domingo, 5 de agosto de 2018

“The Terence Davies Trilogy” y “Of Time and the City”, de Terence Davies, dos obras maestras de la autoficción.




Un afortunado descubrimiento del  director de Historia de una pasión: la autobiografía como documento: entre el documental y la autoficción: el mundo adverso de un homosexual católico en Liverpool.

The Terence Davies Trilogy: Children / Madonna and Child / Death and Transfiguration
Año: 1984
Duración: 96 min.
País: Reino Unido
Dirección: Terence Davies
Guion: Terence Davies
Fotografía: William Diver (B&W)
Reparto: Terry O'Sullivan,  Wilfrid Brambell,  Sheila Raynor,  Gypsy Dave Cooper, Jeanne Doree,  Robin Hooper,  Valerie Lilley,  Phillip Mawdsley,  Iain Munro, Nick Stringer

Título original: Of Time and the City
Año: 2008
Duración: 72 min.
País: Reino Unido
Dirección: Terence Davies
Guion: Terence Davies
Fotografía: Tim Pollard
Reparto: Documentary.

Ahora me cuesta creerlo, dado lo visto, pero en su día fui a ver la biografía fílmica de Emily Dickinson, Historia de una pasión, dirigida también por Davies y, sin embargo, no creí oportuno hacer le la crítica en este Ojo. Ignoro qué me motivó a no hacerla, pero mucho me temo que pudiera deberse a la antipatía profunda que despertaba el árido carácter de la poetisa, un caso excepcional de aislamiento voluntario que recuerda, en parte, el caso de J.D. Salinger. La renuncia puritana a la vida, sobre todo en una poetisa, no es un plato de gusto. A posteriori, y dado lo visto, insisto, hay un nexo evidente ente la perspectiva autobiográfica de la trilogía de Davies y la biografía de la poetisa usamericana. La diferencia, no pequeña, es el riguroso protestantismo de una y el angustioso catolicismo del otro. La Trilogía de Davies se corresponde con sus tres primeros acercamientos al cine: Niños (1976), Virgen con el Niño (1980) y Muerte y Transfiguración (1983), tres cortos que, unidos en una sola proyección, van poco más allá de los 90 minutos y contienen una perspectiva autobiográfica que, en un excepcional blanco y negro -Davies es un director exquisito formalmente- conforman el retrato de un ser que ha sufrido abusos cuando niño, que ha vivido su homosexualidad desde el sentimiento de culpa imbuido por una religiosidad católica y que, en el momento de su muerte, no reniega ni de su deseo ni de su pasado, aunque lo sufra, más que lo viva. Los tres cortos conforman toda una vida en tres momentos bien marcados: la infancia dolorosa, por los abusos y por sufrir a un padre maltratador; la madurez de un oficinista que, al estilo de Foucault, se enfunda el cuero de las aventuras nocturnas transgresoras frente al modoso traje del trabajo cotidiano, un ser volcado en el cuidado de su madre, quien depende físicamente de sus cuidados, que le prodiga con verdadero amor; y, finalmente, el anciano solitario que es atendido en sus horas finales mientras recuerda otras épocas de su vida, otros momentos amargos y los logros gozosos de su vida pecaminosa hacia la que tiende su boca succionadora en el momento del tránsito. Los planos fijos, la medida puesta en escena con  objetos cotidianos usualmente anodinos, los exteriores de la cotidianeidad, como el ferry, el metro o las calles, permiten una introspección en los personajes a los que, de tanto en tanto, captura un leve movimiento de zoom o un barrido lentísimo de la cámara, como si temiera enfocarlos descaradamente. Por lo general, dominan en los cortos los encuadres sombríos en los que destaca el perfil del protagonista, recortado como una sombra chinesca. Son muy frecuentes los momentos emotivos en los que el personaje libera, además,  un llanto incontrolable y doloroso en que se resumen las desdichas de una vida a contracorriente de lo socialmente aceptado. A ese respecto, las terribles escenas de la severa vida colegial, con sus castigos ritualizados o la actitud vejatoria de los profesores se cargan de un significado violento que comprenderán muy bien quienes hayan sido educados en colegios religiosos durante el franquismo. En sentido contrario, merece mucho ser destacada la lírica escena en la que el protagonista, un colegial confuso y tímido, comparte las duchas colectivas y se queda pasmado ante un verdadero adonis que entra en ellas y se deja acariciar el torso hercúleo por la lengua líquida de la ducha mientras se introduce la mano por dentro del bañador en los genitales… La peculiar gramática fílmica de Davies, muy amiga del plano fijo y el fondo musical clásico, con movimientos casi