Una obra de
madurez sobre la imposibilidad del amor en la madurez.
Título original: Gertrud
Año: 1964
Duración: 116 min.
País: Dinamarca
Dirección: Carl Theodor
Dreyer
Guion: Carl Theodor Dreyer.
Obra: Hjalmar Soderberg
Música: Jorgen Jersild
Fotografía: Henning Bendtsen
Reparto: Nina Pens Rode, Bendt Rothe, Ebbe Rode, Baard Owe, Anna
Malberg, Axel Strobye.
No en vano la película se titula Gertrud,
porque, más allá de que «las razones de los otros» quedan eclipsadas por las de
la protagonista, la película ha querido centrarse en la crisis existencial y
sentimental de una mujer madura que asiste al desmoronamiento de lo que
entiende que es su última posibilidad de vivir un pleno amor romántico, apasionado,
aunque está claro que para los espectadores meridionales ese adjetivo se corresponde
con un referente radicalmente distinto, pero estamos en Dinamarca y todos hemos
visto muchas películas de Bergman como para no saber «exactamente» qué
significa «apasionado» por aquellos lares nórdicos en los que, por debajo de la
cortesía glacial, bulle la lava de un volcán emocional que no pocas veces se
transforma en descomunal agresividad. No sucede en esta historia, pero la rabia
del despecho aflora a los nudillos de un marido que, desde la suma frialdad, no
acaba de entender las aspiraciones juveniles de con quien se unió después de
que ella fuera abandonada por «el gran amor de su vida», quien se acaba
convirtiendo en una suerte de poeta «nacional» a quien, en el transcurso de la
historia se rinde homenaje con una marcialidad que choca horrores con el culto
a la libertad de la pasión y la sexualidad que defiende el poeta. Gertrud, por
supuesto, acude al homenaje académico, en cuya mesa presidencial se sienta el
poeta junto a su marido, a quien acaban de nombrar ministro.
Gertrud ha sido una excelente cantante de
ópera y aún mantiene en perfecto estado su voz y su arte, como lo prueban dos
canciones que interpreta en la película. Una de ellas, particularmente, es muy
significativa, porque, teniendo al piano al joven amante, de quien le ha llegado la noticia de que se jacta de
haberla conquistado y de sumarla a su lista particular, todo ello mientras lo
celebra jocosamente en una fiesta a la que le había prometido a Gertrud no
asistir, la voz se le quiebra cuando, como homenaje al laureado poeta, entona
el lied de Schumann, Ich grolle nicht y la voz se le quiebra hasta tener
que dejar de cantar cuando llega al Ewig verlos’neslieb, «Amante perdido
para siempre»… De hecho, en la misma habitación están los tres hombres a los
que Gertrud, en un momento u otro de su vida, ha amado o cree haber amado, y de
los tres ve que ha llegado el momento de separarse, aunque dos de ellos, el
marido y el poeta quieren recuperarla.
La película es sobria, utiliza el plano
secuencia pero con la cámara frontal estática, y los personajes no se miran a
los ojos en toda la película, a pesar de que lo que se ventila entre ellos son
sentimientos profundos y, a su manera nórdica, ardientes. Los interiores nos
ofrecen una puesta en escena muy medida, austera, pero de enorme impacto
estético, porque la disposición de dichos elementos se aviene a la perspectiva
pictórica desde la que Dreyer concibe las secuencias. Domina el blanco en todos
sus tonos y hay algo de ritual en la representación, porque, a pesar del
asunto, todos los personajes hablan desde una cortesía y una calma exteriores
absolutamente diplomáticas, y solo el marido cede en alguna ocasión a una ira
de la que no tarda en arrepentirse. Sí, es una película testimonial, porque
Gertrud les habla a los tres hombres desde lo que siente en el fondo de su
corazón, de su aspiración constante a la vivencia de un amor eterno y
apasionado que la llene de vida y de calor y la aparte del frío sufrimiento de
la soledad, incluso de la compartida, aunque encuentra respuestas muy
distintas: de su marido, la corrección fría y diplomática; del poeta, su primer
gran amor, la nostalgia de lo que pudo haber sido, querido ahora, a muchos años
de cuando debió de haberlo escogido, y del amante, la frivolidad y el
desasimiento del egoísmo y el egocentrismo de quien quiere abrirse paso en el
mundo del arte.
Gertrud es una de las películas más
sorprendentes a las que puede enfrentarse el espectador, porque nos rompe todos
los esquemas, porque nos descoloca su serenidad y su elevado nivel reflexivo
sobre el amor, vivido, además, de una intensidad que no se traduce en arrebato,
sino en contención y, en cierto modo, en sublimación, como los besos «llevados»
por los dedos de boca a boca entre los amantes en una de sus despedidas.
El juego cromático de los blancos más la
puesta en escena le permite a Dreyer unas auténticas «composiciones» pictóricas
que quiebran radicalmente el discurso de la cámara «narrativa», sustituyéndolo,
en parte, por la cámara «testimonial», lo que nos regala secuencias tan exquisitas
como la del espejo flanqueado por velas que el poeta enciende, con aires de
ritual, para, acto seguido, ver reflejada en su tersa superficie, la entrada de
Gertrud en la habitación, como un auténtico fantasma que viniera del más allá,
casi como una excavación arqueológica de su pasión.
De alguna manera, mientras la veía con el
mismo asombro que la vez anterior, cuando tan hábilmente desmenuzaron sus
claves en una de las entregas del programa de Garci, ¡Qué grande es el cine!,
pensaba en La mujer rota, de Simone de Beauvoir, con la que esta Gertrud
de Dreyer mantiene tan estrecha relación, en la medida en que se practica una
exploración casi exhaustiva de la psicología y del deseo femeninos. Anticipo
que no es una obra para todos los públicos, ¡qué le vamos a hacer! Quienes no
soporten el estatismo de la cámara ni las reflexiones ante ella harán bien en
apartarse de su visión. Quienes, sin embargo, aprecien los encuadres originales
y significativos, amén del fino análisis psicológico y un sabio apartamiento
estilizado del crudo realismo, aquí tienen «su» película.
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