miércoles, 15 de agosto de 2018

“El criminal”, de Joseph Losey, el mundo macho carcelario.



Códigos del hampa en la jungla de asfalto: El criminal o el amor que no se espera. 

Título original: The Criminal
Año: 1960
Duración: 97 min.
País:Reino Unido
Dirección: Joseph Losey
Guion: Alun Owen, Jimmy Sangster
Música: Johnny Dankworth
Fotografía: Robert Krasker (B&W)
Reparto: Stanley Baker,  Sam Wanamaker,  Margit Saad,  Patrick Magee,  Noel Willman, Rupert Davies,  Grégoire Aslan,  Jill Bennett,  Laurence Naismith, Murray Melvin.

Cuando Joseph Losey hubo de exiliarse a Inglaterra, hizo algunas películas que, indirectamente, estaban como permeadas de un desaliento vital y una visión nihilista de la realidad que, en este caso de El criminal, resulta harto evidente y supone un buen mazazo moral para el espectador, a pesar de que la acción se desarrolla entre, en principio, gente sin principios ni ética positiva alguna que no sean los del respeto a las rígidas leyes del hampa. Gran parte de la acción transcurre en la cárcel, perfecto microcosmos donde las leyes de excepción de ese espacio gobiernan de forma pautada las vidas de quienes lo conforman. Es, y no es, una película del género carcelario. Lo es porque gran parte del metraje transcurre en ella y nos muestra un sistema de vida en el que la corrupción, los tratos degradantes, la humillación y la feroz lucha por la supervivencia y el poder dentro de dicho espacio son su día a día. Un prisionero, Stanley Baker, siempre magnífico actor, sólido, reliable, que dirían sus directores, sale de la cárcel con la intención de dar un golpe  -robar la recaudación de un hipódromo, en unas secuencias magníficas que combinan lo documental (impagables las tomas de los rituales para conjurar la suerte) y el thriller- que le resarza de las penalidades sufridas. Donde se supone que había de encontrar a quien fuera su pareja, encuentra, sin embargo, a otra mujer, una seductora Margit Saad que debería haber tenido mejor fortuna, por sus buenas cualidades y su particular belleza mestiza, por quien, enseguida, y a pesar de su tópica rudeza varonil, se siente atraído, máxime cuando ella es total ofrecimiento y nula exigencia. La preparación del golpe, con una banda dirigida por una especie de dandy de métodos más sofisticados  que la mera intuición animal del protagonista, no esconde cierta tensión que anticipa el relativo fracaso del mismo, porque, detenidos enseguida por la policía los otros miembros de la banda, el protagonista es capaz de huir a las afueras y esconder las cuarenta mil libras del robo, esconder el  botín en un hoyo excavado en la tierra, antes de, como era previsible, ser detenido, gracias a un chivatazo de su antigua novia, ahora despechada. El hecho de convertirse en pieza de información codiciada le complicará la vida, porque entonces tendrá que atender a tres frentes codiciosos: su jefe, los compañeros de la banda y uno de los jefes corruptos de la prisión, que espera poder “coger cacho” del botín. Organizado un motín en la cárcel, con unas secuencias de violencia casi orgiásticas, Bannion, el protagonista, acaba siendo trasladado para que, desde fuera, la banda que espera recuperar el botín, pueda liberarlo, lo que en efecto consigue con suma facilidad. Lo cierto es que la policía no sale demasiado bien librada en esta película, dada el papel de comparsa torpe que se le reserva. Una vez liberado, el viejo ladrón de métodos antiguos es llevado a presencia del compinche con quien ideó el atraco, quien, a su vez, tiene secuestrada a la chica de quien Bannion resulta estar enamorado. Por esos golpes de la fortuna -también los maleantes sofisticados pueden ser tan ingenuos como los policías- el protagonista logra huir con la chica, lo que permite al jefe de la banda seguirlos para descubrir el paradero del botín. Las últimas secuencias de la película mezclan el amor fou del protagonista con el nihilismo de quien se sabe acorralado y perdido, expuesto a la muerte inminente, aunque siga preservándole de ella su silencio sobre la ubicación del botín. En cualquier caso, la huida a  través de la naturaleza y la resolución del tiroteo que entabla con sus seguidores nos lleva necesariamente a un final lírico inesperado, en el que prima el orgullo de la independencia individual del hombre fuerte frente a la sumisión a la organización dirigida “desde las alturas”. Ahí me paro, porque el final es digno de no ser conocido en detalle. Sí quisiera destacar, sin embargo, que en esta película debuta ante las pantallas, en las primeras escenas de la misma, Murray Melvin, un actor de físico sorprendente que llegaría muy en breve a una gran altura interpretativa como coprotagonista de la obra maestra del Free cinema que fue Un sabor a miel, de Tony Richardson. La película, filmada en blanco y negro, tiene un aire expresionista en no pocos de los encuadres, con un sabor a thriller clásico que complementa una banda sonora excepcional de  Johnny Dankworth, un jazz adaptado impecablemente a la tensión narrativa de carácter psicológico, unas piezas que ilustran psicologías, ciertamente. Danworth también le puso música a El sirviente, por ejemplo, quizás la mejor película de Joseph Losey, y a El mago, de Guy Green, una película poco conocida, pero basada en la monumental novela de John Fowles. Aun con sus carencias, la poca atención que se le presta a la parte thriller de la película, lo cierto es que los duelos psicológicos y dialógicos que se reparten a lo largo de la película nos hablan bien a las claras de la preocupación del director por la descripción de los caracteres que se enfrentan o complementan. Es cierto que hay un enfrentamiento entre dos maneras de hacer, por lo criminal, y ahí reside buena parte del interés de la película: el enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, que arrastra a los espectadores a posicionarse entre lo deleznable y lo miserable… La fuerza de la interpretación no solo de Baker, sino de todo el reparto, contribuye lo suyo a que los espectadores podamos disfrutar, sobreponiéndonos a cierta previsibilidad y a ciertas elipsis exageradas.

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