Nido de víboras, una aproximación
al psicoanálisis ortodoxo y Las manos del
destripador, una fantasía de terror ortodoxo sobre la herencia maléfica de
Jack El destripador.
Título original; The Snake Pit
Año: 1948
Duración: 108 min.
País: Estados Unidos
Director: Anatole Litvak
Guión: Frank Partos & Millen Brand (Novela: Mary
Jane Ward)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leo Tover
Reparto: Olivia de Havilland, Leo Genn, Mark Stevens,
Celeste Holm, Glenn Langan, Leif Erickson, Beulah Bondi, Betsy Blair
Título original: Hands of the Ripper
Año: 1971
Duración: 85 min.
País: Reino Unido
Director: Peter Sasdy
Guión: L.W. Davidson (Historia: Edward Spencer Shew)
Música: Christopher Gunning
Fotografía: Kenneth Talbot
Reparto: Eric Porter, Angharad Rees, Jane Merrow,
Keith Bell, Derek Godfrey, Dora Bryan, Marjorie Rhodes, Lynda Baron, Marjie
Lawrence, Margaret Rawlings
Hoy agrupo en esta crítica dos películas muy distintas en
las que aparece, en una de refilón y en la otra de lleno, el psicoanálisis como
elemento de la trama. Una, Las manos del
destripador, pertenece al género del terror y es una producción de la
Hammer, auténtica productora especializada en
dicho género, al que ha dado muchos filmes de innegable interés, como el
que aún recuerdo, así a bote pronto, con sumo placer: Dr. Jekyll y su hermana Hyde, de Roy Ward Baker, con un Ralph Bates
espléndido; la otra, Nido de víboras,
es una película-documento sobre los centros de reclusión de los enfermos
mentales realizada a partir de una historia real. La película de la Hammer es
un producto muy bien hecho, con una dignidad en la ambientación, la
interpretación y la dirección que la hacen sobresalir por encima de tantas
pobrísimas obras de terror que confunden -aunque tengan sus aficionados- el
escalofrío del terror con el asco de la casquería. A partir de la labor de
denuncia del fraude de las videntes que conectan con los espíritus del más allá,
la película nos presenta la historia de la hija de Jack el Destripador quien
resulta conmocionada cuando contempla desde su cuna cómo su padre asesina a su
madre, quien acaba de descubrir que su marido es el buscado Destripador que
atemoriza las noches de Londres. La escena le queda fijada en el subconsciente
de tal manera que cuando se repiten algunas circunstancias de aquel suceso, el
destello del fuego en la chimenea, el beso que le da el padre, etc., la joven
se deja llevar por una pasión asesina que se irá manifestando a lo largo de la
película. Un doctor que está al corriente de la innovación del psicoanálisis
descubre con horror el caso, después de asistir a una sesión de espiritismo en
la que la niña es usada como la voz de ultratumba, y después de que la virginidad
de la niña le intente ser vendida por su protectora a un parlamentario inglés y
ésta, a resultas del trance asesino en que entra la joven acabe truculentamente
muerta. El doctor, viudo, se convierte en tutor de la joven para intentar “desentrañar”
el origen de su “transformación asesina”, pero lo único que consigue es acabar
siendo el cómplice de los diferentes asesinatos que ella va cometiendo, sin
poder llegar a entender nada hasta que una auténtica vidente reconstruye la
escena del crimen de la madre, aun a costa de su propia vida. Finalmente,
incluso el propio doctor será atacado por la joven, después de haber intentado
besarla lascivamente, aunque sobrevive lo justo para impedir que consume el
asesinato de su nuera ciega, con quien la joven ha subido a la bóveda de la
catedral de Saint Paul, escenario
reconstruido en estudio para una escena final auténticamente apoteósica. Es
cierto que este tipo de películas genéricas no obedecen enteramente al
principio de verosimilitud, sino a la efectividad de los recursos capaces de
despertar el escalofrío en los espectadores, por más que sean previsible
ciertos finales de secuencias. Así
ocurre en este caso. Con un ritmo excelente, ajustado a un tiempo de proyección
razonable, la trama se desarrolla, con su dosis correspondiente de crítica
social incluida, sin apenas ningún momento muerto y con una excelente
realización a la que acompaña una puesta en escena preciosista, con interiores
recargados y exteriores que reconstruyen el Londres victoriano a la perfección.
