Una exploración inicial de la juventud contestaria londinense:
Beat girl («L’Aguicheuse») o un melodrama a caballo entre dos mundos en
conflicto: la juventud rebelde y el rígido orden burgués de posguerra.
Título original: Beat Girl
Año: 1960
Duración: 83 min.
País: Reino Unido
Dirección: Edmond T. Gréville
Guion: Dail Ambler (Historia: Edmond T. Gréville)
Música: John Barry
Fotografía: Walter Lassally
Reparto: David Farrar, Noëlle
Adam, Delphie Lawrence, Christopher Lee,
Gillian Hills, Adam Faith, Shirley Anne Field, Peter McEnery, Claire Gordon,
Oliver Reed, Pascaline.
Haber
sido ayudante de dirección de Abel Gance en su clásico de clásicos, Napoleón,
es un aval que, por sí solo, exige prestar atención a quien se pone como director
al frente de un proyecto cinematográfico. Ha sido, pues, la primera película
que he vito de Edmond T. Gréville, pero no será la última.
Beat
Girl no esconde, desde el título, cuál es el retrato que nos va a brindar.
Unas fuentes la fechan en 1959 y otras en 1960, pero los jóvenes, año arriba o
año abajo, eran los mismos, y no se trata de los existencialistas de los 50,
sino de los amantes del rock y del jazz que preludiarán los años inminentes de
la música pop como fenómeno de masas.
La
historia no deja de ser, en el fondo, un melodrama familiar. El padre de la
protagonista vuelve a casa, después de una larga ausencia y lo hace casado con
una mujer francesa. El choque entre ambas mujeres es inmediato, porque la
rivalidad estalla en cuanto la hija se siente amenazada en su “reino” por una
intrusa. Los esfuerzos de la madrastra por comportarse como tal y convertirse
en guía de la joven, para satisfacción del marido y padre, chocan con el espíritu
rebelde y agresivo de la joven, que marcará entre ambas un curioso territorio
de diferencias y semejanzas, entre las primeras, que la madrastra pertenece a la
generación rígida y conformista de los padres, y entre las segundas, que ambas
son mujeres dispuestas a usar sus armas femeninas para la consecución de sus
objetivos. La joven debutante Gillian Hills solo tenía 14 años cuando rodó la
película, pero su desarrollo físico aparenta por lo menos 4 o 5 años más. Hay
una suerte de morbosa delectación en la ambigüedad sexual de ella y de otros
personajes a lo largo de la película que marca, en parte, el tono de rareza
propio de la película.
La
trama se complica con la aparición, en el bar del Soho adonde ha ido la
madrastra a buscar a su hijastra para comer con ella, de una mujer que había
sido amiga de la madrastra y que trabaja en el local de strippers que hay
cruzando la calle, en el mismo barrio. Así que la hija descubre que hay un «pasado
oscuro» en la mujer con quien se ha casado su padre, no dudará ni siquiera en
adentrarse en ese local para buscar la información que le ayude a combatirla, a
«abrirle» a su padre los ojos de la trampa en la que ha caído.
¡El
local de striptease no tiene precio, de puro cutre, a pesar de que,
formalmente, mantiene la apariencia de un
honesto negocio! La sala pequeña, con dos hileras de butacas ocupadas por
hombres de cierta avanzada edad, la reducida orquesta de músicos en vivo, las actuaciones
y, sobre todo, la dirección del local por parte de Christopher Lee, son una
gozada cinematográfica inconmensurable! Imaginemos el garito lujoso de Gilda en versión cutre de barriada inglesa…,
pues eso. Con todo, el numero de striptease protagonizado por Pascaline, una
bailarina haitiana que triunfó en París con ese tipo de danzas, heredera de los
atrevidos cabarets de los felices 20, cuando triunfaba en toda Europa y sobre
todo en Berlín Joséphine Baker, es especialmente atrevido para la
cinematografía de la época, porque, mediante un pañuelo como símbolo fálico que
incluye hasta un amago de felación, la bailarina, que incluye el top-less final,
consigue un número realmente espectacular. De hecho, en algunos países fue
censurado. En España imagino que ni siquiera, dado el control ideológico para
evitar la contaminación de la juventud, debió de estrenarse la película. No
tardaría mucho el turismo, sin embargo, en recibir a los primeros hippies a los
que pronto emularíamos todos -los que en esos años éramos jóvenes, claro- para
desesperación de las «fuerzas vivas» de media España.
