domingo, 10 de octubre de 2021

«El retrato de Jennie» y «Ciudad en sombras», de William Dieterle o el clasicismo.

 

Título original: Portrait of Jennie

Año: 1948

Duración: 86 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William Dieterle

Guion: Paul Osborn, Peter Berneis. Novela: Robert Nathan

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Joseph H. August (B&W)

Reparto: Jennifer Jones, Joseph Cotten, Ethel Barrymore, Lillian Gish, Cecil Kellaway, David Wayne, Albert Sharpe, Henry Hull, Florence Bates, Felix Bressart, Clem Bevans, Maude Simmons, Nancy Olson.

 

Título original: Dark City

Año: 1950

Duración: 98 min.

País: Estados Unidos

Dirección: William Dieterle

Guion: John Meredyth Lucas, Larry Marcus, Ketti Frings

Música: Franz Waxman

Fotografía: Victor Milner (B&W)

Reparto Charlton Heston, Lizabeth Scott, Viveca Lindfors, Dean Jagger, Don DeFore, Jack Webb, Ed Begley, Harry Morgan, Walter Sande.

 

Una cumbre del lirismo romántico y otra del dirty realism del cine negro.

         William (exWilhelm) Dieterle fue uno de esos cineastas nacidos en la época del expresionismo alemán que, viéndole las orejas al lobo del nazismo, aprovechó una oferta de Hollywood para instalarse en Usamérica, nacionalizarse usamericano y poner al servicio de su cine el caudal de maestría expresiva que se había desarrollado en Alemania De Caligari a Hitler (o Leni Riefenstahl) como tituló Kracauer su iluminadore ensayo sobre esa incomparable época cinematográfica. Habiendo comenzado en el mundo del teatro, a las órdenes de Max Reinhardt, con quien llegó a dirigir una adaptación al cine de uno de sus grandes éxitos teatrales, El sueño de una noche de verano, Dieterle fue escalando posiciones en la industria usamericana en cuya estructura no tardó en sentirse cómodo, aunque muchas de sus películas apenas tuvieran nada del sello experimental de sus orígenes en Alemania. No obstante, al menos para mí, Dieterle ocupa en mis devociones cinematográficas un primerísimo lugar desde que hace la friolera de 48 años vi por vez primera Esmeralda, la zíngara, también conocida como «El jorobado de Notre Dame» (The Hunchback of Notre Dame) y el lirismo del enamoramiento del ser deforme se me metió en las entretelas del alma… De alguna manera, aunque con diferente intensidad, pasa lo mismo con uno de los grandes éxitos de Dieterle, Jenny, una de las cumbres del cine romántico de todos los tiempos, mezclado, además, con lo sobrenatural, algo que ha acabado casi convirtiéndose en un subgénero dentro del cine romántico, como ya lo hicieran, en su día, Powell y Pressburger en A vida o muerte, que bien puede ponerse en relación con esta de Dieterle. La película es tan conocida que no me extenderé demasiado en alabarla para que los hipotéticos lectores de este Ojo vayan a verla, pues imagino que todos la habrán visto ya. Sí que traeré a colación una anécdota curiosa. El cuadro real de Jenny existe, tal y como aparece en la película, y es obra del pintor  Robert Brackman, quien a lo largo de quince sesiones lo acabó. La tela fue transportada con las debidas consideraciones a lo que era, una obra de arte que hoy está colgada en el Metropolitan Museum of Art en Nueva York, donde se instaló después del estreno. La anécdota, sin embargo, es que un millonario norteamericano quiso adquirir la tela, costase lo que costase, aunque le fue imposible. Ese millonario fue, tiempo después, tras la muerte de Selznick, el marido de Jennifer Jones, quien se acabó casando con ella. La historia del pintor que halla la inspiración al contemplar el rostro de una niña que patina en invierno nos va a llevar a un periodo de tiempo en el que, la niña irá apareciendo sucesivamente en la vida del pintor con una edad distinta, pasando, como cantaría Julio Iglesias, «de niña a mujer», sin que los desesperados intentos de encontrarla por parte del pintor den nunca resultado, aunque, durante esos años de crecimiento, asistirá a los cambios que solo acabarán cuajando en la madurez del último cuadro que conseguirá la gloria y la fama para el atormentado pintor. El ambiente espectral de la película se conjuga a la perfección con la vivencia realista del amor que va naciendo en el pintor por esa mujer que se transforma ante sus ojos de una aparición para otra. Joseph Cotten, en la cima de su carrera, conseguía conferir verosimilitud a una historia de fantasmas que se convierte en una doble obsesión: poseer la encarnación de la inspiración y la técnica pictórica necesaria para darle sentido a su carrera, materializando la primera en una obra de arte indiscutible, que es lo que ocurre. Ha de sorprender a cualquiera la maestría de Dieterle para hacernos ver cada aparición de Jennie como lo más normal del mundo, sea en el lago helado de Central Park, sea en la buhardilla tópica del artista, sea, incluso, en los Claustros de Nueva York donde ubican el colegio religioso donde estudia la protagonista. No deja de llamar tampoco la atención, el hecho de ver al artista cargando con su cartapacio de originales por si surge la posibilidad de una venta…. Lo que sí revelaré del final es el extraordinario parecido de tono  y de puesta en escena que he detectado entre este arrebatador final romántico de la película y esa gran película protagonizada por Willem Dafoe y Robert Pattinson, El faro, de Robert Eggers, que cuenta, de hecho,  una historia muy similar a la que se cuenta del faro donde desaparece Jennie. Las revisiones permiten, por otro lado, prestar atención a ciertos detalles que le dan una cohesión magnífica al relato. De hecho, la búsqueda de la protagonista y los anacronismos que de ella se desprenden, los asume el artista con la mayor naturalidad del mundo, prestando ojos y oídos a su deseo en vez de a su razón, lo cual nos permite que, de ese acatamiento de la belleza singular, emerja una poderosa historia de arte, de amor y de amor al arte.