imperceptibles de los personajes, contrasta con las explosiones de ira o de complacencia en la victoria sobre las distintas encarnaciones del mal que nos ofrece como la otra cara de ese mundo silencioso de los oprimidos, de los negados. A mí, en particular, me ha fascinado la secuencia, dentro de la catedral, en la que el personaje habla con un tatuador para interesarse si le puede hacer un tatuaje en el pene -y se entiende que ha de ser, por el contexto, un mensaje religioso-. La reticencia del tatuador a tener que sostener el falo en la mano para trabajar le hace ir aumentando el precio del trabajo a cada nueva consideración de lo que ha de hacer. ¡Qué profanación tan extraña la de esa conversacion en el templo!, pero no es menor la angustia del personaje que nevesita reafirmarse en sus dos instintos básicos que lo definen como persona: el sexo homosexual y sus profundísimas creencias religiosas. No es de extrañar que a este hombre le haya costado tanto conseguir financiación para sus películas, de ahí no solo la distancia entre unos y otras, sino también el escaso número de películas en su carrera. Of Time and the City significó algo así como su “renacimiento” filmográfico, y escogió, fiel a su capacidad innovadora, un género, el documental, que tiñe de un contenido autobiográfico indirecto, pues su evocación del Liverpool de posguerra, usando filmaciones antiguas y combinándolas con las tomas modernas de la ciudad diseñadas por él, es, en realidad, una meditación filosófica sobre el paso del tiempo y la cambiante naturaleza de los seres humanos, tan prestos a identificarse con el ser lejano que fueron como a marcar una distancia infinita entre su presente y aquel pasado borroso que emerge en la memoria al compás de ciertas canciones, de ciertas plegarias, de ciertos edificios, de los rostros de ciertas personas comunes con quienes nos hemos cruzado por doquier durante esos turbios años de nuestro desarrollo… para bien, para mal y para la indiferencia. De verdad, no creo que la ciudad de Liverpool, la ciudad del fútbol y de los Beatles, tenga un homenaje cinematográfico como el que ha compuesto Terence Davies. Cada plano, cada actividad, cada barrio, cada toma, en definitiva, están llenas de una poderosa carga de melancolía y belleza. No es, en el fondo, un retrato complaciente, porque hay una crítica profunda a la intolerancia de un modelo social conservador y católico que dominó la ciudad durante mucho tiempo, condicionando terriblemente las conciencias de quienes, para los estrechos cauces de su doctrina religiosa, vivían nada menos que en pecado nefando, peor que el peor de los mortales. El autor desgrana, al hilo de encuadres sorprendentes sobre la ciudad -tomando muy de lejos como modelo Berlín, sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann, dada la presencia dominante de las músicas de todo tipo en la película-, una reflexión sobre la inaprehensibilidad del tiempo y la desventajosa situación en que las personas encaramos su mirífica obra de destrucción. Davies tiene la delicadeza de escoger un buen ramillete de frases de autores célebres, Joyce, T.S. Eliot, etc., que le eximen de ser acusado de lirismo empalagoso si hubieran sido suyas. Eso sí, como las dice con su voz de barítono, llena de un sano escepticismo y una consoladora ironía, ni siquiera la más floja de ellas suena impostada, antes al contrario, parece que hemos abierto el libro de Boecio, Consolación de la Filosofía, y nos dejamos llevar por la mejor de las caricias para el corazón y el entendimiento. Si a eso añadimos músicas excepcionales, como el Concertino para guitarra de Bacarisse, el placer se vuelve ya indescriptible. Es difícil captar el pulso vivo, pasado y presente de una ciudad sin caer en cierto manierismo o folclorismo o visión piadosa, pero Terence Davies se sobrepone a todas las trampas que acechan a un documental como el suyo y consigue arrastrarnos al corazón de su visión como si hubiéramos nacido allí y hubiéramos recorrido, de niños, esas calles, porque lo que sí es seguro es que vivimos -los que tenemos esa “cierta”, ¡y por cierta siempre temida por algunos!, edad- la presión católica sobre nuestro comportamiento y sobre nuestras expectativas vitales. Es importante ver este magnífico programa doble de una tirada, porque, entonces, la inmersión en el mundo del autor, a través de la ficción y del documento, alcanza al nivel de experiencia completísima e insustituible.

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