Entre el melodrama y el cine policiaco, una magnífica película de Douglas Sirk (creo que) poco vista.
Título original: Thunder on the Hill
Año: 1951
Duración: 84 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Douglas Sirk
Guion: Oscar Saul, Andrew Solt. Obra: Charlotte Hastings
Música: Hans J. Salter
Fotografía: William H. Daniels
Reparto: Claudette Colbert; Ann
Blyth; Robert Douglas; Anne Crawford; Philip Friend; r
Gladys Cooper; Michael Pate; John Abbott; Connie Gilchrist; Gavin Muir; Phyllis
Stanley;
Norma Varden.
Un proyecto que
iba a contar con Joan Fontaine y Burt Lancaster se aplazó no menos de tres
veces, hasta que el embarazo de la actriz de Rebeca, de Hitchcock, hizo
que todo cambiara de arriba abajo y que Claudette Colbert, en un papel muy
alejado de los suyos habituales, encabezara un reparto que, aunque acerca la
película a una encubierta serie B, se convierte en una estupenda película de la
mano de Douglas Sirk. Descubrir películas suyas, como la presente, que me atrevería
a decir que no es de las más vistas del afamado genio del melodrama, siempre es
motivo de alegría para cualquier aficionado al buen cine. Y Tempestad en la
cumbre cumple con todas las expectativas que la dirección de Sirk anticipan.
La obra de la escritora británica Charlotte Hastings, a medio camino entre el melodrama
y el cine policiaco, en la línea de las películas de misterio, el subgénero del
whodunit, está perfectamente construida para que los espectadores, a
pesar de ciertas sospechas de las que podríamos calificar «de rigor», vivan en
el limbo sobre quién ha sido el verdadero responsable del crimen por el que
acusan nada menos que a su hermana, quien, una noche de tormenta y riada es
conducida al penal donde será ahorcada de acuerdo con la sentencia que a esa
muerte la condena.
La tormenta del
título abre la película, con un desfile de los vecinos, sus animales incluidos,
que habitan en las tierras inundadas,
hacia el monasterio que les sirve de refugio. A ellos se suma la mujer del
médico, en aparente mal estado de salud, que llega en coche. Enseguida entramos
en un enfrentamiento que tiene por protagonistas a la enfermera jefe y a la monja
organizadora del convento, Sor María, interpretada por la Colbert. Nos acercamos,
lentamente, al lugar donde también se ha refugiado la comitiva policial, la
acusada y dos oficiales, un hombre y una mujer, que la escoltan hacia el
trágico destino que la aguarda. El desprecio de los vecinos hacia la autora del
fratricidio contrasta con la intuitiva convicción de la inocencia de la acusada
que se apodera de la religiosa, quien ha sufrido también la pérdida de una
hermana a la que, según recuerda, podría haber salvado. Se inicia, desde ese momento,
un lento y concienzudo movimiento investigador que tiene por objeto demostrar
la inocencia de la acusada, si bien con los nulos medios de prueba que la religiosa
tiene a su alcance, aunque algunos hay. El mozo de carga, algo retrasado, pero
de noble corazón, que habita en el monasterio, quien es depositario de una carta
comprometedora que hace llegar a la monja, tendrá un papel decisivo en el
proceso de descubrimiento de la persona que cometió el asesinato.
Estamos en un
lugar cerrado y cercado por las aguas de la presa que se ha acabado rompiendo,
lo que significa que hasta dentro de tres o cuatro días la comitiva policial no
podrá reemprender camino, excepto que vengan a buscarlos con un bote, si las
autoridades llegan a enterarse de que están en el monasterio, porque la
tormenta impide también la comunicación telefónica. En una película de
interiores como esta, la puesta en escena y la iluminación adquieren una
importancia definitiva, así como la selección de los encuadres, la auténtica
especialidad de Sirk, quien con medidos planos va a sugerirnos ciertos
misterios que han de ser resueltos y que guardan estrecha relación con el caso
criminal. Momentos hay, como el viaje de la monja y el mozo en un bote hasta a
localidad cercana para traer con ella al monasterio al novio de la muchacha, que
son un auténtico «festín» cinematográfico, con la barca avanzando en medio de
la niebla, sorteando obstáculos; viaje que genera, sin embargo, la desaprobación
de los vecinos, porque les parece que desatiende sus obligaciones con los
pacientes que la necesitan, como una mujer que ha dado a luz y que había
recibido su promesa de que estaría a su lado para el peligroso y feliz momento
que a punto está de torcerse, porque el recién nacido requiere una decisiva
intervención del médico y la religiosa para salvarlo. Preocuparse de una condenada
a muerte en vez de hacerlo de quienes necesitan su ayuda supone que la
religiosa sea llamada al orden por la madre superiora, quien no solo desprecia
los esfuerzos «investigadores» de su subordinada, sino que incluso es capaz de
quemar la carta que, finalmente, llega a manos de la religiosa como prueba que
incrimina a otra persona en el crimen.
No desvelaré el
ingenioso modo como la religiosa progresa en su investigación, pero satisface
la exigencia de cualquier aficionado. Algunos de estos sugieren que acaso Hitchcock
tomara de esta película una secuencia para su obra magna, Vértigo, pero
bien puede ser que se trate de una coincidencia, dado que el espacio de un
campanario es una localización común en muchas películas, sean o no de intriga.
Lo que está claro es que la realización de Sirk, apoyada en el gran director de
fotografía que fue William H. Daniels, Oscar por La ciudad desnuda, de
Jules Dassin, pero colaborador con Stroheim en dos de sus obras maestras: Avaricia
y Esposas frívolas. Si pudiéramos en este reducido espacio podríamos
seleccionar auténticos momentos maestros de los encuadres de Sirk, pero
quedémonos con la «ascensión» de sor María por la escalera del convento con que
se cierra la película…
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