sábado, 9 de noviembre de 2019

«High-Rise», de Ben Wheatley o la arquitectura al servicio del delirio.



La distopía como género en alza, y más en un rascacielos autócrata: High-Rise o un festival de símbolos, metáforas y excelente cine. 

Título original: High-Rise
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: Reino Unido
Dirección: Ben Wheatley
Guion: Amy Jump (Novela: J.G. Ballard)
Música: Clint Mansell
Fotografía: Laurie Rose
Reparto: Tom Hiddleston, Sienna Miller, Jeremy Irons, Luke Evans, Elisabeth Moss, James Purefoy, Keeley Hawes, Reece Shearsmith, Peter Ferdinando, Sienna Guillory, Stacy Martin, Enzo Cilenti, Augustus Prew, Tony Way, Dan Renton Skinner.

Queda claro dónde se inspira José Luis Cuerda para la notable continuación de Amanece que no es poco, me parece, aunque todo dependerá de lo que él confiese, pero entra dentro de lo posible que la lectura del libro de Ballard en el que se basa esta película tenga todas las papeletas. En cualquier caso, la precedencia en la fecha de estreno convierte a Hig-Rise en un modelo relativo del bloque de pisos donde se aloja la acción de Tiempo después, aunque se trate de dos películas de muy distinta naturaleza. La de Cuerda se decanta hacia el lado lírico del surrealismo disparatado español, cercano a 3 sombreros de copa, pongamos por caso, y High-Rise se acerca al modelo apocalíptico próximo al terror, más cercano, pongamos en su caso, a La naranja mecánica, de Kubrick o El unicornio, de Louis Malle, o Dr. M, de Chabrol, por poner tres referentes de distopias distintas.
         Lo bueno que tiene el género distópico es que se aleja de lo que tradicionalmente tiene tanta importancia en las películas estandarizadas, la narración, la historia, la creación de personajes, y nos sumerge, desde los mismísimos títulos de crédito, en un torbellino de imágenes que no siempre están en relación con esa narración, lineal o no, que pretende hacernos llegar una «historia». Si las imágenes son la historia, está claro que la puesta en escena es algo así como el espacio en que aquellas emergen, algo así como lo que les da sentido.
En este caso, pues, el edificio es bastante más importante que las propias vidas de unos seres que más parecen haber nacido para estar a su servicio, para formar parte de su engranaje terrible,  que para disfrutar de él, a juzgar por cómo todos los personajes se definen por su estatus dentro del edificio. Y sí, es cierto que hay algunos tópicos imposibles de soslayar incluso para autores tan transgresores como Ballard, cuya historia llevada al cine por Cronenberg, Crash, siempre me ha parecido un vuelo sin par de la imaginación creadora. Pues sí, en un rascacielos que funciona como una metáfora de la sociedad occidental, hay «arriba» y «abajo», hay «espacios reservados» y hay «espacios públicos», hay un “arquitecto” que construye esos mundos -el de la película es el primero acabado de un perímetro de 5 que ocupan un espacio desértico a las afueras de la gran ciudad, hay obreros- autónomos, con supermercado, gimnasio, campo de golf y, en una de las escenas más espectaculares de la película: un jardín privado donde la mujer del arquitecto pasea a caballo y que, jugando con el efecto sorpresa, el espectador cree que está en la planta baja, a pesar de que el nuevo inquilino, el doctor Laing -una referencia al psiquiatra británico especializado en el diagnóstico y tratamiento de la esquizofrenia- ha subido al último piso del edificio. Cuando, finalmente, la cámara se desplaza lateralmente y tenemos una perspectiva en picado de la altura a la que nos hallamos, se consuma la sorpresa y el mismísimo espacio parece cobrar vida para expandirse más allá de la lógica, del mismo modo que, cuando entremos en la entropía que aqueja al edificio y a sus moradores mortales y mortíferos, el espacio parecerá «encogerse».
Como la obra arranca con un presente caótico, un auténtico final apocalíptico como el descrito en The omega Man («El último hombre vivo»), de Boris Sagal, curiosa, sin más,  sabemos de buen comienzo cuál es el final, aunque esos primeros compases engañan lo suyo, porque el flash back que recorre en sentido inverso toda la película hasta el presente, acaba dejando espacio temporal suficiente como para que lleguemos casi sin darnos cuenta al punto desde el que se había iniciado el retroceso y aún tengamos la oportunidad de asistir a la continuación de ese desarrollo entrópico que amenaza con acabar con el «sistema», por más que metafóricamente sepamos que el orden se mantiene inmutable al estilo de la sentencia clásica del conde Salinas en El Gatopardo.
Insisto en que las imágenes son determinantes, y el repertorio que le permite al autor un edificio como el que se fotografía en la película es variadísimo, con unos juegos de perspectivas, sobre todo desde el edificio hacia el vacío, al aparcamiento de los coches de los propietarios, por ejemplo, o desde unas terrazas a otras más el añadido del vacío sobre el que ambas se sostienen que son todo un prodigio de profundidad de campo y de puesta en escena. Si a ello le sumamos la suerte de celebración de la liberación de los instintos en que se convierte la película prácticamente desde el comienzo, con fiestas salvajes en las que penas hay diferencias con las bacanales, advertiremos que el sexo, el alcohol y la ebriedad consiguiente marcan un camino por el que todo parece ir despeñándose cuando comienzan las dificultades funcionales del edificio, que se inician con cortes de luz que hacen presagiar un infierno de oscuridad en el que todo parecerá que está permitido. La evolución hacia el caos progresa quizá excesivamente, y aunque la acción se centra en una decena de personajes, principalmente en el Dr. Laing, sí ha de decirse que sorprende el ritmo de ese deterioro y la facilidad con que se le pide al espectador que lo acepte bajando el nivel de exigencia crítica que impondría un desarrollo racional cuyos pasos se omiten deliberadamente, una suerte de elipsis que le viene a decir al espectador: si, en la vida real, otro hubieran sido los pasos que se hubieran dado, pero en este edificio con vida propia, una burbuja en la sociedad, una suerte de monada plural, un edificio autocrático, con sus propias leyes, autoridades y rebeldes, todo ha de devenir según las imposibles normas del caos, que exime de causalidades y prima las casualidades o directamente las arbitrariedades. De repente, la lucha por la vida en toda su crudeza se impone a cualquier atisbo de comprensión racional de lo que ocurre. Se cruzan, en ese caos, infinitas líneas críticas que ponen en tela de juicio relaciones humanas cosificas, adulteradas y casi militarizadas, amén de cruelmente absurdas, pero la película es una suerte de apogeo del horror y de la incapacidad humana para ordenar la convivencia, una mirada absolutamente escéptica -no sin exageración- de nuestras escasas posibilidades para sobrevivir como especie, aunque, mientras "okupemos" el planeta, ciertas normas imperecederas, propias de nuestro sistema social actual, permanecerán. Quizás ese mensaje sea lo más simple de la película, junto a otras simplezas que solo pueden justificarse en esa aceptación de la petición de principio sobre la singularidad de la sociedad concreta,  ajena a la sociedad general, que supone la vida del edificio y sus normas específicas.
La película es, sobre todo, un festival visual rodado con una delicadeza y una exactitud extraordinarias. Del mismo modo que las interpretaciones, comenzando por Irons, pero extendiéndose a todos los participantes en la misma, permiten tomarnos en serio lo que, sin su concurso, pudiera echar para atrás a no pocos espectadores. Un deleite y un horror a partes iguales, pero una experiencia visual digna de ser tenida en cuenta.

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