La película, finalmente, deriva hacia una historia de amor desdichado, la del
doctor y su pupila, algo que no puede arruinar ninguna sorpresa, porque para los
aficionados a este género no son los finales lo fundamental.
Nido de víboras, sin embargo, una
película del renombrado Anatole Litvak (de quien todos recordarán La noche de los generales, con un
espectacular Peter O’Toole o Voces de muerte, un thriller canónico,
con Barbara Stanwyck y Burt Lancaster), es una de esas películas-documento que
se adentra en el pantanoso tema de la enfermedad mental y los manicomios, que
tantas excelentes películas nos ha dado la historia del cine. En este caso,
toda la película gira en torno a la protagonista, que sufre ataques de pánico y
toma decisiones irracionales antes de caer en un trastorno complejo, fobias,
amnesia, voces interiores, etc. que obligan a internarla en un sanatorio mental público
sin apenas capacidad para albergar tal número de enfermas. La película muestra
el caso particular de la escritora novel que es internada, pero, al tiempo,
constituye una descripción rigurosa de las carencias del sistema de salud
público, con escenas realmente sobrecogedoras por su realismo y por la calidad
interpretrativa de las actrices que encarnan a las enfermas, entre las que
destaca, hacia el tramo final de la obra, la presencia de una actriz conocida
en España, Betsy Blair, siete años antes de rodar Calle Mayor y seis después de haber rodado la muy notable Marty, de Delbert Mann. Se trata de un papel pequeño en el que ella
destaca, sin embargo, con la portentosa calidad de su actuación. El hecho de
que toda la película esté al servicio de Olivia de Havilland quiere decir que o
bien hace un papel extraordinario, capaz de meter a espectador en su drama y
sentir con ella la desesperación de su situación y su desorientación respecto
de ella misma, o bien la película se hunde en lo anodino y lo vulgar. Se da la
primera situación. Olivia de Havilland nos ofrece un recital interpretativo en
el que no se excede ni en un solo plano y es tal su capacidad de convicción que
seguimos angustiados la película sin acabar de tener nunca muy claro que el
doctor Kik sea capaz, a través del psicoanálisis que le realiza, de dar con el
origen de sus trastornos para que pueda salir de ese círculo dantesco del
infierno que es el sanatorio mental. A la espera de ese “milagro” está su
marido, quien la visita sin ser reconocido, salvo cuando el tratamiento
comienza a surtir efecto. La intriga psicológica del tratamiento convierte el
proceso en una búsqueda detectivesca de los traumas que han condicionado tan
severamente la psique de la protagonista, y la historia está, en efecto, a la
altura de las secuelas que dejó. El estudio de la compleja mente humana siempre
ha sido un tema apetitoso para el cine, y los trastornos mentales una fuente de
excelentes personajes. También en este caso. Cabe recordar que la actriz
recibió la copa Volpi a la mejor actriz en Venecia, y aunque la película estuvo
nominada a seis Oscar, solo consiguió uno, el de sonido. En cualquier caso, el
poder del documento social que tiene la película no lo ha perdido en absoluto
con el paso del tiempo y la película se ve hoy con idéntico interés. Ha de
destacarse, sobre todos los planos de la película, el trávelin que, iniciado en
la sala central donde se cruzan todas las locuras, va ascendiendo por el hueco
de un pozo en cuyo fondo van disminuyendo, hasta volverse casi imperceptibles,
las pacientes: ¡Espectacular y sobrecogedor! Con todo, la película está llena
de momentos brillantes que no dejarán indiferentes a los espectadores, a
quienes animo a verla porque el trabajo de De Havilland lo merece y porque la
verdad de la historia lo exige.
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