Una ficción
anacrónica sobre el amor, la amistad y sus lábiles fronteras.
Título original: Un 32 août
sur terre
Año: 1998
Duración: 85 min.
País: Canadá
Dirección: Denis Villeneuve
Guion: Denis Villeneuve
Música: Nathalie Boileau,
Robert Charlebois, Pierre Desrochers, Jean Leloup
Fotografía: André Turpin
Reparto: Pascale Bussières,
Alexis Martin, Paule Baillargeon, Emmanuel Bilodeau, R. Craig Costin, Joanne
Côté, Frédéric Desager, Estelle Esse, Lee C. Fobert, Venelina Ghiaourov,
Richard S. Hamilton, Marc Jeanty, Evelyne Rompré, Ivan Smith, Serge Thériault.
Si hay algo a
lo que no me puedo resistir es a ver la ópera prima de directores que alcanzan,
tras aquel debut en la realización, cierta notoriedad e incluso celebridad. Y
desde Incendios, que vi como una sorpresa totalmente inesperada, he
seguido la carrera de DenisVilleneuve con cierta atención, aunque me resisto a
ver su Dune, porque si Lynch fracasó con la suya, imagino que debe de
haber algo en la historia que la convierte en irreductible a la versión cinematográfica,
como sobradamente demostró John Huston con su más que pésima, ¡infumable!, adaptación
de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, por ejemplo.
En la primera
película uno se afana, por lo general, en dejar bien claras las devociones que
lo han llevado a ese oficio. Que en la habitación de uno de los dos
protagonistas aparezca un cartel con la imagen de Jean Seberg en Al final de la escapada, de Godard, es
pista suficiente para poner en el haber de Villeneuve ciertos usos supuestamente
innovadores, como los cortes bruscos en el cambio de plano y la sucesión rápida
de algunos de ellos, del mismo modo que puede añadirse un travelín larguísimo
de los dos protagonistas por un paseo interminable para el momento cumbre de la
«proposición indecente» que vertebra la película. Queda claro que el título nos
saca del chato realismo para meternos en un tiempo ajeno al calendario y, en
consecuencia, quedan abiertas las interpretaciones para saber qué plano de la
irrealidad ha escogido Villeneuve para contarnos una historia tan posmoderna,
esto es, un mero pretexto para mostrar un virtuosismo estilístico que,
ciertamente, puede recordar no pocas influencias, incluido el Antonioni de Zabriskie
Point.
La historia
arranca con un espectacular accidente de automóvil del que la protagonista sale
con una facilidad inversamente proporcional a la inverosímil posición que ha
adoptado la cámara para rodarla, y que tanto despista al espectador, al tiempo
que lo sorprende gratamente, porque es todo un alarde de encuadre. Eso sí, una
vez que la mujer ha salido de esa cápsula, primera de la que sale sin daño
aparente, porque luego, andando la trama, habrá otra de la que sí sale muy
dañada —la habitación de hotel al estilo japonés en el que su compañero de
aventura simula con éxito la falta de gravedad…—, sufre una crisis existencial
que la lleva a retirarse de todo, ella es modelo, a pesar de su juventud, para dedicarse a una
sola cosa: tener un hijo. Como es soltera, decide proponerle a su mejor amigo
que se lo haga. Él le sigue la corriente y le dice que solo lo tendría con ella
en un desierto, una de esas condiciones absurdas que pretenden disuadir, no
invitar. Recordemos que estamos en los días 32, 33 y 34 de agosto…, y que ella,
como hija de piloto, tiene fácil acceso a los vuelos, lo cual explica que, sin pensárselo
dos veces, y con lo puesto, aterricen en Salt Lake City, Utah, el estado de los mormones, aunque no creo que Villeneuve
haya querido connotar hermenéuticamente ese dato trivial, y tras un tira y
afloja con un taxista casi mefistofélico, ambos se dirigen al desierto que
sirve de frontera con Nevada, un desierto de sal donde, supuestamente, ambos
van a concebir a la criatura. Los planos que Villeneuve le arranca a la
presencia de sus personajes en ese desierto son realmente espectaculares, sobre
todo los aéreos. De alguna manera, la película se convierte en un popurrí de géneros,
porque, de repente, irrumpe la road movie y ambos van a la deriva,
propiamente, hasta que llegan a esa habitación de hotel japonesa en la que él
decide que no va a ayudarla a tener el hijo. Sepa el lector que cuando el «mejor
amigo» decide seguirle la corriente, este tiene una pareja a la que engaña con
unas guardias inesperadas (él es médico en etapa de formación, algo así como el
MIR) para justificar su ausencia. Lo que
sucede, en realidad, es que él vive en un estado de indeterminación absoluta y
no sabe exactamente cuáles son sus verdaderos sentimientos hacia su «mejor
amiga». Está claro que no voy a seguir desentrañando la película, sobre todo
porque tiene un giro inesperado que la acerca mucho a una película de Almodóvar
(y no sé yo si ya estoy dando demasiada información).
A mi entender, hay un abismo entre la materia
narrativa y la técnica con que nos la hace llegar. Esta última es excelente, y
el repertorio de habilidades estéticas de Villeneuve se ha visto luego
plenamente desarrollado en películas posteriores
como Incendios o la magnificente La llegada. Los protagonistas de
esta aventura fuera del calendario tienen, a mi entender, un sí sé qué de
vacuos y unas vidas de postureo que se traslucen en su manera de enfrentarse a
los más pequeños actos de la vida cotidiana. Está claro que Villeneuve no ha
querido hacer una película realista, pero el conflicto lo es totalmente, ¡nada
menos que la maternidad! El contraste, entonces, entre la artificiosidad
desangelada de ambos y el conflicto se convierte en una distancia excesiva con,
al menos, este espectador. No son seres humanos con tragedias íntimas, sino
poses estereotipadas que las imitan, pero desde la frialdad y desde la
incomunicación. Como diría Boyero, esas cuitas nada me transmiten, ni las hago
mías. Con todo, ya digo, la espectacularidad de las imágenes reconcilia con
esta ópera prima interesante y cargada del futuro que ya hemos conocido en sus películas posteriores a esta ópera prima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario