Título original: The Iron Curtain (Behind the Iron Curtain) aka
Año: 1948
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William A. Wellman
Guion: Milton Krims. Historia:
Igor Gouzenko
Música: Alfred Newman
Fotografía: Charles G.
Clarke (B&W)
Reparto: Dana Andrews, Gene Tierney, June Havoc, Berry Kroeger, Edna
Best, Stefan Schnabel, Nicholas Joy, Eduard Franz, Frederic Tozere
.
Título original: Carrie
Año: 1952
Duración: 118 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Wyler
Guion: Ruth Goetz, Augustus Goetz. Novela:
Theodore Dreiser
Música: David Raksin
Fotografía: Victor Milner
(B&W)
Reparto: Laurence Olivier, Jennifer Jones, Miriam Hopkins, Eddie Albert,
Basil Ruysdael, Ray Teal, Barry Kelley, Sara Berner.
Un sobrio thriller de espionaje que inaugura la Guerra Fría y un drama romántico conmovedor.
Si en la variedad está el gusto,
también en ella está la maestría en una profesión, porque en un arte lleno de
géneros, como el cinematográfico, «encasillarse» puede ser la muerte de un
autor. Es cierto que hay directores más dotados para este o aquel género, está
claro, pero los grandes cineastas han demostrado saber fajarse con cualquier
historia encuadrada en el género que fuese, sin importarles lo más mínimo que, como
solíamos decir de niños, fuera una «de espías», «del oeste», «de miedo», «policiaca»,
«de aventuras» o “de amor”… Esa es la razón por la que junto dos películas tan
distintas entre sí de dos autores, Wellman y Wyler, ambos Guillermos…, que cultivaron
géneros tan diversos.
El telón de
acero, rodada en 1948 a escasos años del final de la Segunda Guerra Mundial
y cuando aún la Unión Soviética no se había convertido en el villano por
excelencia para las democracias liberales de Occidente, es la primera película
de espías que, basándose en un caso real, alertaba del peligro de la infiltración
soviética a todos los niveles en esas sociedades democráticas con el fin no
solo de conseguir información, sino de ir minando sus institución es y
predisponiendo a las masas a favor del internacionalismo proletario. Sí, por
descontado, estamos ante una película ideológica que adquiere, sin embargo, el
envoltorio formal de un thriller estupendo, lleno de encuadres afortunados que
nos muestran a la perfección no solo el mundo por dentro de la Unión Soviética
y sus «compañeros de viaje» occidentales, sino, y sobre todo, las
contradicciones de unos personajes que saben ver por sí mismos y reconocen
inmediatamente la alienación a la que están sujetos, algo que se inicia en la
reflexión de la mujer del agente ruso, un descifrador de mensajes, que es
enviado a trabajar a la embajada soviética en Canadá, cuando le dice a su marido
que se niega a ver a la hospitalaria y
amable vecina de apartamento de la pareja, que incluso cuida del hijo que ambos
acaban de tener, como una «enemiga» con la que su marido le ordena no «confraternizar»,
no estrechar ningún tipo de lazo emocional ni de ningún tipo. La firmeza del
hombre, que nunca se ha planteado ninguna reflexión como la de su mujer, tiene
una respuesta que escalofría: Hemos de tener confianza en nuestros líderes.
La película, muy realista, revela el modus operandi de la inteligencia
soviética y sus extraordinarias medidas de seguridad, pero nada de ello valdrá
frente al «factor humano», cuando el obediente agente descifrador llegue a la
misma conclusión que su esposa y decida que su futuro, y sobre todo el de su
hijo, está mejor garantizado en un país libre, no en la Unión Soviética. El proceso
de conversión del agente es paralelo a la exhibición del proceso de captación
de amigos de la Revolución para convertirse en informantes y colaboradores del
espionaje soviético. Tantas luces y sombras necesitaban lo que la película nos
da: una estética de thriller lleno de claroscuros, de pantallas de mesa que
iluminan tenuemente los espacios, de citas de seguridad, de personajes ambiguos
y de unas relaciones de poder siempre pendientes del «capricho» de Moscú, que
quita y pone fidelidades o enemistades. La película, rodada en Canadá, en
invierno, tiene exteriores magníficos, siempre captados con encuadres en los
que se advierte la firmeza de las instituciones democráticas, como las tomas
del Palacio de Justicia o del Parlamento, frente a las sombras clandestinas que
se agitan en la penumbra para acabar con el sistema. El caso de Igor Gouzenko,
en el cual se basa la película, fue el primero de lo que luego se conoció como
La Guerra Fría, un enfrentamiento que duró hasta la caída de la URSS y que,
ahora con Putin, antiguo director de la policía secreta soviética, parece renacer
con cierta fuerza, dadas las interferencias de Moscú en los procesos democráticos
de diversos países e incluso en la insurrección del nacionalismo catalán, por
ejemplo. La pareja protagonista, Dana Andrews y Gene Tierney, trata de repetir
el éxito de Laura, de Otto Preminger, y se ha de reconocer que sus
actuaciones son muy buenas, sobre todo la de Andrews, que carga con el papel
principal, pero se trata de dos películas muy diferentes. En esta, por ejemplo,
la voz en off es la de un patriótico narrador que exalta los valores
democráticos, frente a la voz literaria y compleja de la película de Preminger.