         Ciudad en sombras, en las antípodas de El retrato de Jennie, es un thriller muy curioso por varios factores, pero, destaca, sobre todo, por ser la primera aparición estelar de Charlton Heston, tras sus dos primeros papeles con David Bradley, uno en Peer Gynt, un ejercicio escolar, y el otro como Marco Antonio en Julius Caesar, el mismo año en que fue escogido para dar vida a un tahúr que, dentro de una pequeña banda de estafadores, cuyo garito de apuestas ha sido desmantelado por la policía, consigue «arrancarle», en una partida trucada, un cheque de 5000$ a un pobre hombre que acaba suicidándose antes que enfrentarse a la pérdida de un dinero que no era suyo, sino de su empresa, que se lo había confiado. Haley, el protagonista, está enamorado de una cantante de voz rasgada, la bellísima Lizabeth Scott, Fran, un papel que bordó siempre que la llamaban para ello, y que trata de no «presionar» en exceso a Haley para que comparta con ella su vida. El exmilitar suicidado contó una anécdota en la partida de cartas: desde pequeño, su hermano mayor veló por él como un auténtico guardaespaldas… La anécdota parece no ir más allá de ese momento, pero desde que se conoce la muerte del estafado en la partida, los componentes de la misma comienzan a aparecer asesinados y colgados… Está claro que no puede tratarse más que del hermano. Los dos componentes de la encerrona que aún sobreviven, el indeciso Haley y el detestable Augie, el magnífico secundario Jack Webb, reciben protección de la policía para evitar ser asesinados. Como en la celebérrima El póker de la muerte, de Henry Hathaway, el suspense sobre los destinos de los integrantes de aquella mesa de juego que provocó la muerte del hermano, van a ir siendo asesinados. Haley toma la iniciativa y se hace pasar por un agente de seguros para ganarse la confianza de la mujer del suicidado, a fin de conseguir siquiera una foto del sospechoso, para poder defenderse, llegado el caso. Lleva el papel tan lejos que acaba enamorando a la mujer del exmilitar, quien, por la muerte de su marido se ha quedado colgada y con una hipoteca a la que hacer frente. El objetivo de Haley es conseguirle a toda costa los 10.000$ del supuesto seguro que él le dijo que podían ser suyos, un engaño con el que se ganó su confianza. La película, con los mejores recursos del cine negro, progresa en la dirección del suspense casi al estilo de Hitchcock, lo cual asegura la atención plena de los espectadores. Vale decir que tanto Heston como Viveca Lindfors nos ofrecen un supuesto idilio tan poderoso o más que el mantenido con la propia Lisabeth Scott, lo que supone una vuelta de tuerca en el argumento que lo complica magistralmente. De cómo acabe esa situación de «corazón partío» solo se enterará quien se siente ante la pantalla y vea con supremo placer una obra quizás no demasiado conocida y seguro que no valorada en lo mucho que se merece, porque Dieterle, sin ser un habitual del género, lo cierto es que consigue una atmósfera, unos personajes y una historia del todo convincentes Y si, además, hay secundarios como Ed Begley o Don DeFore de por medio, todo adquiere una dimensión de película más que notable.

Confieso que, a veces, aunque no sea uno de los objetivos de este Ojo, echo de menos que ciertos descubrimientos me sean confirmados por a quienes les haya dado yo el «queo», pero me conformo con que, por lo menos, esas películas que se esconden casi camufladas en ciertos géneros, abrumadas a veces por obras maestras de las que no andan excesivamente lejos, sean vistas y disfrutadas como yo lo hago.

 

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