En el género
carcelario, una insólita película en la que los «nazis» son los británicos. Extraordinarias
interpretaciones, asfixiante atmósfera, flagrante inmoralidad.
Título original: The Hill
Año: 1965
Duración: 122 min.
País: Reino Unido
Dirección: Sidney Lumet
Guion: Ray Rigby. Obra: Ray
Rigby, R.S. Allen
Fotografía: Oswald Morris
(B&W)
Reparto: Sean Connery, Harry Andrews, Ian Bannen, Alfred Lynch, Ossie
Davis, Ian Hendry, Roy Kinnear, Michael Redgrave, Jack Watson, Neil McCarthy,
Norman Bird.
Sidney Lumet, de quien critiqué
hace poco un par de películas, una algo tosca y la otra acaso demasiado
comercial, rodó en 1964 El prestamista, con un estratosférico Rod
Steiger a través de cuyo personaje reflexionaba la película sobre el estrés
postraumático que sufre el protagonista por haber estado en los campos de exterminio
nazis, y ello en un barrio marginal de Nueva York y con una música de Quincy Jones
que creaba una atmósfera muy particular y desasosegadora, como las propias
pesadillas del protagonista. Inmediatamente después Lumet se embarca en una
obra de producción británica de factura en apariencia muy diferente, pero con
un hilo argumental subterráneo que las une estrechamente, porque La colina
es una obra perteneciente al género carcelario, pero con la particularidad de
tratarse de un campo de prisioneros británicos en suelo libio (rodada, por
cierto, en Almería)al que llegan desertores, ladrones y alborotadores de todo
tipo para ser «reeducados» a través del castigo físico, del ejercicio y de la
humillación constante. El jefe del campo está más que ocupado en su cinegética
amatoria y, en consecuencia, el auténtico jefe del presidio es un Sargento
Mayor que va más allá del autoritarismo, quien se rodea de guardias leales a su
manera sádica de entender la corrección de los seres humanos a quienes quiere
devolver la condición de «soldados», antes que la de «personas». La película
está basada en la novela del mismo título de Ray Rigby, quien sufrió en sus
propias carnes el paso por un penal de las características del que se describe
en la película, ¡y a fe que se nota que estamos ante un documento vivo de la
experiencia personal!, no ante una ficción mejor o peor asacada, porque si algo
excelente tiene la película de Lumet es haber sabido transmitir las vivencias
de unos personajes poco menos que abandonados a su mala suerte, la de tener a
un guardián sádico al cargo de ellos. Los recursos fílmicos empleados por Lumet,
una variedad de encuadres, de planos esquinados en picado y contrapicado, de primerísimos
planos que nos adentran en la inmediatez de la transpiración, la mirada y las
agudas voces autoritarias de los personajes, transmiten de una manera excepcional
las penalidades a las que se han de enfrentar los cinco prisioneros recién
llegados al campo, ignorantes de la crueldad mental de sus guardianes a la que
se han de someter. En el centro de la penitenciaría (que nos trae a la memoria
el aparato de tortura kafkiano de En la colonia penitenciaria, aunque
solo sea por el contraste con la sencillez del de la película, lo cual hace aún
más absurda la situación de unos prisioneros que han de luchar contra sí mismos
en realidad…) se alza la «Colina», una montaña de arena alzada por los presos y
cuyas subidas por una vertiente y bajadas por la otra, repetido todo ello bajo
un sol inclemente, llevando el petate con todas sus cosas encima, acaba
derrotando al más valiente entre los valientes. En la película, toda la acción
se centra en las diferentes conductas de los cinco recién llegados,
personalidades muy distintas que, a lo largo de su estancia en el penal, van a
tener comportamientos muy distintos no solo entre ellos, en la celda, sino con
los guardianes y con el Sargento Mayor que dirige el penal como un dictador
paternalista que solo busca el «bien» de los internos, su redención y posterior
reincorporación al servicio activo para poder contribuir al impulso de la
guerra. Lo que más llama la atención de los espectadores es que, para conseguir
esos fines, los guardianes hagan uso de la tortura constante, y la principal,
por supuesto, por lo que «castiga» el cuerpo, es el constante ascenso y
descenso de la «colina» un monumento erigido para satisfacción de los más bajos
instintos agresivos de quienes gobiernan el penal. Las psicologías de los cinco
recién llegados son muy distintas, y la película efectúa cinco retratos
minuciosos y perfeccionistas de cada uno de ellos. El resultado es una película
tensa, vibrante, que moviliza la indignación de los espectadores, porque las
relaciones de poder que se establecen no se dan únicamente entre guardianes y
prisioneros, sino también entre los prisioneros y entre los guardias. Y ahí es
donde juega un papel esencial el médico de la penitenciaría, encarnado por el
siempre brillante Michael Redgrave, dispuesto, cuando las cosas se complican en
exceso y se llega a la muerte de un recluso, a enfrentarse con un
inconmensurable Harry Andrews que, usualmente en papeles secundarios, se alza
aquí con un protagonismo que consigue eclipsar incluso al brillante Sean
Connery, quien abandonó los glamurosos papeles de 007 para meterse en la piel
de un militar indisciplinado que se niega a cumplir las órdenes suicidas de
ataque dadas por su superior, a quien incluso llega a agredir.