La película consigue crear una tensión excepcionalmente bien llevada, porque la
peregrinación del «espía» por las instituciones canadienses no surte el efecto
que él pensaba que la calidad de la información que ponía a su disposición
exigía. Ello permite mantener en vilo constante la atención del espectador casi
hasta el momento final. A pesar de los pesares, no deja de haber un peculiar
sentido del humor que aparece aquí y allá a lo largo de esta película a la que
se le superpone, sin demasiado énfasis, un intento de acercarla al género
documental, como si se dudara entre contar una historia o hacer una película de
propaganda. El escollo se salva y lo que queda es una historia en la que
Andrews brilla a gran altura y Wellman consigue un thriller de espionaje insólito
hasta ese momento por la veracidad minuciosa de la trama.
Carrie,
de William Wayler, autor extraordinario en no pocos géneros, Brigada 21,
La heredera, Ben-Hur, El coleccionista, adapta al cine un
melodrama romántico de Theodore Dreiser, y lo hace con dos actores muy distintos,
Laurence Olivier y Jennifer Jones. Diríase que poca química pudiera esperarse
que surgiera entre ellos, pero como el peso de la historia recae en el
personaje de Olivier, ha de reconocerse que este hace una interpretación
sólida, brillante, que si no opaca la de Jones, salva, al menos, la aparente
desconexión entre ambos. La historia de una joven ambiciosa que quiere
abandonar el medio rural para instalarse en la gran ciudad, Chicago, con la intención
de aspirar a disfrutar de las bondades de la misma, de sus lujos y ofertas de
distracción se va a entretejer con la de un corredor de comercio que le da su
tarjeta para que recurra a él en caso de necesidad y la del gerente de un
restaurante que está malcasado, con dos hijos ya mayores, y que acaba enamorándose
de la joven a quien el corredor de comercio ha invitado a comer en su
restaurante, después de que ella fuese despedida de su humilde trabajo como
cosedora de zapatos y harta de que su hermana y su cuñado se quedaran con casi
toda su paga para pagar su alojamiento y manutención. Instalada como amante del
viajante de comercio, la joven se debatirá entre la fidelidad del ausente, en
cuyo piso vive instalada, y el apasionado amor romántico de un pobre de
espíritu, apocado, que en ningún momento le revela a la joven cuál es su
condición civil. La historia da un giro espectacular cuando él se queda con
10.000 dólares que no le ha dado tiempo a volver a guardar en la caja fuerte, cuya
abertura está programada para el día siguiente, y, con la firme declaración a
su enamorada de que ya ha conseguido el divorcio, se monta en un tren a Nueva
York para vivir con ella a todo lujo en un hotel de primera y regalarla con todos
los lujos que ese dinero robado le permiten ofrecerle. La aparición de un
agente de seguros que exige la devolución del dinero pudiera haber significado
el fin de la aventura, pero, enamorada profundamente de su benefactor, la
protagonista acepta compartir con él la dura prueba de la pobreza en que ambos
caen. Esta segunda parte de la película es la que convierte el melodrama en un
gran drama, porque la degradación social del protagonista recorre toda la
escala hasta la más absoluta pobreza, hasta la miseria. La protagonista, sin
embargo, por un capricho de la Fortuna, comienza a abrirse paso en el show
business, recorriendo un solitario camino inverso al de su amante. Mucho
antes, se ha presentado en casa de ambos la esposa de él exigiendo que firmara
la venta de la casa para facilitarles dinero a sus hijos. El se resiste si ella
no accede a concederle el divorcio, lo cual hace, y permite que los amantes se
casen, pero no impide que se acaben separando cuando las expectativas laborales
de él lo acerquen al lado más oscuro de la sociedad. ¿Se reencuentran ambos
después, cada uno en un escalón distinto de la escalera social? Eso es algo que
tendrá que ver el espectador, quien espero que haya seguido este drama «de
época», perfectamente ambientado, con una puesta en escena impecable y con un
vestuario de lujo, con el mismo interés y emoción con que yo lo seguí.
He aquí, pues,
dos muestras extraordinarias de un mimo genérico en directores que se movieron
con mucha soltura y pericia por buen número de ellos. Disfrútenlas.
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