jueves, 2 de febrero de 2023

«Tempestad en la cumbre», de Douglas Sirk, lo mejor con lo mínimo.

 


Entre el melodrama y el cine policiaco, una magnífica película de Douglas Sirk (creo que) poco vista. 

 

Título original: Thunder on the Hill

Año: 1951

Duración: 84 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Douglas Sirk

Guion: Oscar Saul, Andrew Solt. Obra: Charlotte Hastings

Música: Hans J. Salter

Fotografía: William H. Daniels

Reparto:  Claudette Colbert; Ann Blyth; Robert Douglas; Anne Crawford; Philip Friend; r

Gladys Cooper; Michael Pate; John Abbott; Connie Gilchrist; Gavin Muir; Phyllis Stanley;

Norma Varden.

 

         Un proyecto que iba a contar con Joan Fontaine y Burt Lancaster se aplazó no menos de tres veces, hasta que el embarazo de la actriz de Rebeca, de Hitchcock, hizo que todo cambiara de arriba abajo y que Claudette Colbert, en un papel muy alejado de los suyos habituales, encabezara un reparto que, aunque acerca la película a una encubierta serie B, se convierte en una estupenda película de la mano de Douglas Sirk. Descubrir películas suyas, como la presente, que me atrevería a decir que no es de las más vistas del afamado genio del melodrama, siempre es motivo de alegría para cualquier aficionado al buen cine. Y Tempestad en la cumbre cumple con todas las expectativas que la dirección de Sirk anticipan. La obra de la escritora británica Charlotte Hastings, a medio camino entre el melodrama y el cine policiaco, en la línea de las películas de misterio, el subgénero del whodunit, está perfectamente construida para que los espectadores, a pesar de ciertas sospechas de las que podríamos calificar «de rigor», vivan en el limbo sobre quién ha sido el verdadero responsable del crimen por el que acusan nada menos que a su hermana, quien, una noche de tormenta y riada es conducida al penal donde será ahorcada de acuerdo con la sentencia que a esa muerte la condena.

         La tormenta del título abre la película, con un desfile de los vecinos, sus animales incluidos,  que habitan en las tierras inundadas, hacia el monasterio que les sirve de refugio. A ellos se suma la mujer del médico, en aparente mal estado de salud, que llega en coche. Enseguida entramos en un enfrentamiento que tiene por protagonistas a la enfermera jefe y a la monja organizadora del convento, Sor María, interpretada por la Colbert. Nos acercamos, lentamente, al lugar donde también se ha refugiado la comitiva policial, la acusada y dos oficiales, un hombre y una mujer, que la escoltan hacia el trágico destino que la aguarda. El desprecio de los vecinos hacia la autora del fratricidio contrasta con la intuitiva convicción de la inocencia de la acusada que se apodera de la religiosa, quien ha sufrido también la pérdida de una hermana a la que, según recuerda, podría haber salvado. Se inicia, desde ese momento, un lento y concienzudo movimiento investigador que tiene por objeto demostrar la inocencia de la acusada, si bien con los nulos medios de prueba que la religiosa tiene a su alcance, aunque algunos hay. El mozo de carga, algo retrasado, pero de noble corazón, que habita en el monasterio, quien es depositario de una carta comprometedora que hace llegar a la monja, tendrá un papel decisivo en el proceso de descubrimiento de la persona que cometió el asesinato.

         Estamos en un lugar cerrado y cercado por las aguas de la presa que se ha acabado rompiendo, lo que significa que hasta dentro de tres o cuatro días la comitiva policial no podrá reemprender camino, excepto que vengan a buscarlos con un bote, si las autoridades llegan a enterarse de que están en el monasterio, porque la tormenta impide también la comunicación telefónica. En una película de interiores como esta, la puesta en escena y la iluminación adquieren una importancia definitiva, así como la selección de los encuadres, la auténtica especialidad de Sirk, quien con medidos planos va a sugerirnos ciertos misterios que han de ser resueltos y que guardan estrecha relación con el caso criminal. Momentos hay, como el viaje de la monja y el mozo en un bote hasta a localidad cercana para traer con ella al monasterio al novio de la muchacha, que son un auténtico «festín» cinematográfico, con la barca avanzando en medio de la niebla, sorteando obstáculos; viaje que genera, sin embargo, la desaprobación de los vecinos, porque les parece que desatiende sus obligaciones con los pacientes que la necesitan, como una mujer que ha dado a luz y que había recibido su promesa de que estaría a su lado para el peligroso y feliz momento que a punto está de torcerse, porque el recién nacido requiere una decisiva intervención del médico y la religiosa para salvarlo. Preocuparse de una condenada a muerte en vez de hacerlo de quienes necesitan su ayuda supone que la religiosa sea llamada al orden por la madre superiora, quien no solo desprecia los esfuerzos «investigadores» de su subordinada, sino que incluso es capaz de quemar la carta que, finalmente, llega a manos de la religiosa como prueba que incrimina a otra persona en el crimen.

         No desvelaré el ingenioso modo como la religiosa progresa en su investigación, pero satisface la exigencia de cualquier aficionado. Algunos de estos sugieren que acaso Hitchcock tomara de esta película una secuencia para su obra magna, Vértigo, pero bien puede ser que se trate de una coincidencia, dado que el espacio de un campanario es una localización común en muchas películas, sean o no de intriga. Lo que está claro es que la realización de Sirk, apoyada en el gran director de fotografía que fue William H. Daniels, Oscar por La ciudad desnuda, de Jules Dassin, pero colaborador con Stroheim en dos de sus obras maestras: Avaricia y Esposas frívolas. Si pudiéramos en este reducido espacio podríamos seleccionar auténticos momentos maestros de los encuadres de Sirk, pero quedémonos con la «ascensión» de sor María por la escalera del convento con que se cierra la película…

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