Una vuelta de tuerca sobre el doble, los gemelos y las
terribles relaciones de poder entre ellos: El
amante doble o la atracción del abismo que nos engulle…
Título original: L'amant double
Año: 2017
Duración: 107 min.
País: Francia
Dirección: François Ozon
Guion: François Ozon, Philippe Piazzo (Novela: Joyce Carol Oates)
Música: Philippe Rombi
Fotografía: Manuel Dacosse
Reparto_ Marine Vacth, Jérémie
Rénier, Jacqueline Bisset, Myriam Boyer, Dominique Reymond, Fanny Sage,
Jean-Édouard Bodziak, Antoine de
La Morinerie, Jean-Paul Muel, Keisley
Gauthier, Tchaz Gauthier, Clemence Trocque, Guillaume Le Pape, Benoît Giros (Voz: Pascal Aubert).
Por un inexplicable
malentendido, confundí esta película con la anterior de Ozon, Frantz, un remake de Remordimiento, de Lubitsch, que me negué
a ver por no hacer comparaciones odiosas. Y claro está, dejé que pasara de
largo, sin más aspavientos y siempre justificado, al margen de la confusión, en
que la vida de un cinéfilo no da para verlo “todo” y algo se ha de perder en el
presente que puede luego recuperar en el futuro en la pantalla de TV, por más
que jamás sea lo mismo (a ver si ahorro y me compro un pantallón de 75 pulgadas…).
Eso me ha pasado con El amante doble,
una fantasía identitaria sobre el doble que tiene como referencias inequívocas Inseparables, de Cronenberg y La semilla del diablo, de Polanski. El
arranque de la película, con la cámara en la vagina de la protagonista, luego
fundida sobre la elipse del ojo es un movimiento de cámara equivalente a una
declaración de principios. Algún colega de FilmAffinity se ha atrevido a hablar
de thriller ginecológico, y como ocurrencia no está nada mal, pero la aventura
fantástica de la exploración del doble a través de los gemelos deriva
rápidamente hacia la identidad y el erotismo, amén del imprescindible
psicoanálisis, disciplina a la que se dedican dos hermanos gemelos que ejercen
con nombre diferente y que mantienen una distancia gélida llena de odio y
resentimiento, porque la dialéctica hermano mayor, hermano menor, aunque solo
sea por un miserable cuarto de hora, y porque uno nació de cabeza y el otro de
nalgas, con el sufrimiento que supuso eso para la madre de ambos, se apodera de
la vida de ambos y la destroza. La protagonista se queja de fuertes dolores en
el vientre y la ginecóloga la convence de que se trata de algo mental, que ha
de visitar a un psicólogo o psiquiatra. Lo hace y así conoce a quien, para evitar
caer en la debilidad de cualquier psicoanalista, enamorarse de su paciente, da
por terminada la terapia, derivándola hacia una colega que la atenderá igual
que él. A partir del traslado de él para compartir ambos el piso de ella, la
protagonista descubre un pasaporte de él en el que aparece con otro nombre.
Desde ese momento, el juego de malentendidos se va interponiendo entre ambos,
porque él no está dispuesto a soltar prenda, y ella tampoco a dejar de
investigar qué le oculta él. Un día cree reconocerlo desde el autobús, hablando
con una mujer en la calle. Como sea que él alega que no ha salido del hospital
donde trabaja en todo el día, ella decide ir a ese lugar y descubre la placa de
un psicoanalista cuyo apellido coincide con el del pasaporte de su pareja. Pide
hora, se presenta y, como todos esperábamos, dentro y fuera de la pantalla,
allí estaba “el otro él”, el gemelo que, como todos intuimos enseguida, está al
corriente de la intención oculta que tiene su nueva paciente: sonsacarle
información. Desde el dominio que provoca tal relación, el hermano, que
reconoce usar técnicas muy distintas de las de su hermano, como le reconocerá
después, la acorrala para seducirla, a medias por la fuerza de la intimidación,
a medias por la pasividad entregada de ella que no se resiste a la
experimentación de lo que significa el sexo con alguien exactamente igual a su
pareja y de quien, en un momento dado, sería incapaz de distinguirlo. La
película progresa en esa doble dirección, la seducción del hermano “malvado” y
resentido y la extrañeza que le produce estar instalada, casi sin poder
reaccionar, en ese tejido de mixtificaciones, sueños perversos y realidades
insospechadas como la de la novia reducida a estado vegetativo a causa de la
rivalidad entre ambos hermanos. El hecho de que ella se quede embarazada y
aparezca la madre nos permite añadir un giro insospechado a la trama, por donde
desembocaremos en un desenlace que se acerca más a la ficción que a la
