título original: Heaven's Burning
Año: 1997
Duración: 96 min.
País: Australia
Director: Craig Lahiff
Guión: Louis Nowra
Música: Michael Atkinson, Graham Koehne
Fotografía: Brian J. Breheny
Reparto: Russell Crowe, Youki Kudoh, Kenji Isomura, Ray Barrett, Robert Mammone, Petru Gheorghiu, Anthony Phelan, Matthew Dyktynski, Colin Hay, Susan Prior, Salvatore Coco.


           Huida desesperada es un thriller del director australiano Craig Lahiff. Ni el título ni el autor le dicen nada al espectador que, como es mi caso, lo ignoraba todo de ambos. La compré, en mi videoteca de segunda mano, únicamente porque el protagonista lo encarnaba Rusell Crowe y porque la sinopsis hablaba de una trama típica de thriller. La película tiene un inicio desconcertante y en apariencia anodino: la protagonista, japonesa, de viaje de bodas con su marido, desaparece del hotel donde se hospedaba fingiendo haber sido secuestrada. A partir de ahí, policía y marido inician su búsqueda. El azar lleva a que la protagonista sea retenida como rehén de unos atracadores a quienes se les ha complicado el asalto. El chófer de la banda, Rusell Crowe, impide, posteriormente, que los atracadores la maten, pero, para ello, ha de acabar con la vida del hijo del cerebro del golpe. Desde ese giro de la trama, el conductor y la japonesa infiel, porque tenía pensado reunirse en Australia con su jefe, con quien engañaba a su marido, para iniciar una nueva vida, comienzan a ser perseguidos por la familia del atracador muerto, por el marido burlado y por la policía. La película se convierte, por lo tanto, en una suerte de road movie en la que los protagonistas, Crowe y Youki Kudoh, vivirán, durante su huida, un enamoramiento tan profundo como desesperanzado, y ello a través de un territorio, el de Australia, cuyos paisajes desérticos, con largas carreteras al estilo de las de los desiertos americanos del oeste, surcadas por moteles, gasolineras y bares de ínfima categoría constituyen la mejor puesta en escena para una historia que acaba atrapando al espectador y conquistando su interés progresivamente, hasta llegar a un final espectacular que me resisto a desvelar, pero con el que está relacionado el título original de la película: Heaven’s burning. No me parece aventurado imaginar que David Michôd, director de la excelente y reconocida Animal Kingdom haya visto con suma atención esta obra de Lahiff, siquiera sea por el paralelismo entre la familia de delincuentes de origen afgano, una rara mezcla de tradición y modernidad, y la de su propia película, por más que la estética y la calidad de ambas cintas sean muy disímiles. Con todo, la película de Lahiff, salvo algunos fallos de guion relativamente menores, tiene un interés notable. La dosificación de la persecución y la confianza de los protagonistas en la casi imposibilidad de que puedan rastrear su ubicación permite generar una tensión perfectamente resuelta. Destaca, en cualquier caso, la determinación del marido de acabar con su esposa, una vez que sabe que su desaparición formaba parte de un plan para reunirse con su amante. Para ello, de alto ejecutivo se transforma poco menos que en un asesino a sueldo, adaptando una estética de criminal en serie, a lomos de una Yamaha con la que recorre los vastos paisajes por donde le han precedido los protagonistas. En el transcurso de esas persecuciones múltiples, no escasean las escenas violentas, perfectamente ajustadas al desarrollo dela trama, especialmente el conato de asesinato ritual que inicia el torturador afgano que trabajó para los soviéticos en su país. Las actuaciones de Crowe y de Kudoh se ajustan a la perfección a sus roles de personas con escasas perspectivas vitales, ella, desengañada de los hombres, pues el jefe se arrepintió y no fue a buscarla a Australia, y él, arruinado, expropietario de un taller mecánico, teniendo que aceptar trabajos de riesgo para poder sobrevivir y pagar sus deudas, y ahora, a su pesar, objetivo codiciado de un padre vengativo con quien, tarde o temprano, acabará cruzando su camino. La historia de amor fou entre Colin y Yukio es convincente y está resuelta con un contenido lirismo que choca, como no podía ser de otra forma, con la violencia que los actos de ambos desatan: el abandono del marido y la muerte del hijo del torturador cuando pretende asesinar a Yukio para eliminar una testigo que puede reconocerlos. En fin, el hecho de tratarse de un thriller que condensa en el desenlace lo mejor de la película me impide no arruinar a los futuros espectadores su visionado, pero estoy convencido de que no decepcionará a los amantes del buen cine este convincente thriller de Craig Lahiff, y a los y las seguidores de Russell Crowe les encantará ver a su actor favorito en plenas facultades físicas e interpretativas.