El drama de la escasez de vivienda social en un país comunista.
Título original: Családi
tüzfészek
Año: 1979
Duración: 99 min.
País: Hungría
Dirección: Béla Tarr
Guion: Béla Tarr
Reparto: Laszlone Horvath,
Gábor Kun, László Horváth
Música: János Bródy, Mihály
Móricz, Szabolcs Szörényi, Béla Tolcsvay, László Tolcsvay
Fotografía: Ferenc Pap
(B&W).
Ópera prima de
un admirado director cuyas películas hallan más eco positivo entre los críticos
que en la taquilla, algo bien normal, si de un cine personal hablamos, no
sujeto al imperativo del beneficio inmediato. La personalidad de Béla Tarr se
aprecia a la perfección en su debut tras la cámara con una película a medio
camino entre el realismo socialista, el drama social y la construcción personalísima
del relato que gira en torno a un drama que sacude hoy no poscas democracias
occidentales: la escasez de vivienda para que los jóvenes puedan emanciparse.
Rodada en blanco y negro como todas las suyas, hay en la concepción que tiene Tarr
de cine algo de clasicismo, como si el blanco y negro remitiera constantemente a
los fundamentos del cine, a su gloriosa época muda y bícroma. No son pocos los
silencios, en las películas de Tarr, y tenemos la impresión de que no sobra
ninguno, porque el autor tiene un don especial para mostrarnos la intimidad de
sus personajes a través de una mínima gestualidad y, en el caso de Nido
familiar, de unos diálogos que parecen extraídos directamente del natural.
Los actores son aficionados, y trabajaron por amor al arte y, supongo, al
director. Podríamos pensar, entonces, que estamos ante una película bressoniana,
si bien con una nítida influencia de Bergman por lo que hace al trabajo con los
primeros y primerísimos planos, que le sirven a Tarr para desnudar a los
personajes nada complicados que viven una historia muy adversa, porque hablamos
de una pareja con una hija que vive en casa de los padres del marido y que
mantienen una pelea constante, por parte del suegro, quien se ve obligado a
acoger y mantener a nuera y nieta sin dejar de reprocharles que no contribuyan
a los gastos de la casa.
Siempre, la
casa propia, ha sido uno de los principales problemas de la juventud que quiere
emanciparse, pero, en este caso, en la Hungría comunista de 1979, las
dimensiones del problema adquieren niveles de tragedia íntima extendida, como
lo prueba la cola ante la oficina para la asignación de viviendas y el diálogo
que la protagonista mantiene con el encargado de recoger las peticiones. Nada
conmueve al PODER, y, a pesar del país comunista en que viven, casi se le dice
a la gente que se las apañe como pueda, aunque ello incluya, en aquellos
lejanos tiempos, la ocupación ilegal de edificios o casas, combatida por las propias
autoridades. Recordemos que la película se inicia, un poco al estilo de la
Historia del cine, con la salida de los obreros de la fábrica, aunque en este
caso han de pasar un control a la salida para evitar que ninguno de ellos se
lleve género escondido, bien para la propia provisión, bien para mercadear con
ello.
La vida con
los suegros es imposible, y parece que, cuando llega el hijo de servir en el Ejército,
todo va a mejorar, pero parece justo lo contrario, porque el hijo adopta una
posición pasiva frente a su padre y no está dispuesto a enfrentarse. Confía en
que, por haber servido, le faciliten pronto una vivienda, algo que comienza a
demorarse, lo que saca de sus casillas a su mujer, harta de las agresiones verbales
continuas del padre, un auténtico patán autoritario que, por ser dueño del
piso, se cree con derecho a todo. La situación se complica, en una acción
paralela con la violación que lleva a cabo el marido con otro hombre de una
mujer a la que conocen en un bar, porque, aunque había dejado la bebida, el
recién regresado, ha vuelto a caer en ella.
La opresión de
los primeros planos que dominan la narración nos acongoja y nos hace muy
nuestras las angustias de una pareja que parece cifrar su felicidad en la
posesión de ese piso que les permita la privacidad necesaria para poder
desarrollar su vida en común.
Nido familiar,
a pesar de la trascendencia dramática de la situación, no es una película
efectista, sino hondamente dramática y un punto desesperante, porque
comprobamos, con un rigor documental indiscutible, los nulos horizontes de
desarrollo que se abren ante los desesperados protagonistas. En esas circunstancias,
es lógico que la convivencia entre los esposos se resienta de tal manera que
acaben separándose, y la escena en la que madre e hija se van, privando a los
abuelos de la nieta, es ciertamente impactante. La separación, finalmente, va a
provocar un diálogo y dos monólogos de un verismo excepcional: el de la
insubordinación de la esposa, que no se deja besar por su marido, a quien
recrimina que le haga perder a su nieta, y dos monólogos, el de ambos esposos,
separados en el espacio, y con dos actitudes muy distintas: ella, cifrándolo
todo en la consecución de una habitación donde meterse con su hija; él,
lamentando todo lo ocurrido y añorando la presencia de ambas, esposa e hija, afectado
y conmovido hasta las lágrimas.
Los buenos momentos, como sucede en tantas
películas en las que los pobres son los protagonistas, son el recuerdo de los
días de feria en que disfrutan con el vértigo y la sensación de peligro. Nada
como una buena feria, en el cine, para saber que la vida siempre es según la
cuenta el que está en ella. Y esta de Tarr, lo anticipamos, porque la historia
no tiene ni trampa ni cartón ni desenlaces fulgurantes o redenciones súbitas,
es un drama que tiene, además, la virtud de su actualidad, porque, ¿quién no
tiene un hijo o una hija en casa que pasen ya de los 35…?
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