sábado, 23 de noviembre de 2019

«La muerte en directo», de Bertrand Tavernier o la anticipación de «Black Mirror».



Una crítica demoledora del dominio desalmado de la realidad urdido por los mass media. La muerte en directo o cómo adelantarse casi 40 año a las distopías corrientes y molientes de nuestro presente…

Título original: La mort en direct
Año: 1980
Duración: 128 min.
País: Francia
Dirección: Bertrand Tavernier
Guion: Bertrand Tavernier, David Rayfield
Música: Antoine Duhamel
Fotografía: Pierre-William Glenn
Reparto: Romy Schneider, Harvey Keitel, Harry Dean Stanton, Max Von Sydow, Thérèse Liotard, William Russel, Carolyn Langrishe, Bill Nighy.

No la vi en su momento, y, dado el año, acaso fuera por problemas presupuestarios…, pero siempre he ido detrás de recuperarla. Filmin, como siempre en estos casos, bien puede decirse que hace una obra de caridad para con los cinéfilos y, sobre todo, con los críticos a los que les urge recuperar esta o aquella película. La mínima ciencia-ficción que presupone la historia de la película, en parte parecida a la que he revisitado recientemente de El hombre con rayos X en los ojos, de Roger Corman, deja paso enseguida a una crítica feroz del poder terrible de los grandes medios de comunicación, en este caso la televisión y los reality-shows que no nacerían hasta diez años después de la película.
Estamos, pues, ante un cine de «anticipación» que, por moverse en terreno absolutamente desconocido, agranda aún más el mérito de la película. Pensemos que la protagonista, además, es una pionera de la escritura de best-sellers mediante ordenador, ¡en los albores, propiamente, de la cibernética!, lo cual «redondea» el futurismo de la trama en aquella época. Mucho tiempo después, ya digo, llegaría Gran Hermano a los televisores y El show de Truman, de Peter Weir, a las pantallas, por ejemplo. Inciso: en un papel minúsculo, hace su aparición en esta película Bill Nighy, a quien reconocí por el inconfundible timbre de su voz, dado que ni siquiera un plano completo de él se nos ofrece en la película, una coproducción usamericana, inglesa y francesa, una de esas felices joint venture que, en este caso al menos, tuvo un resultado espectacular, sin duda por la dirección de Tavernier y el estilo de película «de autor» que se impone al casi impersonal, la mayoría de las veces, de la gran coproducción, excepción hecha de obras de la envergadura de las películas monumentales de David Lean, por ejemplo.
La historia es simple: a una autora de esos best-sellers románticos le dice su médico que tiene un cáncer incurable y que solo le quedan, a lo sumo, dos meses de vida. Enseguida entra en acción un productor televisivo sin escrúpulos empeñado en hacer un programa de televisión que «siga» a la enferma durante esos dos últimos meses de su vida para ayudar a la gente a familiarizarse con la llegada de la muerte, esperada o inesperada; es decir, se disfraza el negocio con el drama ajeno con el aire de un documental en favor del bien social, todo ello mediante un suculento estipendio de medio millón de dólares por medio. Visto desde los retorcimientos psicológicos de nuestro presente, hay, en la reacción de la enferma, que finalmente acepta el contrato, no poco de ingenuidad y algo, incluso, de sentimentalismo ñoño, como el encuentro con el niño en el parque, por ejemplo, que se disculpan por lo que la película tiene de iniciadora.
Ella no sabe nunca cómo es posible que la graben, porque ignora que el desconocido con el que ha entablado una relación de solidaridad  y afecto, interpretado por un joven Harvey Keitel, «es» la cámara que sigue sus pasos. Con la comprobación de cómo funciona ese mecanismo inserto en sus ojos arranca la película, si bien la cámara inicia su andadura en el espacio de un cementerio donde juega una niña y desde donde se perfila la visión de Glasgow, una ciudad a la que Tavernier sabrá extraer planos de profundo lirismo y desolación, cuando la mujer desahuciada la atraviesa en su deambular propiamente sin rumbo. A pesar de haber firmado el contrato, pretende zafarse del seguimiento de las cámaras, ignorando que la lleva a su lado, con el nuevo amigo con el que ha reemplazado la codicia de su marido, quien enseguida se mostró partidario de «participar» en tan lucrativo experimento. No es un personaje definido y se trata, en realidad de un punto débil de la película, excesivamente larga porque en su «viaje hacia el mar», ella va buscando el reencuentro con quien fuera su primer amante, un Max von Sydow fiel a sus papeles bergmanianos que la acoge en esas postrimerías dramáticas en un espacio alejado del mundanal ruido, justo donde, en el momento menos inesperado, su compañero de viaje y camarógrafo también «comprado» por el productor y amigo del programa, que tiene el título de la película «Muerte en directo», Death Watch, según se lee en las vallas publicitarias donde se anuncia el programa…, pierde la linterna con la que, enfocándose a los dispositivos oculares, mantiene con vida el sistema de visión, que no puede someterse a la oscuridad completa, circunstancia que acabaría provocándole la ceguera, como ocurre al final, de un modo metafórico.
La protagonista va viviendo una deriva que la lleva incluso a dormir en los albergues para sin techo y acercándose a una realidad miserable que, hasta ese momento, formaba parte de una realidad que ignoraba completamente. Gracias a la compañía de su nuevo amigo, va sorteando trágicamente la degradación física que se va apoderando de ella, merced a la medicación que le ha prescrito el doctor que le comunicó el desahucio, y desesperada por el malhadado destino que la espera, y al que, finalmente, se adelanta, protegida por el amante al que había idealizado y con quien se reúne porque con nadie mejor que con él cree ella que puede recibir la visita de la Parca. El hecho de que haya sido escogida como un conejillo de indias para el programa y que, en realidad, no esté desahuciada, no acaba de convertirse en una noticia que llegue hasta ella, quien, cuando aterriza el helicóptero que pretende auxiliarla, con el productor al frente, ha iniciado ya el viaje hacia la nada, protegida por quien fuera su amante, quien se enfrenta a la maldad del productor para poner el broche final a un especulación mediática capaz de infringir las más sagradas leyes de la ética por un provecho económico.
Resulta muy interesante en esta película avanzada notablemente a su época la acción paralela de las retransmisiones televisivas que siguen los teleespectadores y el íntimo destino trágico de la protagonista, alejado de esa curiosidad social malsana. En la ausencia de intersección entre ambas historias hay una profunda sabiduría narrativa.
Aunque solo sea por la anticipación que supuso, la película merece una visión que puede complacerse en el alto valor técnico de la selección de escenarios y en la suerte de road movie en que se convierte cuando ella quiere volver, a su manera, a sus orígenes, junto a su primer amor y al mar. El reparto es francamente sensacional, y Romy Schneider hace una de sus grandes interpretaciones, aunque la estética de los años 80 no es, precisamente, de las que favorecen a las actrices, aunque los numerosos primeros planos de la película, tan intimista, contrarrestan la estética deplorable de aquellos años.



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