Discreto homenaje a Los Arqueros, una firma heraclitiana de lujo (βιός es «arco» y «vida»…) para dos cineastas tan singulares como excelentes y fuera de lo común.
Título original: 49th Parallel
Año: 1941
Duración: 132 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell
Guion: Emeric Pressburger, Rodney Ackland
Reparto: Eric Portman; Leslie Howard; Laurence Olivier; Raymond Massey; Anton Walbrook; Glynis Johns; Niall MacGinnis; Finlay Currie; Raymond Lovell; John Chandos;
Basil Appleby; Eric Clavering; Charles Victor.
Música: Ralph Vaughan Williams
Fotografía: Freddie Young (B&W).
El
desafortunado título español, Los invasores, en modo alguno hace
justicia al original, Paralelo 49, que delimita una frontera política
entre los nazis y los aliados en Norteamérica, es decir, entre un país
implicado en la Segunda Guerra Mundial,
Canadá, y otro neutral, en esos momentos, Usamérica. Pero la historia es
muy otra y se inicia en las heladas aguas de Canadá cuando un submarino planea
un sorprendente invasión para hacerse con un puerto donde crear una cabeza de
puente para posteriores venidas de tropas. Descubierto por la aviación, es
sometido a fuego continuo hasta que logran hundirlo, pero los hombres enviados
acuerdan continuar con su misión, lo cual los lleva a apoderarse de una base
aislada del mundo que sirve de mercado para el negocio de pieles de los inuit.
Esa escaramuza deja bien clara la lucha dialéctica entre el totalitarismo y la
libertad que va a atravesar toda la película en muy distintas circunstancias,
siendo esta primera de las más efectistas de una película en la que se respira,
más allá del belicismo propio de los soldados nazis, un muy interesante espíritu de aventura en paisajes
sobrecogedores y un clima muy adverso. Tres son los encuentros «antropológicos»
que contribuirán a ir mermando la patrulla alemana y a desarrollar el choque
dialéctico entre el nazismo y la democracia liberal: el primero es en
territorio de los inuit; el segundo es con la secta religiosa de los huteritas,
de origen alemán y con un dialecto austrobávaro, y el tercero con un antropólogo
que estudia a los indios canadienses en las montañas, con un Leslie Howard
fantástico, del mismo modo que el capitán alemán, absolutamente embargado de
los ideales del Tercer Reich, interpretado por Eric Portman, lleva a cabo una actuación
insuperable, lo cual redunda en el beneficio de la película, una historia que
fue premiada con un Oscar cuando todavía existía el Oscar a la mejor idea para
una película, un premio distinto del concedido al guion. Dedicar un especial a
Los Arqueros, y pretender analizar estas nueve películas, una por una,
supondría usar un espacio que nadie estaría dispuesto a visitar, de ahí que
sintetice al máximo mis impresiones, a pesar de la injusticia que supone para
algunas de sus películas que, por encima de su carácter sobresaliente, bien
pueden ser consideradas, sin exceso crítico, como «obras maestras». En esta, Paralelo
49, hay secuencias antológicas, como la identificación de los soldados
alemanes en una fiesta popular, dignas del mismísimo Hitchcock, o un final para
rebobinar y verlo nada más haberlo visto en pantalla, por lo ingenioso y por la
realización del mismo, en la frontera usamericana-canadiense, junto a las
cataratas del Niágara. En cada uno de los tres encuentros de los militares
alemanes con lo que podríamos llamar las «fuerzas vivas» de la democracia, esto
es, los defensores cotidianos de dichos valores universales, la altura de los
encuentros dialécticos brilla a un gran nivel, y recuerdan poderosamente un
clásico de la defensa de esos valores como Esta tierra es mía, de Jean Renoir,
entre otras.
Título original: The Life and Death of Colonel Blimp
Año: 1943
Duración: 164 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion: Michael Powell, Emeric Pressburger
Reparto: Roger Livesey; Anton Walbrook; Deborah Kerr; John Laurie; Roland Culver; James McKechnie; David Hutcheson; Ursula Jeans; Patrick MacNee.
Música: Allan Gray
Fotografía: Georges Périnal.
Vida y muerte del
coronel Blimp es una película cuyo título ha de ser explicado, dado que,
durante la proyección, no aparece por parte alguna el tal «Blimp» y sí un
protagonista llamado Clive Candy, de quien se nos va a contar su historia desde
antes de la Primera Guerra Mundial hasta su retiro en tiempos de la Segunda. El
título, que serviría para un apodo que nunca se usa en la historia, lo toman
Powell y Pressburger de una tira cómica de David Low con un personaje, el
coronel Blimp, que se presenta como un jingoísta; Blimp es un apodo tomado, al parecer, de
los globos que servían de barrera antiaérea, parecidos a un zepelín, blimp.
