lunes, 9 de diciembre de 2019

«Cléo de 5 a 7», de Agnès Varda o la modernidad permanente y deslumbrante.



Un retrato fragmentario que abraza la totalidad del ritmo vital de una vida y una ciudad. Más una canción emocionante de Michel Legrand: Sans toi.

Título original: Cléo de 5 à 7
Año: 1962
Duración: 90 min.
País:  Francia
Dirección: Agnès Varda
Guion: Agnès Varda
Música: Michel Legrand
Fotografía: Jean Rabier
Reparto : Corinne Marchand, Antoine Bourseiller, Dorothée Blanck, Michel Legrand, Dominique Davray, José Luis de Vilallonga, Loye Payen, Jean-Luc Godard, Anna Karina, Eddie Constantine, Jean-Claude Brialy, Sami Frey.

Ser cinéfilo diletante te reserva emociones inesperadas, como el «descubrimiento», a casi 60 años vista, de una película seminal, porque, al menos por lo que a mis gustos se refiere, en su visionado he descubierto que la joya del cine musical que tantísimo me impactó hace muy pocos años, Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy, sale directa e íntegramente de la escena central de la película de quien justo ese año se convirtió en su marido: en ella, una cantante a quien su compositor le ofrece temas nuevos, le presenta la canción «que va a revolucionar el mercado discográfico», le dice el letrista: Sans toi, con música de Michele Legrand quien, para premio de servidor, interpreta deliciosamente su papel de compositor al servicio de la diva que es vehículo de sus magníficas composiciones. ¡Hay que ver qué grandes dotes histriónicas las de ese joven Legrand que llevaba todo un universo musical en su piano! Oír Sans toi y ver a Corinne Marchand interpretarla es algo así como empezar a ver la película de Demy, y ya me gustaría saber, ya, si fue en ese rodaje y al oír esa canción que se le ocurrió su historia… De todos modos, Corinne Marchand ya había intervenido en Lola , la ópera prima de Jacques Demy, y Michele Legrand había escrito su banda sonora.
Cléo de 5 a 7 pasa por ser una película emblemática de la nouvelle vague y la verdad es que en un movimiento que ha dado tantas obras de mérito al séptimo arte sería harto difícil decantarse por alguna frente a las demás; pero l película de Agnès Varda parece estar tocada por un don de la composición, del ritmonarrativo, de la puesta en escena y de la coherencia que hacen de ella, acaso, un auténtico clásico, revisable en cualquier momento. Yo la he visto dos veces seguidas, y aún me quedan ganas de volverla a ver… ¡Hay tanta magia fílmica en cada secuencia que ni diez visionados seguidos la agotan!
Una exitosa cantante  entrada en la treintena visita a una echadora de cartas para adivinar su futuro, dados los dolores que sufre, acosada por su impaciencia para esperar el resultado de los análisis médicos que le han de confirmar si tiene o no un cáncer. El cambio del color de las cartas esparcidas sobre la mesa de la adivina y el blanco y negro del resto de las tomas de la misma escena inicia un repertorio exquisito de sorpresas visuales que se van a ir sucediendo a lo largo del metraje con unas soluciones que dejan boquiabierto al espectador. Rodada buena parte de ella en las calles de París, sin concurso de extras, y cediendo el protagonismo a los transeúntes que se giran, sorprendidos,  al paso de los protagonistas y del equipo de filmación, de modo absolutamente espontáneo, la protagonista, que se va de la consulta de la adivina con la seguridad de que está condenada a muerte, como le dice la echadora a su marido, apenas la clienta sale, y a quien le pide circunspección para no «asustar» a sus clientes…, recorre las calles y entra en un café y en una sombrerería, acompañada de su asistenta personal. Los juegos con las imágenes reflejadas en los espejos que multiplican las perspectivas y la profundidad de campo de los planos, y que crean una suerte de espacio continuo entre la calle y el interior de ambos espacios es un prodigio de realización que apenas son el inicio de una imaginación desaforada y medida, porque la narración de esas «dos horas en la vida de una mujer vulnerable» constituyen una narración en la que nada parece haberse dejado al azar, o, por decirlo paradójicamente, todo parece que haya sido ordenado por el azar, como querían los surrealistas, para darnos una historia realista en la que todo encaja como en un mecanismo perfecto.
Desde la taxista que la directora escoge con profundo convicción feminista de que no hay empleos «reservados para hombres», y que lleva a la cantante y a su asistenta en un Tiburón Citröen  negro cinematográficamente espectacular -viaje en el que la directora aprovecha para a través del noticiario radiado ofrecernos el contexto histórico de ese delicado momento en la vida de la protagonista-, hasta el actor callejero que sorprende a los viandantes tragándose ranas que luego acaba sacándose desde el estómago con un golpe de agua inducido  y que tiene que ver, al final de la película con el anillo que lleva la protagonista -una perla con una rana-, y por el que se interesa el soldado al que conoce en un parque y con quien, ¡por fin!, consigue aplacar el miedo que la tenía desasosegada y casi deprimida.
