La extraña odisea del desasimiento de todo a través de las imágenes a un ritmo de ocho y media… por segundo.
Título original: Knight of Cups
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Terrence Malick
Guion: Terrence Malick
Música: Hanan Townshend
Fotografía: Emmanuel Lubezki
Reparto: Christian Bale;
Cate Blanchett; Natalie Portman; Brian Dennehy; Antonio Banderas; Freida Pinto;
Wes Bentley; Isabel Lucas; Teresa Palmer; Imogen Poots; Peter Mathiessen; Armin
Mueller-Stahl; Cherry Jones; Patrick Whitesell; Rick Hess; Michael Wincott;
Kevin Corrigan: Jason Clarke; Joel Kinnaman; Clifton Collins Jr.; Nick
Offerman; Jamie Harris; Lawrence Jackson; Dane DeHaan; Shea Whigham; Ryan
O'Neal; Bruce Wagner; Jocelin Donahue; Nicky Whelan; Joe Manganiello; Danny
Strong; Sergey Bodrov.
El axioma universalmente reconocido nos dice que el cine es el arte de la imagen. Aparece un cineasta como Terrence Malick, que construye su obra con imágenes, y algunos se rasgan las vestiduras y reniegan de la verdad comúnmente aceptada. «No es eso, no es eso...», dicen, de repente, quienes echan de menos los diálogos incesantes de Rohmer, la acción de Tarantino y Siegel o el didactismo de Loach. Pero Malick no se equivoca ni transige. Insiste, y crea un estilo tan reconocible como funambulista, porque lo que en Knight of Cups se mantiene en perfecto equilibrio, en Song to Song, posterior a esta, se desequilibra a fuerza de repetición calcada, lo que la convierte en un manierismo que no tiene la capacidad de impacto de la presente, amén de que las historias de ambas son muy diferentes, ¡si es que puede hablarse de narración, y como comúnmente se entiende, en ambos casos!
A través de las cartas del Tarot, la película, que habría de traducirse como El caballo de copas, me ha parecido inspirada lejanamente en el 8 ½ de Fellini. En vez de un director, es un guionista de Hollywood quien se ve inmerso desde el inicio de la película en una aventura introspectiva que ha de llevarle al conocimiento de sí, si es posible tal conocimiento. En todo caso, hay una relación conflictiva con diferentes mujeres con quienes no ha logrado establecer una convivencia no entorpecida por su dedicación casi absoluta al trabajo, y una relación dramática con su hermano y con su padre, dos figuras capitales en su existencia. Pero es el inmenso vacío interior lo que el protagonista ha de llenar, y pretende hacerlo a través de diferentes relaciones con mujeres y su padre y su hermano, cada una de ellas, a modo de capítulos en la película bajo la advocación de una carta del Tarot: I. The Moon. II. The Hanged Man. III. The Hermit. IV. Judgment. V. The Tower. VI.The High Priestess. VII. Death. VIII. Freedom. ¡Y hasta aquí la sinopsis argumental…!, podríamos decir. La mayor parte de la película los personajes se expresan con voz en off y son rodados en situaciones muy diversas y en espacios cambiantes casi a cada nuevo plano de los infinitos con que se ha montado esta película. Es cierto que el repertorio de planos y de realidades fotografiadas dinámicamente, porque bien puede decirse que no hay un solo plano fijo o casi ninguno en toda la película, nos ofrecen una visión muy particular de la vida del protagonista, una persona acostumbrada al éxito y que, de repente, siente un tenebroso vacío interior que parece exigir ser colmado; una desorientación existencial que lo distancia de todos y de todos. El personaje, incapaz de siquiera reaccionar ante dramas tan enconados como el enfrentamiento entre su hermano y su padre, parece desasido de la realidad, que se manifiesta a través de la multiplicidad ubérrima de los espacios exteriores que absorben toda su atención: naturales y artificiales. Todos ellos, sin distinción, son una biblia portátil de imágenes que definen nuestra civilización, o la ausamericana, para ser más precisos. En esa labor tiene un cometido esencial el director de fotografía con quien Malick ha trabajado asiduamente, el mejicano Emmanuel Lubezki, quien consigue auténticas maravillas visuales que impresionan por su poder de seducción, tal y como antes lo logro en El árbol de la vida o To he Wonder. A nadie se le ha de persuadir de que nuestras vidas, en este primer tercio del siglo XXI, se construyen sobre imágenes; del mismo modo que en siglos anteriores se construían sobre palabras, y ahí están las grandes obras del realismo para darnos cuenta del siglo XIX y buena parte del XX, hasta la aparición de las Vanguardias, que decantan hacia la imagen el sistema de representación. El protagonista de Knight of Cups se somete a un baño de imágenes en cuyo oleaje se mueve con el viejo instinto de la supervivencia, y sin saber a qué puede asirse para reconciliarse consigo mismo: circula entre ellas como un corcho a la deriva, pero empapándose hasta el último detalle de todas y cada una de las tomas que van construyendo su desorientación existencial. Podemos hablar de poesía, por supuesto que sí. Los detractores hablarán de videoarte, de videoclips o de simple lenguaje publicitario, pero quienes seguimos con atención virginal la catarata de imágenes vamos descubriendo en sus deslumbrantes composiciones un mundo contemporáneo que nos recuerda, en parte, a aquel corto de Fellini protagonizado por Terence Stamp sobre el infierno contemporáneo en una discoteca: Toby Dammit, un mediometraje perteneciente a la película de episodios Historias extraordinarias, junto a Louis Malle y a Roger Vadim. Me refiero, sobre todo, al deslumbrante episodio dedicado a Las Vegas y a la relación con la *stríper, magistralmente interpretado por Teresa Palmer, aunque, antes de ella, todas las interpretaciones femeninas, Blanchet, Portman, Pinto, Lucas y Poots logran unos niveles de calidad en la interpretación que hacen verosímil la relación que cada una de ellas tiene con el en apariencia inexpresivo Bale, quien, en realidad, más parece prisionero de ese desasimiento de todo que propiamente inexpresivo, porque logra transmitirlo en todo momento, ese desencuentro consigo mismo que tanto daño le hace. Si me refiero al episodio de LasVegas es, particularmente, porque rara vez se ha filmado el templo mundial de lo kitsch con la belleza y el efectismo con que aparece en esta película. De igual manera, las filmaciones en los espacios naturales, las playas o el desierto, adquieren un valor simbólico y telúrico que se convierten poco menos que en revelaciones místicas para el protagonista.
Leer imágenes es una necesidad cotidiana; convivir con ellas, un hábito. En esto se resume la película de Malick: auténtica revelación de la esencia de nuestros tiempos extraños, raros, sujetos a tantas interpretaciones como posibles lecturas de esas imágenes representemos cada uno de nosotros. Lo que nadie puede negar, excepto quienes, por aburrimiento o incomprensión, cierren los ojos, es que la película de Malick cumple escrupulosamente con el abecé del séptimo arte: guiarnos la mirada a través del ojo cosmológico que nos sitúa, desamparados como los propios actores que hubieron de improvisar en el rodaje, ante el magnificente espectáculo complejo de la realidad.
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