domingo, 3 de noviembre de 2019

«Una razón brillante», de Yvan Attal o el elogio de la dialéctica.



Argumentar no es producto de la casualidad, sino del estudio, de la formación y de la habilidad en el uso de las estrategias discursivas: Una razón brillante o una declaración de amor a la retórica.

Título original: Le brio
Año: 2017
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección: Yvan Attal
Música: Michael Brook
Fotografía: Rémy Chevrin
Reparto: Daniel Auteuil, Camélia Jordana, Jacques Brel, Serge Gainsbourg, Romain Gary, Yvonne Gradelet, Yasin Houicha, Nozha Khouadra, Jean-Baptiste Lafarge, Louise Loeb, Claude Lévi-Strauss, François Mitterrand, Yves Mourousi, Nicolas Vaude.

Como no se puede llegar a todo, estrenaron a mi vera esta película de Attal que dejé pasar porque me «olía» un «pastel» parecido a aquel gran éxito del inmigrante que lleva la silla de ruedas del inválido rico, Intocable, de Olivier Nakache y Eric Toledano, y que me abstuve de ver. Algo de ese esquema  hay en esta película en la que el choque entre la realidad multicultural de Francia, encarnada en una joven  francesa de origen argelino  y la mentalidad tradicional, conservadora y un punto racista de un profesor de universidad que falta al respeto a sus alumnos desconsideradamente va a discurrir por los cauces previstos por ese «gran abrazo» del respeto final entre quienes se desconocen y se miran y hablan desde los prejuicios y no desde el conocimiento «profundo» de las personas, entendidas como individuos, no como estereotipos ni como representantes de nada.
Acusado, finalmente, de tratos vejatorios y racistas hacia sus alumnos, el Rector, amigo del profesor cuya conducta no puede seguir protegiendo, hace un trato con él para que prepare a la alumna de origen magrebí a la que ha vejado públicamente de modo que esta pueda participar en el concurso de oratoria, un torneo entre universitarios en el que la universidad a la que todos pertenecen hace mucho que no tiene un buen resultado.
Con ese objetivo competitivo de por medio, el primer escollo será que el profesor, chapado a la antigua de la vieja y eterna retórica, sea capaz de congeniar lo suficiente con la arisca alumna como para que puedan trabajar conjuntamente, algo que no está claro que vaya a suceder. Sucede, claro, porque, si no, no hubiéramos tenido película. ¿Por qué sucede? Pues porque nace en cada uno de ellos algo imprescindible para que tal colaboración pueda darse: el interés verdadero y genuino por el otro, por quién sea, por cuáles sean sus orígenes y sus metas en la vida y, finalmente, por el reconocimiento del alto valor humano y académico del saber que está en juego: ¡nada menos que argumentar impecablemente para ser capaz, ella, de derrotar a potentes adversarios mediante el uso exclusivo de la palabra! El choque, pues, entre la irascibilidad defensiva de la joven y el supremacismo cultural y eurocéntrico del profesor está servido… La base de la preparación será el texto de Schopenhauer, El arte de tener razón, un opúsculo en el que a lo largo de 38 estratagemas puede uno ganar dialécticamente a sus adversarios, al margen de que esa victoria respete la verdad, claro está. Queda claro desde el principio: Convencer. Tener razón. La verdad da igual, le dice el protagonista a la joven estudiante.
Y el plato de ese choque y esa preparación se come con gusto, todo sea dicho. Y ello a pesar de todos los «clichés» que la narración pone en juego. No solo por el contraste inevitable entre la banlieu y el centro, entre la tradición árabe y la tradición cristiana, sino, sobre todo, porque, más allá de ellos, de los «clichés», va emergiendo poco a poco una sólida relación profesor-alumna que responde a esquemas tradicionales de la literatura y la cinematografía del bildungsroman o novela de formación. En el fondo, lo que acaba uniendo la narración son dos desclasamientos, dos soledades: la de la mujer independiente y con iniciativa en un mundo de ascendencia árabe profundamente machista y la de un ser cultivado al que le repele la banalización y trivialización de la vida contemporánea: dos solitarios, en definitiva.
A lo largo de la película, vamos alternando la preparación académica de la joven, un descenso sin escrúpulos a la Sofística que dominaba la filosofía griega antes de Platón y Aristóteles, y que en los Diálogos de Platón,  Gorgias y Protágoras, se trata en detalle. He de reconocer que he echado de menos el desarrollo íntegro de alguno de los debates que se insinúan de una forma algo chusca entre la protagonista y sus rivales, porque el arte de la persuasión retórica es un verdadero espectáculo en sí mismo, y hubiera sido conveniente, incluso para el gran público, presenciarlo, a pesar de lo poco cinematográfico que es seguirlo, como lo atestiguan las retransmisiones parlamentarias, tan de plano fijo…
Está de más decir que, aun respondiendo a una realidad incontrovertible, el personaje protagonizado por Daniel Auteuil tiene una deriva estrafalaria y asainetada, caricaturesca, que le permite ciertos excesos de interpretación que potencian el excelente buen humor de la cinta, en algunos casos incluso con gags tan excelentes como el de la visita al geriátrico donde tiene el profesor a la madre; o las «actuaciones» en el metro, ¡de ambos! Ella, Camelia Jordana, con una actitud inicial propia del espíritu defensivo con que los miembros de las minorías se protegen siempre en una sociedad agresiva respecto de la inmigración ilegal, va entrando al mismo tiempo en la película y en la aceptación por parte del espectador, aunque cuesta, no es fácil. Se simpatiza mucho más con ella en «su» ambiente, con una posición inequívoca de no sometimiento a los valores culturales y religiosos propios de sus orígenes, que cuando se mueve fuera de él con una inseguridad que su profesor explota para irla «moldeando» un poco al antojo de lo políticamente correcto, todo se ha de decir.
Así, la película va transcurriendo como debe: descubriendo una el valor del trabajo riguroso que ha de sobreponerse incluso a que esa sabiduría le llegue de su «peor enemigo», y descubriendo, el otro, que los auténticos valores de la cultura occidental están muy por encima de las pequeñeces identitarias o religiosa. Está claro que hay una acción subterránea que, preceptivamente descubierta por la joven, nos abocará a un desenlace que, en este caso, son dos, por el mismo precio de la entrada, aunque el segundo sobra, por redundante, innecesario y moralizante, desde luego; pero el publico siempre sale de la sala preguntándose: Y después qué pasó. Aquí se nos ofrece el después. Que cada cual juzgue. Recordemos, sin embargo, que el cine es el arte de la elipsis.

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