viernes, 10 de febrero de 2023

«Río Rojo», de Howard Hawks o la épica del «Far West».


Un abanico de pasiones al rojo vivo en un western inolvidable.
 

Título original: Red River

Año: 1948

Duración: 133 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Howard Hawks, Arthur Rosson

Guion: Borden Chase, Charles Schnee

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Russell Harlan (B&W)

Reparto: John Wayne; Montgomery Clift; Walter Brennan; Joanne Dru; John Ireland; Coleen Gray; Harry Carey; Noah Beery Jr.; Hank Worden; Davison Clark; Harry Carey;

Paul Fix; Mickey Kuhn; Hal Taliaferro; Chief Yowlachie; Ray Hyke; Lee Phelps.

 

         Hasta en la Wikipedia recogen la anécdota de John Ford cuando, tras ver este western de su amigo Hawks, quien aprendió el arte del cine en el visionado de sus películas, le comentó: «Nunca pensé que este hijo de puta supiera actuar», lo que, tras haberlo dirigido nueve años antes en La diligencia, suena más a chiste que a sorpresa, la verdad. Tomémosle como lo que es: un rendido tributo de admiración a un actor del que siempre se ha destacado su tosquedad frente a otras sutilezas que aquí, sin embargo, en un papel con profunda carga dramática, exhibe con total convicción. Si añadimos que se trata del debut de Montgomery Clift en la pantalla y que la tercera pata del banco es el maestro de los secundarios, Walter Brennan, se nos redondea el inmenso homenaje al género del western y al cine que representa esta película, la que escoge Peter Bogdanovich como última proyección  en el cine que cierra sus puertas en su extraordinaria película The Last Picture Show.

         La historia arranca con una dureza propia de la famosa conquista del oeste:  el protagonista no deja que su novia viaje con él a las tierras que ha escogido para convertirse en ganadero y la obliga a seguir camino hasta que él vaya a buscarla. Cuando están a una distancia insalvable, la caravana es asaltada y masacrada por los indios. Con esa memoria lancinante en su corazón, el protagonista ha de continuar su sueño de convertirse en dueño de un rancho ganadero. Antes de partir, llega hasta ellos un adolescente llevando una vaca, quien, tras una lección, al modo de nuestro Lazarillo, pero sin puente de por medio, es admitido en el proyecto del protagonista como futuro socio de pleno derecho cuando «se lo gane».

         El derecho a la tierra se ganaba, entonces, con la rapidez con que se desenfundaba una pistola, como replica el protagonista a quien llega a decirle que las tierras donde quiere instalarse son propiedad de un terrateniente, cuyos títulos de propiedad se remontan a las concesiones del rey de España, un asunto que trató Samuel Fuller en su segunda película: El barón de Arizona.

         Las hojas de un libro que cuentan la historia funcionan como los intertítulos de una película muda, porque hay algo de esa épica que vimos en películas como  El caballo de hierro, de Ford, y a veces no son necesarios los diálogos para seguir los meandros de la reconcentrada psicología del personaje de John Wayne, quien, empeñado en su toma de decisiones sin consejo posible de cuantos lo rodean, acabará enfrentándose a los vaqueros que ha reclutado para llevar su ganado a Missouri, a pesar de que otra ruta más fácil les permitiría llegar a Abilene, adonde algunos dicen que ya ha llegado el ferrocarril, aunque nadie de los presentes lo haya vito con sus propios ojos.

         La relación con su hijo adoptivo, tan experto pistolero como el padre, va como la seda mientras el primero se limita a asentir y a obedecer, sin llevarle la contraria; pero llega el momento, cuando se atisba un motín general de los hombres contra su padre, que él ha de tomar una decisión, que no es otra que escoger la ruta hacia Abilene y abandonar a su padre con un caballo y provisiones para que llegue a la localidad más próxima. La amenaza del padre de volver para matarlo suena en esos espacios abiertos como un trueno mayúsculo en la más terrible noche de tempestad. Antes, con todo, el padre ha «ejecutado» a dos traidores que habían desertado llevándose víveres y municiones en gran cantidad, si bien contra la opinión de su propio hijo, a quien le parece un castigo excesivo. Ello supone la culminación de un cambio de personalidad que se verifica en el estresado propietario de las reses que ha de conseguir llevar hasta el ferrocarril, porque la alternativa es la ruina para todos, él el primero.

         La conducción de las reses a través de un territorio de difícil tránsito va a registrarse en los anales del Far West como la apertura del paso de Chisholm para conducir el ganado hacia la ciudad de Abelene, como alternativa a la más larga que llevaba a Missouri. Con esa gesta se relaciona esta película rodada en exteriores con una puesta en escena natural incomparable y apegada a los peligros propios de una travesía semejante: los indios, las disensiones internas entre los cowboys y sucesos aleatorios como el de la estampida, rodada con tanto nervio y espectacularidad, así como el paso del río para evitar que las reses caigan en una zona cenagosa en la que se hundirían. Parece una anécdota demasiado mínima para lograr una película que cautive a las audiencias, pero el mundo de hombres enfrentados por diferentes motivos genera una tensión dramática que se resolverá en el desenlace cuando, entre ambos hombres, padre e hijo, se haya interpuesto una mujer que viene a representar el sentido común en medio de tanta testosterona.

         En efecto, teniendo que escoger entre ayudar a una caravana de mujeres y tahúres que hacen su camino hacia las poblaciones emergentes del oeste y que está siendo atacada por los indios o seguir camino con su ganado, los vaqueros corren a auxiliar a las indefensas mujeres, más animados por la perspectiva de un desahogo seminal que por la filantropía, todo ha de decirse. Y en ese magnífico encuentro entre el joven y la experimentada mujer se comienza a fraguar una relación que añade, en el tramo final de la película, no poco interés al relato, porque el padre perseguidor también acaba relacionándose con ella, en una escena muy conseguida, por cierto.

         Esas dos vertientes, la «natural» y muy realista de la conducción del ganado y la rivalidad de los hombres fuertes de la conquista del oeste, marcan una película inolvidable, fiel reflejo, además, de una época épica en la formación de los Estados Unidos de América.

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