domingo, 18 de febrero de 2024

«Ricos y extraños», de Alfred Hitchcock o los experimentos sociológicos.

 

Un cuento frívolo sobre lo de que el dinero no da la felicidad…

 

Título original: Rich and Strange

Año: 1931

Duración: 83 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Alma Reville, Val Valentine. Novela: Dale Collins

Reparto: Henry Kendall; Joan Barry; Percy Marmont; Betty Amann; Elsie Randolph; Arty Ash; Aubrey Dexter; Hannah Jones; Bill Shine.

Música: Adolph Hallis

Fotografía: Jack E. Cox, Charles Martin (B&W).

 

          Aun siendo la vigesimotercera película inglesa de Sir Alfred, y quedándole por dirigir algunas más antes de dar el salto a Usamérica, es cierto que nos hallamos ante un Hitchcock claramente menor, no solo por el desequilibrado reparto o por la deslavazada historia, a medio camino entre el experimento sociológico, el cine de aventuras y la alta comedia, sino porque esa indeterminación genérica va a pesar lo suyo en la relativa falta de pulso narrativo que solo acierta en ocasiones muy aisladas, y no por falta de medios ni de motivación, porque no se trata de una obra de encargo sino nacida a iniciativa del matrimonio Hitchcock-Reville, porque, de alguna manera les recordaba un viaje en barco que ellos mismos habían hecho, ignoro si fue a propósito de su luna de miel, como loe he leído a alguien sin ulterior verificación. La elección del protagonista, el sosísimo Henry Kendall, quien solo está gracioso al comienzo de la película, convertido en el único trabajador al que no se le abre el paraguas al salir del trabajo, una salida cinematográficamente prometedora, pero escasamente cumplidora. La protagonista, la rubia de facciones modernas Joan Barry, de quien se han de hacer enormes esfuerzos para intentar comprender qué le atrajo del patán para convertirse en su marido, es de lo poquito que se salva en una película que, como decía en el título, parece un experimento sociológico. Después de haber comprobado los espectadores lo insípida que es una vida sin grandes recursos económicos, un tío rico del marido les hace llegar una fortuna para que la usen en lo que crean conveniente. Como el marido sueña con un viaje por mar, allá que se embarcan en un transatlántico, dispuestos a un periplo que los lleve a sitios exóticos, aunque, en realidad, son ellos los exóticos en una travesía en la que cada uno por su lado caerán prisioneros de dos hechizos muy distintos: una aventurera, mujer fatal, seduce al marido; un capitán de apuesta figura y respetuosas maneras la seduce a ella, quien cede al verse abandonada por su marido. Las numerosas escenas del barco, el escenario principal de la trama, porque los exteriores son material rodado que usa Hitchcock, adoptan más un aire de comedia bufa que de drama matrimonial, y a ello contribuyen algunos personajes francamente ridículos, como la dama cegata enamorada, o el propio marido disfrazado de árabe para una fiesta, con la peculiar seducción de la bella fatal que consigue arrancarle una buena suma antes de desaparecer en una escala. Cuando ambos esposos pasan de su anunciado divorcio a la realidad de verse ambos abandonados, el navío choca con un obstáculo y, habiendo quedado la puerta de su camerino cerrada, ambos se reconcilian y se disponen a morir como hasta entonces habían vivido, sin hacer ruido. El nuevo día les pilla, sin embargo, con el barco escorado y con libre acceso a lo que aún no se ha hundido del barco a través de la claraboya. Aprovechando que un junco chino se acerca para desvalijar lo que puedan del barco antes de que se hunda, el matrimonio se traslada al barco chino y desde él contemplan cómo uno de los compañeros queda atrapado en una cuerda y se ahoga frente a la inmovilidad de sus compañeros. Más tarde, les dan de comer, comida que ellos devoran hasta que el cruel de Sir Alfred, hace que un chino clave la piel del gato que se había salvado con ellos, en cubierta para que se seque al sol…

          Con afortunadas elipsis que aligeran la poco dinámica obra, a pesar de algunos golpes ingeniosos, el matrimonio regresa a Londres, dispuesto a reanudar su insípida vida, renunciando a los «placeres» de la vida muelle que puede deparar el dinero.

          Las escenas del hundimiento y de la convivencia con la tripulación china son de lo mejorcito de la película, sobre todo por la particular inferioridad de la pareja en una situación de supervivencia a la que no están acostumbrados, y por los apuntes de choque cultural entre la pareja y los tripulantes. Si como al parecer le dijo Hitchcock a Truffaut, en una entrevista fundamental para entender el cine del inglés, el final de la película hubiese sido el que él había proyectado, muy otra sería la película, desde luego, porque la pareja acababa su odisea yendo a ver al genial director para explicarle, al modo unamuniano, que han vivido una obra que merece ser llevada a la pantalla, aunque Hitchcock les disuade de que eso sea cierto. La humorada, entonces, si no hubiera permitido repensar toda la película, sí que hubiera tenido un broche genial. El gran problema que plantea la película, en realidad, es el del gran desconocimiento que tienen los esposos, uno del otro, cuando están obligados a convivir fuera de los pocos momentos que les dejan libres las ocupaciones cotidianas de ambas. Recordemos que las vacaciones de verano, y las de la pareja son unas auténticas «vacaciones en el mar», son el tiempo más propicio para las separaciones matrimoniales, según las últimas estadísticas…

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