Justo en la mitad de la película tiene lugar el ensayo de los nuevos temas que su compositor le presenta, incluida una canción: Sans toi -música de Legrand y letra de la propia directora-, con unos tintes de tristeza que la desconciertan ( Yo soy como una casa vacía (…) como una isla desierta cubierta por el mar…) y que provocan un momento mágico que marca un antes y un después en la narración: la cantante, desconcertada por ese giro que se le quiere dar a su repertorio, lleno de canciones más alegres, vitales, da por cancelado el ensayo, que había protagonizado vestida totalmente de blanco, y se coloca detrás de una cortina negra como en un fundido en negro que se convierte, con un gesto rápido de la mano, en un desfundido tras el que ella aparece totalmente vestida de negro, adaptada, pues, al momento de angustia vital que está viviendo. Es un instante mágico en la película, ciertamente, pero no el único, ¡por suerte para nosotros!, espectadores privilegiados que vamos siguiendo los pasos de la enferma a través de sus amistades y de la ciudad como si de una larga despedida de la vida se tratase… Todo ello por no mencionar la puesta en escena del loft donde vive, un espacio abierto a la luz por el que la cámara se mueve con una selección de encuadres que lo convierten poco menos que un personaje más de la película, al modo de los cafés y de las calles y plazas por las que atraviesa en esas dos horas.
Su relación con una amiga que trabaja como modelo para una academia de escultores, la lleva a la sala de proyección de un cine donde trabaja el amante de la modela. Ambas contemplan un corto cómico mudo interpretado por Jean-Luc Godard y Anna Karina, que acaba teniendo una moraleja aplicable a la película y que parece una broma autorreferencial del propio Godard: Mis gafas negras me habían hecho ver la realidad como una tragedia, viene a decir el protagonista del corto. Se las quita y vuelve a recuperar en vida a su amante de la que se está despidiendo a la orilla del Sena… Divertidísimo, al tiempo que una muestra de colaboración generacional muy notable.
La parte final de la película, con el encuentro de la protagonista, en un parque muy romántico, con un soldado que tomará el tren esa noche y un barco al día siguiente que lo llevará a la guerra contra los insurgentes argelinos, con el temor inequívoco que tiene de acabar muriendo en una guerra que le parece absurda, sobre injusta, cuando lo que a él le gustaría sería «morir de amor», por ejemplo, deriva enseguida hacia una suerte de encuentro predestinado que unirá a dos corazones solitarios y necesitados de esperanza. Lo sorprendente de este desenlace de la película es la sensibilidad de la directora para darle la vuelta a la más tópica de las situaciones imaginables, y lo consigue con un diálogo y una aventura urbana que ya quisieran conseguir tantísimos directores aficionados que caen en la red viscosa del tópico donde chapotean hasta hundirse ridículamente -Almodóvar entre ellos, por cierto- de la que Varda sale tan airosa, pongamos por caso,  como el mejor Ophüls…
Insisto, hacía tiempo que no veía una película con tanta imaginación visual y un código narrativo tan férreo. No sé por qué, pero, salvando infinitas distancias, me ha traído a la memoria El amigo americano, de Wenders. Supongo que será ese trabajo exhaustivo sobre el plano y el movimiento de cámara, amén de por la calculadísima puesta en escena. En cualquier caso, lo que sí es cierto es que pocas películas recientes he visto que sean tan innovadoras y «modernas», en el sentido de conectar con los espectadores de su tiempo, como esta maravilla de Cléo de 5 a 7. Confieso que, al principio, la interpretación de la bellísima Corinne Marchand  me desconcertó, cuando se encuentra con su asistenta en el bar y se comporta como lo que su ayudante dice que es: una niña pequeña que dramatiza y necesita muchos mimos; dura muy poco ese desconcierto, porque enseguida consigue que entremos en el conflicto dramático de una personalidad superficial a la que su ingenuo divismo presta maravillosa encarnadura. Tengamos en cuenta que no hay plano en la película en la que ella no aparezca, y saber llevar ese protagonismo con semejante entereza interpretativa es un desafío del que no todas podrían salir tan airosas como ella sale, y especialmente ello se cumple, o se magnifica, en el hermoso desenlace de la película. ¿Verdad que no hace falta decir que todos aquellos que tengan la suerte que yo tenia hasta hace tres días de no haberla visto, les urge correr la misma suerte que yo: perder esa virginidad y sentarse cuanto antes a disfrutar de una película tan innovadora como exquisita, bella y emocionante, ¡y con una cancón, Sans toi, que llega directamente al fondo insobornable de la emoción más profunda!

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