sábado, 1 de mayo de 2021

«Arizona», de George Marshall, o el western pacifista.

El valor de la ley y las pruebas frente al lenguaje de las pistolas, más un curso abreviado de curioso lysistratismo…

 

Título original: Destry Rides Again

Año: 1939

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: George Marshall

Guion: Felix Jackson, Henry Myers, Gertrude Purcell . Obra: Max Brand

Música: Frank Skinner, Friedrich Hollaender

Fotografía: Hal Mohr (B&W)

Reparto: Marlene Dietrich, James Stewart, Irene Hervey, Mischa Auer, Brian Donlevy, Charles Winninger, Allen Jenkins, Warren Hymer.

 


Un sheriff sin pistola, El muchacho de Oklahoma, de Michael Curtiz, titulé en este Ojo la crítica de la película de Curtiz, de 1954, es decir, muy posterior a esta de George Marshall en la que se nos presenta un personaje con idéntica caracterización: un sheriff pacifista, nada amigo del uso de las pistolas ni de la violencia, aunque, como advierte en una secuencia ilustrativa, no porque no sepa usarlas, sino por todo lo contrario, porque domina su uso y sabe que de él solo se deriva el mal de la muerte irreparable.

Esta es la segunda de las tres adaptaciones que tuvo al cine la novela tras la de 1932, de Ben Stoloff, La venganza de Tom, con Tom Mix y la tercera, Honor y venganza, también del propio Marshall, que bien podría considerarse, por el nivel de los intérpretes como de auténtica serie B. Más adelante, en 1964 el personaje se convirtió en serie de televisión. Es decir, estamos ante una invención fecunda de Max Brand, quien es el padre de otro personaje televisivo de raigambre, el Dr. Kildare.

Hablar de una actriz en «decadencia» refiriéndose a Marlene Dietrich, cuando aún faltaban años para que rodara Sed de Mal, de Welles o Testigo de cargo, de Wilder puede parecer incongruente, pero lo cierto es que varios fracasos de taquilla anteriores a esta película permitían pensar en ello. Arizona fue, en consecuencia, un revulsivo para su carrera, sobre todo porque ofrecía de ella un lado más accesible y era el contraste ideal, por experiencia vital y capacidad seductora frente a un «pipiolo» como James Stewart que, sin embargo, estaba ya consolidado como un primerísimo actor tras rodar con Capra Caballero sin espada, por ejemplo, el «perfil» humano de cuyo protagonista encasilló a Stewart en cierta clase de papeles a los que responde el que desempeñó, con gran éxito en Arizona.

El más clásico de los esquemas del western, un poderoso que tiene a su servicio al alcalde y juez y al sheriff, intenta apoderarse de todas las fuentes de riqueza del pueblo, «Atolladero», bautizado en aquellos años con el hoy poco usado «Atascadero», nombre que describe a la perfección el lodazal en el que la maldad atrapa a los honrados granjeros o ganaderos que se rebelan contra el cacique, dueño del Saloon y hotel del pueblo, donde su amante, Dietrich, Frenchie —váyase a saber si por la poca gracia que les hacía a los usamericanos por aquel entonces todo lo proveniente de Alemania, lo que hubiera dado una Dutchie que se ajustaba más al acento con que la actriz canta en inglés— es cantante, animadora y colaboradora en sus estafas, como en la partida de póker en la que le gana unas tierras a un granjero. Así que se deshacen del sheriff, quien intenta mediar a favor del granjero, el alcalde propone nombrar para sustituirlo al borrachín del pueblo, quien contrata como ayudante al hijo de quien fue una leyenda en la lucha contra el crimen, Tom Destry Sr.

El hijo llega al pueblo y el ridículo del sheriff, cuando este baja de la diligencia sosteniendo una jaula de pájaros, es solo el comienzo de un reguero de ellos que lo sumirán en el desaliento, porque el joven Destry es un enemigo del uso de las armas para resolver los problemas que se le presenten al sheriff. La técnica del protagonista consiste en usar un repertorio de anécdotas que muestran siempre que el uso de la violencia no ha conseguido jamás salirse con la suya a quienes recurren a ella como solución mágica. Así las cosas, el escrupuloso cumplidor de la ley parece subordinarse a los deseos de un cacique que está encantado con semejante «pardillo» que todo se lo facilita.

En el ínterin, hasta que consigue reunir evidencias para enfrentarse al cacique, Frenchie acaba enamorándose de él y, ya al final de la historia, pasándose al bando del «orden», encarnado por un joven que la seduce a ella a fuerza de ingenuidad y buenas intenciones. La crítica que Destry le hace a Frenchie, la de ir con toneladas de maquillaje, tiene un golpe de efecto excepcional de guion en el final de la película, de esos que a los espectadores atentos les gusta identificar para darse cuenta de que es una historia contada con suma atención a los detalles.

La elección de intérpretes de tan reconocida valía, porque el malo encarnado por Brian Donlevy es «de manual», forma parte del acierto de la película, ver desenvolverse a James Stewart entre el escepticismo de los vecinos por sus métodos tan novedosos se ve acompañado por la no menos inteligente selección de los secundarios, como  el nuevo ayudante de sheriff, Mischa Auer (rodó en España La pícara molinera, de León Klimovsky), quien pierde los pantalones en una partida de póker con Frenchie, lo que da pie a no pocas escenas graciosas o el siempre eficaz [y licenciado por Yale University] Warren Hymer.

La película, ya se advierte por lo que digo, es una habilidosa mezcla de comedia y western serio, pero, puestos a elegir, he de reconocer que el peso de la comedia es muy superior al de la parte seria o trágica del asunto, puesto que hay algunas muertes en el desarrollo de la historia, siendo la más sentida la del sheriff que contrata al joven Tom, quien acaba asesinado por la espalda. En ese desarrollo, las tres canciones que interpreta Marlene Dietrich son una imposición de guion, imagino, porque en modo alguno son canciones que, a pesar del afán de convertirlas en populares, como se aprecia en el desenlace, sean capaces de levantar tanto entusiasmo entre los parroquianos. Ella sí que se presenta como una mujer «de armas tomar», pero, musicalmente, hablamos de números de escasa calidad.

En cualquier caso, Arizona es una película para la que siempre hay un momento, porque eso tienen los clásicos, sean del género que sea, todo momento es bueno para sentarse ante ellos y disfrutar de lo lindo. George Marshall, además, artesano de probada eficacia, narra con agilidad y se permite algún que otro  destello de autor en ciertos planos  magníficos, aunque Stewart y la Dietrich son auténticos animales fotogénicos que se los facilitan enormemente. ¡Oído al magnífico yee-haw de la Dietrich… en una de las canciones!

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