Una crítica demoledora del dominio desalmado de la
realidad urdido por los mass media. La muerte en directo o cómo
adelantarse casi 40 año a las distopías corrientes y molientes de nuestro
presente…
Título original: La mort en direct
Año: 1980
Duración: 128 min.
País: Francia
Dirección: Bertrand Tavernier
Guion: Bertrand Tavernier, David Rayfield
Música: Antoine Duhamel
Fotografía: Pierre-William Glenn
Reparto: Romy Schneider,
Harvey Keitel, Harry Dean Stanton, Max Von Sydow, Thérèse Liotard, William
Russel, Carolyn Langrishe, Bill Nighy.
No la
vi en su momento, y, dado el año, acaso fuera por problemas presupuestarios…,
pero siempre he ido detrás de recuperarla. Filmin, como siempre en estos casos,
bien puede decirse que hace una obra de caridad para con los cinéfilos y, sobre
todo, con los críticos a los que les urge recuperar esta o aquella película. La
mínima ciencia-ficción que presupone la historia de la película, en parte
parecida a la que he revisitado recientemente de El hombre con rayos X en
los ojos, de Roger Corman, deja paso enseguida a una crítica feroz del
poder terrible de los grandes medios de comunicación, en este caso la
televisión y los reality-shows que no nacerían hasta diez años después de la
película.
Estamos,
pues, ante un cine de «anticipación» que, por moverse en terreno absolutamente
desconocido, agranda aún más el mérito de la película. Pensemos que la protagonista,
además, es una pionera de la escritura de best-sellers mediante ordenador, ¡en
los albores, propiamente, de la cibernética!, lo cual «redondea» el futurismo
de la trama en aquella época. Mucho tiempo después, ya digo, llegaría Gran
Hermano a los televisores y El show de Truman, de Peter Weir, a las
pantallas, por ejemplo. Inciso: en un papel minúsculo, hace su aparición en
esta película Bill Nighy, a quien reconocí por el inconfundible timbre de su
voz, dado que ni siquiera un plano completo de él se nos ofrece en la película,
una coproducción usamericana, inglesa y francesa, una de esas felices joint
venture que, en este caso al menos, tuvo un resultado espectacular, sin
duda por la dirección de Tavernier y el estilo de película «de autor» que se
impone al casi impersonal, la mayoría de las veces, de la gran coproducción,
excepción hecha de obras de la envergadura de las películas monumentales de
David Lean, por ejemplo.
La
historia es simple: a una autora de esos best-sellers románticos le dice su
médico que tiene un cáncer incurable y que solo le quedan, a lo sumo, dos meses
de vida. Enseguida entra en acción un productor televisivo sin escrúpulos
empeñado en hacer un programa de televisión que «siga» a la enferma durante
esos dos últimos meses de su vida para ayudar a la gente a familiarizarse con
la llegada de la muerte, esperada o inesperada; es decir, se disfraza el
negocio con el drama ajeno con el aire de un documental en favor del bien
social, todo ello mediante un suculento estipendio de medio millón de dólares
por medio. Visto desde los retorcimientos psicológicos de nuestro presente,
hay, en la reacción de la enferma, que finalmente acepta el contrato, no poco
de ingenuidad y algo, incluso, de sentimentalismo ñoño, como el encuentro con
el niño en el parque, por ejemplo, que se disculpan por lo que la película
tiene de iniciadora.
Ella
no sabe nunca cómo es posible que la graben, porque ignora que el desconocido
con el que ha entablado una relación de solidaridad y afecto, interpretado por un joven Harvey
Keitel, «es» la cámara que sigue sus pasos. Con la comprobación de cómo
funciona ese mecanismo inserto en sus ojos arranca la película, si bien la
cámara inicia su andadura en el espacio de un cementerio donde juega una niña y
desde donde se perfila la visión de Glasgow, una ciudad a la que Tavernier
sabrá extraer planos de profundo lirismo y desolación, cuando la mujer
desahuciada la atraviesa en su deambular propiamente sin rumbo. A pesar de
haber firmado el contrato, pretende zafarse del seguimiento de las cámaras,
ignorando que la lleva a su lado, con el nuevo amigo con el que ha reemplazado
la codicia de su marido, quien enseguida se mostró partidario de «participar»
en tan lucrativo experimento. No es un personaje definido y se trata, en
realidad de un punto débil de la película, excesivamente larga porque en su
«viaje hacia el mar», ella va buscando el reencuentro con quien fuera su primer
amante, un Max von Sydow fiel a sus papeles bergmanianos que la acoge en esas
postrimerías dramáticas en un espacio alejado del mundanal ruido, justo donde,
en el momento menos inesperado, su compañero de viaje y camarógrafo también
«comprado» por el productor y amigo del programa, que tiene el título de la
película «Muerte en directo», Death Watch, según se lee en las vallas
publicitarias donde se anuncia el programa…, pierde la linterna con la que,
enfocándose a los dispositivos oculares, mantiene con vida el sistema de
visión, que no puede someterse a la oscuridad completa, circunstancia que acabaría
provocándole la ceguera, como ocurre al final, de un modo metafórico.
La
protagonista va viviendo una deriva que la lleva incluso a dormir en los
albergues para sin techo y acercándose a una realidad miserable que, hasta ese
momento, formaba parte de una realidad que ignoraba completamente. Gracias a la
compañía de su nuevo amigo, va sorteando trágicamente la degradación física que
se va apoderando de ella, merced a la medicación que le ha prescrito el doctor
que le comunicó el desahucio, y desesperada por el malhadado destino que la
espera, y al que, finalmente, se adelanta, protegida por el amante al que había
idealizado y con quien se reúne porque con nadie mejor que con él cree ella que
puede recibir la visita de la Parca. El hecho de que haya sido escogida como un
conejillo de indias para el programa y que, en realidad, no esté desahuciada,
no acaba de convertirse en una noticia que llegue hasta ella, quien, cuando
aterriza el helicóptero que pretende auxiliarla, con el productor al frente, ha
iniciado ya el viaje hacia la nada, protegida por quien fuera su amante, quien
se enfrenta a la maldad del productor para poner el broche final a un
especulación mediática capaz de infringir las más sagradas leyes de la ética
por un provecho económico.
Resulta
muy interesante en esta película avanzada notablemente a su época la acción
paralela de las retransmisiones televisivas que siguen los teleespectadores y
el íntimo destino trágico de la protagonista, alejado de esa curiosidad social
malsana. En la ausencia de intersección entre ambas historias hay una profunda
sabiduría narrativa.
Aunque
solo sea por la anticipación que supuso, la película merece una visión que
puede complacerse en el alto valor técnico de la selección de escenarios y en
la suerte de road movie en que se convierte cuando ella quiere volver, a
su manera, a sus orígenes, junto a su primer amor y al mar. El reparto es
francamente sensacional, y Romy Schneider hace una de sus grandes
interpretaciones, aunque la estética de los años 80 no es, precisamente, de las
que favorecen a las actrices, aunque los numerosos primeros planos de la
película, tan intimista, contrarrestan la estética deplorable de aquellos años.
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