La
trama evoluciona, pues, en esa doble dirección de la venganza de la hija y de
cómo, por consumarla, acaba enredada en una situación difícil en el teatrillo,
cuyo gerente, un estilizadísimo Christopher Lee, que ha utilizado a la amiga de
la madrastra para proveerse de danzarinas para su espectáculo, intenta seducirla.
El
retrato de la juventud rebelde, teniendo en cuenta las películas usamericanas
clásicas, como Rebelde sin causa, de Nicholas Ray, por ejemplo, nos
parece un perfecto simulacro del modelo del otro lado del Atlántico y, por ello
mismo, resulta no solo artificial, sino incluso hasta ñoño, como «de pega», una
burda imitación de modelos con más verdad. En el retrato de ese coro de
rebeldes sin causa hay dos escenas, sin embargo, muy bien rodadas, en las que
se aprecia cuanto digo, pero sin el dramatismo de los modelos originales: la
competición entre dos coches para ver quién es el gallina que frena antes de
estrellarse contra el pilar de un puente por cuyo arco solo cabe un coche y el
reto de ver quién es el último que aparta la cabeza del raíl de un tren antes
de que este le decapite… La protagonista, a quien el enamorado que no le hace
ni caso considera un iceberg, dada su rabiosa sed de independencia, es la
última en apartarla, claro. El enamorado, Adam Faith, fue luego un ídolo musical, y aquí interpreta
hasta tres canciones con exquisito gusto. A título anecdótico, cabe decir que Beat
Girl fue la primera película que puso a la venta un álbum con la banda
sonora, iniciando así una costumbre que nos llevaría al trío famoso: El libro,
la película y el disco, entre los que preceptivamente tenía que decidirse, por
cierto. ¡Lo que agradecería la industria que eso volviera a ponerse de moda…!
La música de la película la compuso John Barry, el creador de la mayoría de las
bandas sonoras de James Bond, y las actuaciones en la película son las de su
banda en aquel momento. Dentro del grupo de jóvenes rebeldes, a los aficionados
les encantará ver a un joven de 20 años, guapo y atlético, y algo payaso aquí,
Oliver Reed, quien después se convertiría en una auténtica estrella del cine
inglés.
Está
claro por dónde discurre el melodrama y cómo el conocimiento del pasado de su
mujer puede condicionar la futura relación de los recién casados, sobre todo después
de que en la cena en la que se formaliza la contratación del diseño de toda una
ciudad en Brasil por parte del padre, un famoso arquitecto, la hija deja ir
veladas acusaciones de prostitución por parte de la madrastra. Por ello dejo a
los curiosos que se acerquen a lo que algunos críticos consideran una auténtica
y excelente película de serie B, y no creo que les falte razón. La discreta puesta
en escena, el rodaje en estudio y los pocos exteriores de la película nos
hablan de una producción «barata», pero no exenta de interés genuino por un
movimiento juvenil que iría creciendo exponencialmente en apenas dos años, con
la aparición de The Beatles y la beatlemanía, que tanto desconcertó a la
puritana Inglaterra de entonces.
Que
nadie se llame a engaño, Beat Girl es una rareza quizás solo apta para
curiosos, pero con cuya visión cualesquiera espectadores pueden pasar un rato
entretenido. La actriz, que también triunfó después como cantante, Gillian Hills,
en modo alguno llega a tener la profundidad dramática que el guion le otorga, teniendo
en cuenta que, en una conversación con su padre, hasta es capaz de introducir el
miedo a la bomba nuclear entre los factores que la estresan y la inducen a la rebeldía
contra el sistema de sus mayores, que vertebró todo un movimiento político
joven en Gran Bretaña, encabezado por pensadores de la talla de Bertrand
Russell, y más parece una futura sexy symbol como Diana Dors, por ejemplo.
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