verosimilitud, aunque en el terreno de la teratología es indudable que
prácticamente cabe casi todo, por ser el terreno abonado para las mutaciones
genéticas. En vez de un “thriller ginecológico”, así pues, deberíamos hablar de un “thriller
teratológico”, lo que nos sitúa en el ámbito de la friquidad atenuada, por el hecho de desarrollarse en el interior
del cuerpo humano. A medida que avanza la trama, la protagonista, que había
logrado vencer sus dolores abdominales en el tratamiento con su primer
psicoanalista, va desmejorándose poco a poco, cuando, debido al doble juego de
su doble relación con ambos hermanos, entra en un embarazo lleno de
contrariedades. La investigación sobre la identidad del compañero, muy reacio a
hablar de su pasado, va adquiriendo mayor protagonismo, cuando sus pesquisas lo
llevan a la consulta del hermano y se ve atrapada en un relación tóxica que
acaba integrándola a ella como parte indisoluble de un triángulo en el que
siempre hay una parte exenta, su pareja, ajena, casi hasta el final, al doble
juego de la protagonista. Lo descubre cuando se percata de que no está yendo a
la psiquiatra que le había recomendado. La tensión moral y erótica que va creciendo en la
narración se expresa a través no solo de una relación sadomasoquista con el
hermano, sino también de la vida anodina como vigilante de museo de ella,
Chloé, un guiño a la actriz, ella misma, que encarnó la imagen de ese perfume
en los soportes publicitarios. La exposición, que tiene como motivo principal la
carne y sangre, es una sucesión de cuerpos heridos, ensangrentados, de grandes
dimensiones, algo así como una casquería monumental en un espacio impoluto, esterilizado,
una suerte de apogeo del sufrimiento en un espacio totalmente aséptico, en el
que duras penas se oye ni una voz y en
el que el taconeo de la esbelta protagonista marca una suerte de ritmo de morse
que parece teclear S.O.S. de forma regular. Hay una progresión de su estado
físico, de la recuperación inicial a la degradación física final que corre
paralela a su presencia callada en la exposición; como, si de alguna manera,
esa presencia de la aflicción escultórica se apoderara de ella. Ozon es muy
amigo de los planos simétricos, en los que los objetos se disponen ante la
cámara con una perfecta disposición geométrica. Aquí, con el tema del doble, se
esmera doblemente. La secuencia del sueño, que tal me parece a mí que fue, en
la que ella esta dispuesta a matar a su amante y, al llegar a su casa, se
encuentra con los dos hermanos, unidos en el propósito de volverla literalmente
loca, es ejemplar a ese respecto de la simetría. Digamos, en todo caso, que en
esta película Ozon se afana en mostrarnos, al estilo clásico de Stevenson, las antagónicas
dimensiones morales de la propia identidad, algo que consigue plenamente. La
pasión escabrosa y la pasión burguesa se oponen como realidades que se necesitan
la una a la otra para confirmar la identidad fisurada, pero sólida, de los
personajes. Sí, es muy posible que haya en la actitud de Chloé cierta
incoherencia radical, que su negación del hermano malvado sea la de su propia complacencia
en esa perversión que comparte porque la hace sentirse viva; pero Ozon sabe
mantener viva la ambigüedad de la protagonista y, por supuesto, el sagrado misterio de las extrañas relaciones
de los gemelos en el útero materno. Películas como El amante doble suelen poner
nerviosos a no pocos espectadores, porque escarba en esa intimidad de los seres
humanos en la que emergen impulsos que nos obligan seguirlos, aunque moralmente los rechacemos.
Son situaciones límite, experiencias devastadoras, vivencias desgarradoras,
pero ¡tan llenas de vida, de negación, de afirmación y de remordimiento! Sí,
hay una estética del mal. Lo sabemos desde mucho antes de Las flores del mal, porque está en la mitología grecorromana, y,
concretamente, en Las metamorfosis, y
en ella hunde sus raíces esta película tan perturbadora como excelente. Buena parte de la excelencia de la pelicula recae, y quería dejar el elogio para el final, para que se recuerde e incite al posible letor de estas líneas a comprobarlo, en el magnífico trabajo de la pareja protagonista, y no especialmente en Jérémie Rénier, a pesar de que "borda" la pareja de gemelos, sino en lo que se refuerzan el uno a la otra en un duelo interpretativo mayúsculo que sabe mantener el suspense a lo largo de todo el metraje, sorprendente giro último incluido.
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