La película, insisto,
es un festival de primeros y primerísimos planos que logran generar una suerte
de materialidad que se adhiere a la mirada de los espectadores de un modo
incluso pegajoso, porque la sensación de calor agobiante que domina la cinta se
percibe, ya digo, casi físicamente. Pero las agresiones psicológicas son las
que se llevan la palma, esos rostros encarados a un centímetro en el que se
gritan órdenes o amenazas o insolencias o insultos, como las secuencias
terribles en que el Sargento Mayor se burla del soldado negro considerándolo un
mono al que hay que amaestrar. ¡Impresionante! La rebelión de este, entrando de
sopetón, con la imitación de un mono, ¡estando en calzoncillos, porque ha
decidido dejar el ejército y no reconoce ya ni galones ni institución ni, por
supuesto, un uniforme que lo humilla!, en el despacho del Comandante de la
prisión… La película, ya digo, genera un estado emocional perfectamente trasladado
desde imágenes muy agresivas por su dureza y su inhumanidad, que golpean la
conciencia del espectador de un modo apabullante: ¡qué sensación desasosegadora
de claustrofobia! Vivimos la experiencia de los cinco soldados como una
pesadilla que nos va indignando progresivamente, de forma medidamente paralela
a la indignación creciente de los prisioneros, quienes entran en una espiral
casi autodestructiva que a punto está de mostrarnos lo peor de la naturaleza
humana sin posibilidad de redención. El motín provocado por la muerte de uno de
los cinco prisioneros (una secuencia espeluznante, por cierto) da lugar a unas
secuencias extraordinarias y a un recital interpretativo de Andrews.
La colina,
así pues, tiene todos los ingredientes de películas tan clásicas como El
sirviente y Rey y Patria de Losey o la mismísima Doce hombres sin
piedad, del propio Lumet. Recoge la mejor influencia del cine expresionista
alemán y del realismo psicológico y metafórico de Eisenstein, cuyo estudio de
la anatomía humana tanto parece haber influido a Lumet en la realización de esta
película a la que casi podríamos calificar de hiperrealista. Lo más sorprendente,
con todo, es el modo como Lumet, a partir de una historia extraordinariamente
sencilla, como el proceso de represión de unos británicos por otros, que parecen
convertirse en sus guardianes nazis, contra los que luchan todos, es capaz de
descubrir tantas características de las diferentes psicologías humanas que se
enfrentan en el estremecedor campo de batalla de la penitenciaría.
Aún me dura el
impacto terrible que me ha causado el visionado de esta película magistral.
¡Menuda escuela de interpretación para futuros actores! Sí, tiene mucho de
intensidad teatral esta película, pero esa proximidad es la que consigue transmitir
Lumet con una realización tan acerada y vibrante, tan elocuente de lo fácil que
es, desde la instancia del poder, incurrir en el despotismo salvaje
institucional.
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