La última novela de Pushkin llevada al cine por un maestro como Clarence Brown, en este caso, al servicio del primer «astro» del cine.
Título original: The Eagle
Año: 1925
Duración: 73 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Clarence Brown
Guion: Hanns Kräly. Historia: Alexander Pushkin
Fotografía: George Barnes, Dev Jennings (B&W)
Reparto: Rudolph Valentino; Vilma Bánky; Louise Dresser; Albert Conti; James
A. Marcus;
George Nichols; Carrie Clarke Ward; Gustav von Seyffertitz; Gary Cooper.
Tenía ganas de recordar el modo
como Valentino seducía desde las pantallas a un universo de mujeres
incondicionales de su galantería italiana, porque la última vez que lo vi acaso
se remonte a cuarenta o cincuenta años atrás. Aprovechando que Filmin nos
ofrece una película dirigida por un director a quien ya se ha admirado en este Ojo
cuatro veces, y sobre todo en la adaptación que hizo de Intruder in the dust,
de Faulkner, Han matado a un hombre blanco, Clarence Brown, me he dado
el gustazo de conocer una película que
supuso, en su momento, la reconciliación de Valentino con el éxito, tras una
pérdida de popularidad asociada a su extravagante vida de «estrella», acaso la
primera del celuloide y, por ello mismo, tocada por la varita de la
inmortalidad; se trata de la antepenúltima película rodada antes de rodar El
hijo del Caíd, secuela de su gran éxito de 1921: El Caíd, y tras
cuyo rodaje murió inesperadamente. Documentales hay, para los amigos de las
celebridades, que abordan lo que supuso aquella muerte para sus innúmeras fans.
La película
arranca con una anécdota palaciega: la emperatriz Catalina está dispuesta a
montar en su caballo favorito cuando un miembro de su guardia de cosacos se
apodera de él para perseguir una diligencia desbocada en la que viajan dos
mujeres, una mayor y otra joven y hermosa. Conseguido su objetivo, en una
trepidante secuencia que recuerda al mejor Ford, el militar devuelve el caballo
y, tras salir de paseo la emperatriz, se le acerca un emisario que lo cita a
las seis de la tarde en el palacio de Catalina. La verdad es que la escena de
seducción real que tiene lugar en ese encuentro debería entrar en los anales
del cine erótico «vestido», acaso mucho más intenso que el desnudo. La
perspectiva de convertirse, supongo que tras el flechazo con la joven a la que
salva de un terrible accidente, en el amante oficial de la emperatriz, bastante
mayor que él, no colma las aspiraciones del joven, quien se despide a la
francesa y desaparece.
Entonces, tras
ese intenso prólogo, con unos decorados de fantasía y unos planos en los que la
emperatriz y el cosaco compiten en igualdad de condiciones, comienza la segunda
parte de la historia, en la que, enterado de que un noble quiere quedarse con las
tierras de su agonizante padre, el joven se coloca un antifaz, se hace llamar «Águila
Negra» y se conjura con sus seguidores para acabar con la tiranía de ese noble
y recuperar sus propiedades. Tenemos, pues, una franca imitación de un
personaje «El Zorro», que llegó a las pantallas en 1920 con Douglas Fairbanks
en La marca del Zorro. Aquí el contexto nada tiene que ver con la ayuda
a los campesinos explotados por los malvados españoles coloniales, sino con la
defensa de las propias tierras y, cuando el protagonista se entera de que la
joven hermosa de la diligencia es la hija de su odiado antagonista, de una
historia de amor que se irá forjando en la complicidad de ambos jóvenes,
sobreponiéndose a sus distintas y opuestas lealtades a su progenitor, en el
caso de ella, a la memoria del suyo en el caso de él. El ardid de hacerse pasar
por profesor de francés, suplantando la personalidad del contratado por su
rival, lo que le da a Águila Negra la posibilidad de instalarse en los dominios
del rival, añade una buena dosis de «representación», al desarrollo de ese
romance, con la complicidad de los espectadores. Además de la presencia, literalmente
invisible, de un cosaco enmascarado en la partida de «Águila», que responde al
nombre de Gary Cooper, en la escena del banquete hay un travelín en retroceso
para ampliar el foco de los participantes en él bastante más que notable, por
su modernidad. De igual manera, todas las escenas de acción que implican el uso
de caballería están rodadas con una técnica que recuerda mucho a la del
inconmensurable John Ford, lol que hace ganar muchos enteros a la película.
En esos
sucesos de la doble personalidad de Águila Negra se va cumpliendo el desarrollo
del intensísimo amor al que el protagonista no puede renunciar, y se ha de
reconocer que la réplica que la hermosísima Vilma Bánky le da a Valentino, los
convierte en una pareja tocada por la fortuna, que repitió en El hijo del
Caíd, por cierto.
Valentino no
solo era una buena y apuesta planta y un rostro atractivo, sino, también, un
actor muy expresivo y capaz de no pocos registros, además del de seductor
implacable. Es cierto que en algunas ocasiones parece adueñarse de él un modo
de interpretar en que parece adoptar una distancia irónica sobre sí mismo, algo
al estilo de «¿pero cómo no va a rendirse a mis pies esta hermosura de mujer si
está ante Rudolph Valentino…?», algo que contribuye a dotar a la aventura de
una dimensión irónica metacinematográfica que acaso nos complazca más a los
espectadores de hoy que a los coetáneos del actor. En ese registro me ha venido
a la memoria una versión francesa de las aventuras del Zorro con Alain Delon, El
tulipán Negro, en la que un inmenso Adolfo Marsillach hacía de ridículo
malvado, en la que el encantador actor francés adopta una actitud muy parecida
a la de Valentino.
El aval de la
obra de Pushkin, más la posibilidad de ver en acción a todo un mito del cine
como Valentino serían ya motivos suficientes para lanzarse a ver esta película
muda a la que no le hace falta ni una sola palabra para conquistar a los
espectadores. Ahora bien, la responsabilidad de ello tiene un nombre: Clarence
Brown, uno de los grandes directores de la Historia del cine, aunque ni tan
conocido ni tan alabado como merecería.
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