El dinero, la última, y amarga,
película de un genio del cine: Robert Bresson.
Título original: L'argent
Año: 1983
Duración: 84 min.
País: Francia
Director: Robert Bresson
Guión: Robert Bresson
Música: Johann Sebastian Bach
Fotografía: Pasqualino De Santis
Reparto: Christian Patey, Sylvie van den Elsen,
Beatrice Tabourin, Vincent Risterucci, Michel Briguet, Caroline Lang
Con apenas 14 películas, Robert Bresson ocupa un lugar
singular en la Historia del Cine. Las 4 suyas que he visto pertenecen,
curiosamente, a etapas muy diferenciadas de su obra, Las damas del bosque de Boulogne, de 1945, El proceso de Juana de Arco, de 1962, Lancelot du Lac, de 1974 y la que acabo de ver, El dinero, su última película, de 1983.
Sí que he advertido enseguida, la influencia determinante que Bresson tuvo
sobre el director argentino instalado en Francia, Hugo Santiago, de quien
recientemente critiqué su ópera prima, Invasión,
con guión de Borges y Bioy Casares, y que fue ayudante de dirección de Bresson,
de quien reconocer haberlo aprendido todo en el arte del cine, que no en la
industria, porque Bresson, como dejó escrito en sus Notas sobre el cinematógrafo, una colección de aforismos sobre su
concepción del cinematógrafo, distinguía claramente entre éste y el cine. El estilo de Bresson, que se decanta hasta la
estilización y el hieratismo absolutos en su última película, tan cercana a las
de un director como Aki Kaurismäki, a quien podemos calificar de discípulo suyo,
sembró su influencia en directores muy diferentes, como en el propio Godard o
en el director ruso Tarkovski. No se trata, ciertamente, de un cine de masas, y
es muy posible que hoy en día tuviera serios problemas para poder financiar la
realización de sus películas, pero hay algo hipnótico en la manera de concebir
los planos y las secuencias por parte de Bresson. La historia de El dinero, basada en un relato de
Tolstoi, es sencilla: narra cómo la colocación de un billete falso por parte de
dos jóvenes puede desencadenar una serie de acontecimientos que lleven a la
destrucción de algunas personas, a medida que el billete va cambiando de manos.
La historia se centra en la peripecia kafkiana de un joven trabajador manual
que es acusado de intentar colocar moneda falsa que le han colocado a él en una
tienda que se libera, al pagarle, del billete de 500 francos falso que los
jóvenes le han colocado al principio de la película. Merced a una declaración
falsa, el joven acaba en prisión, después de un juicio en el que resulta
condenado. A partir de entonces su vida cambia radicalmente, porque su mujer lo
abandona y él, al salir de la cárcel, se convierte en un ser asocial que no
duda en asesinar para conseguir el dinero con que poder desenvolverse fuera de
la cárcel. El joven que mediante su falso testimonio contribuyó decisivamente a
que lo encarcelaran acaba, a su vez, robando al jefe por quien mintió en el
juicio y convirtiéndose en algo así como el jefe de una banda de delincuentes
que, sin embargo, acaba regalando el botín de sus fechorías a los pobres, antes
de ser atrapado y encarcelado. La historia, narrada con una frialdad
excepcional, con una objetividad que desenmascara la hipocresía de la mayoría
de las conductas de los personajes de la trama, nos ofrece, en un silencio
absoluto, una mirada sobre las cosas del vivir cotidiano que no hace alarde
sino de lo más sencillo y trivial, con una efectividad dramática de las elipsis
que maravilla al espectador. Ni siquiera la violencia extrema de algunos actos
de los personajes irrumpe en escena. La maldición, por decirlo en términos
melodramáticos, del dinero falso acaba imponiéndose a casi todos los personajes
que viven bajo el hechizo de su conquista. No hay auténticas pasiones, sino una
suerte de determinismo naturalista que se impone, como un fatum adverso, y que dicta los hechos por venir, a cada cual más
cruel. El protagonista encarna a la perfección ese fatum y su actuación se corresponde con ese maquinismo existencial
que le impide vivir de otra manera que no sea la ciega irracionalidad de la
venganza, cumplida la cual, sobre personas tan anónimas para él como el propio
billete que desencadenó su perdición, se entrega a la policía, asumiendo sus
actos. La puesta en escena, deliberadamente austera y ajustada al escaso
presupuesto con que contó para rodarla, se centra en interiores cerrados en los
que la acción se ve constreñida como una prefiguración de las derrotas
individuales de quienes fían sus vidas al albur del delito. Hay una
insinceridad y falta de vitalidad constante en todos los personajes de la obra.
Nada, aparte del dinero, de su obtención ilegal, parece alterarles. La ausencia
de música y la presencia dominante de los sonidos del vivir cotidiano acentúan
esa particular selección de la realidad que ejerce el realizador, forzando al
espectador a contemplarlo desde ángulos inéditos que le revelan una realidad
que hasta ese momento es posible que el espectador no hubiera privilegiado: el
agua corriente del lavabo, las puertas que se abren y cierran, arcaicos cajeros
automáticos que se cierran herméticamente al acabar de operar en ellos, las
escaleras que se bajan y suben, las lentas salidas del furgón policial de los
detenidos… No hay plano, podríamos decir, que no desconcierte o descoloque al
espectador, y le sorprende que los personajes crucen los encuadres con esa
suerte de parsimonia ritual, mecánica, como seres sin vida que se arrastran,
anestesiados, por un decorado que no les condiciona pero que tampoco pueden
transformar. La película es interesante, pero mucho me temo que sea escaso el
número de espectadores dispuestos a seguir la gélida peripecia existencial de
sus protagonistas. Eso sí, aquellos que no desistan, se verán recompensados,
sobre todo en el tramo final, tan escalofriante.
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