lunes, 27 de febrero de 2023

«First cow», de Kelly Reichardt, o el «western» imperecedero.

Una anécdota mínima, una historia distinta: un acercamiento minimalista y anti épico al western.

 

Título original: First Cow

Año: 2019

Duración: 121 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Kelly Reichardt

Guion: Jonathan Raymond, Kelly Reichardt. Novela: Jonathan Raymond

Música: William Tyler

Fotografía: Christopher Blauvelt

Reparto: : John Magaro; Orion Lee; Toby Jones; Ewen Bremner; Scott Shepherd; Gary Farmer; Lily Gladstone; Alia Shawkat; John Keating; Dylan Smith; Jared Kasowski; Rene Auberjonois; Todd A. Robinson; T. Dan Hopkins; Ted Rooney; Patrick D. Green; Clayton Nemrow; Jeb Berrier.

 

         La presencia de una vaca en una balsa, camino de un asentamiento en territorio de colonos en el primer tercio del siglo XX, es capaz de disparar la imaginación de cualquiera acostumbrado a intuir desarrollos narrativos. Lo que intuí yo, siquiera sea por la cercanía del cine de Berlanga y su excelente película La vaquilla, iba por el lado de la picaresca, pero no llegué a lo mucho que da de sí una anécdota aparentemente tan simple y bien llevada como la extravagante historia de dos emprendedores gastronómicos en el «salvaje oeste», aquí más propiamente en el «inexplorado» y agreste estado de Oregón antes de su nacimiento como tal estado, cerca de Canadá.

         La historia se nos cuenta como un flashback de un inicio en que una mujer que pasea con su perro descubre unos restos humanos que pacientemente va desenterrando con sus propias manos, hasta que aparecen dos esqueletos. De ese pórtico, saltamos a una noche impenetrable en unos bosques donde un grupo de tramperos caza animales para vender las pieles y el cocinero del grupo se dedica a recoger setas para improvisar, como pueda, la cena de esos hombres para quienes trabaja, dado que han agotado los víveres que llevaban. Cuando sale por segunda vez, oye un ruido y descubre a un hombre desnudo, en cuclillas, a quien le dice que lleva tres días sin comer y que es perseguido por otros hombres con mortales intenciones. El cocinero cree que es un indio, por como habla, pero resulta ser un chino. Le da comida y, después, le trae un abrigo y, finalmente, lo invita a cobijarse, para dormir, en su tienda de campaña.

         Cuando el cocinero y el indio son abandonados por los tramperos, se dirigen a lo que se podría considerar un pueblo y que no es más que un conjunto de casas, más propiamente un poblado de chabolas, a juzgar por las edificaciones, en la que malviven los buscadores de todo tipo, de oro, de pieles, de tierras…, algo que se aprecia perfectamente en la película, porque salvo el caserón de un hacendado todos los personajes que aparecen son, como los protagonistas, gente que vive a la cuarta pregunta. Lo interesante de esta historia es cómo el cocinero y el chino emprendedor deciden hacer unos buñuelos cuya venta les permita, en un futuro, irse a una ciudad, San Francisco, por ejemplo —que aún, por cierto, en 1820, no había sido fundada— y crear un hotel con una cocina a cuyo frente estaría el protagonista.

         La llegada al pueblo de una vaca para el hacendado, el toro ha fallecido de camino, porque el hombre tenía el capricho de disponer de leche para el té, les sugiere a los dos hombres la posibilidad de «mejorar» su mercancía con un ingrediente tan valioso como la leche. Así pues, deciden ordeñar de madrugada a la vaca mientras uno vigila subido a un árbol para evitar que en la mansión cercana se den cuenta de lo que ocurre.

         El negocio prospera, cierto, pero un buen día aparece por la parada donde venden sus productos, para los que siempre hay cola, el rico hacendado, un siempre excelente Toby Jones, quien nos deleitara con su interpretación de Truman Capote en Historia de un crimen, de Douglas McGragth. Así que prueba los dulces del cocinero, entran en conversación y el cocinero acaba comprometiéndose en hacerle una receta con arándanos para agasajar a la autoridad militar que en unos días va a visitarlo en su casa. Dicho y hecho: la ambición de prosperar en el negocio les hace perder a ambos el sentido de la realidad y obviar que el rico hacendado no puede tardar mucho en hacer las cábalas pertinente y descubrir que la leche de ese dulce solo puede haber salido de la única vaca que hay en la localidad, la suya, de la que se queja a la autoridad militar cuando salen todas al prado para verla, de que se le está «secando», porque da muy poca leche. Que el animal le haga carantoñas al cocinero despierta la suspicacia de la autoridad militar, pero  el «pastel» se descubre cuando el chino que vigila desde el árbol cae de él porque se le rompe la rama en la que se apoya y coincide con que el mayordomo de la casa ha salido con una linterna para buscar el gato que había echado y que aún no ha vuelto.

         La película da entonces un giro hacia la persecución de los fugitivos, quienes acaban separándose en un momento dado y siguiendo caminos muy diferentes. Ahí podría haber acabado la película, pero la historia sigue, porque el tema central de la misma es la profunda amistad que ha acabado uniendo a los que ahora son amigos inseparables.

         Se trata de una película en la que no se les puede arruinar el final a los espectadores porque se les entrega en los primeros compases de la película, cuando la mujer descubre los dos esqueletos, el uno junto al otro, cuya historia, con ese final, se inicia a contar desde entonces. Bien es cierto que son muchas las maneras de vivir y de morir y que solo esa leve intriga sirve para mantener la atención de los espectadores; pero no estamos en una película en la que la acción sea capital para disfrutarla, antes bien, lo contrario, porque el cocinero y su amigo chino son, en este sentido, antihéroes de los tradicionales del western. El minimalismo cinematográfico tiene ese: bucear más en las atmosferas, los espacios y los sentimientos que en «lo que ocurre» exteriormente, y la cámara de la directora se mueve estupendamente por esos recovecos de dos habitantes extraños del western y quizás a él, por lo que la película bien podría considerarse «de época» en su vertiente nada glamurosa del pasado, por supuesto. No se acerquen a ella quienes se desesperen con la «vía lenta» de los acontecimientos, y háganlos quienes disfrutan con la sensibilidad de los progresos paulatinos hacia el interior de los personajes. Para estos últimos está escrito tan bello final como tiene la historia.

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