Aunque es película rodada en plena contienda mundial, la pareja
Powell-Pressburger escogen contarle al público una compleja historia en que van
de la mano el belicismo justificado y el antibelicismo, a través de las
historias cruzadas de dos militares, uno prusiano y otro inglés, Theo
Kretschmar-Schuldorff y Clive Candy, quienes se conocen en Berlín, antes de que
estalle la Primera Guerra Mundial, quienes se batirán en un duelo del que ambos
salen heridos y que se celebra con una pompa llevada al cine con todo el aire
de opereta, propio de algunas películas de Lubitsch o Stroheim. En o que ambos
coinciden va a ser en enamorarse de la misma mujer, aunque será el alemán quien
consigue retenerla junto a sí, si bien el hecho de darse cuenta de estar
enamorado de ella, se le revela al protagonista una vez ha decidido regresar a
Inglaterra.
Esta película es la primera rodada en color por el dúo realizador, y se advierte en el uso del color un gusto por el cromatismo acentuado y una depurada fotografía que llevarán a su máxima expresión en películas por venir, como la inconmensurablemente bella Narciso negro y la acaso obra cumbre del dúo: Las zapatillas rojas. La película arranca desde el presente del personaje, durante el desarrollo de unas maniobras de retaguardia que, adelantándose a lo programado, toman prisioneros a los mandos en una sauna desde donde el protagonista evoca lo que ha sido su vida, rompiendo el tono de farsa que hasta ese momento ha tenido la película, si bien el preámbulo de espionaje que precede al estallido de la Primera Guerra Mundial adopta un aire de opereta que, ya antes del duelo, se manifiesta en el encuentro en la cervecería —unas secuencias que recuerdan muy mucho las posteriores del putsch de Baviera a cargo de Hitler y sus correligionarios, antes de formar el partido nazi—, todo muy «belle époque» y caballeresco, al estilo de Las maniobras del amor, de Rene Clair. Si alguien destaca en esta película, más allá del dúo protagonista es la tercera en discordia, una Deborah Kerr que realiza tres papeles diferentes con una solvencia que deja pasmado al espectador, quien comprueba cómo no es en vano que ciertas famas se deben a la alta profesionalidad de quienes se la han ganado con creces. Los diferentes ritmos que imprimen los directores a esta narración que alterna la comedia bufa y el drama, así como un profundo antibelicismo, dotan a a película de un atractivo que complementa la depurada puesta en escena. Vale decir, con todo, que, en su momento, Churchill llegó a maniobrar para que la película no se estrenara, y se intuye por qué fácilmente, porque, a pesar del nacionalismo del personaje, prevalece la vena escéptica sobre los horrores de la guerra y su profundo sinsentido como medio de solución de problemas.
Título original: A Canterbury Tale
Año: 1944
Duración: 124 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion: Michael Powell, Emeric Pressburger
Reparto: Eric Portman; Sheila Sim; Dennis Price; John Sweet; Esmond Knight; Charles Hawtrey; George Merritt; Edward Rigby; Freda Jackson.
Música: Allan Gray
Fotografía: Erwin Hillier (B&W).
Un cuento de
Canterbury tiene un inicio feliz, porque, ambientados en el siglo XV, el
vuelo de una rapaz nos transporta, en bella elipsis, a un avión que cruza los
mismos cielos, en los mismos paisajes, ahora azotados por la guerra. Dos
sargentos de permiso llegan a la vieja ciudad, presidida por la catedral, que
da nombre a las narraciones de Chaucer. Enseguida la catedral se constituye en
objeto de su peregrinación, pero, antes, una peripecia, propia del espíritu
juguetón y lleno de alacridad de la obra de Chaucer, enfrenta a ambos hombres y
a la mujer que llega con ellos en el tren a un suceso extraño: amparado en la
noche, alguien se acerca a las mujeres y les rocía el pelo con pegamento.
Determinados a investigar a quién corresponde la autoría de tales hechos, los
dos jóvenes demoran su estancia en el pueblo para tratar de esclarecer el
suceso. La pericia narrativa de Powell y Pressburger les lleva a escoger a un
sargento real del ejército usamericano, John Sweet, para convertirlo en el
vehículo periférico perfecto para adentrarse en un suceso arraigado en la más
profunda historia del pueblo británico. A través del cadencioso y espontáneo
hablar de Sweet, tan diferente del habla de los locales y del resto del trío
protagonista, advertimos las constantes universales que van más allá del tan
arraigado espíritu nacional, como cuando mantiene una animada charla con unos
agricultores del lugar y se da cuenta las enormes similitudes que hay entre la
forma de hacer las cosas en su lejano país, en Oregón, y este en el que él combate contra una amenaza
universal, concretamente en el tratamiento del secado de la madera. La
dialéctica campo-ciudad forma, también, parte de la tensión que se manifiesta
en la historia, máxime cuando descubren que la broma pesada del pegamento no
reclama sino una atención hacia la campiña inglesa, camino de despoblarse y de
perder no ya la identidad, sino la propia supervivencia. Es impactante, por
ejemplo, la secuencia en la que el juez habla con la joven en unas hierbas en
la ladera de una montaña cercana a la ciudad, y ambos se recuestan entre ellas
para no ser descubiertos por los dos sargentos que continúan su eterno diálogo
poco antes de echarse a correr ladera abajo. «A su edad no creía en nada, ahora
solo creo en los milagros», le dice el juez a la joven voluntaria para trabajar
en el campo como parte de la contribución de la mujer al esfuerzo bélico.
Parecen, los cuatro personajes, en ese momento, fruto de la propia tierra que
pisan, a juzgar por el modo como «sienten» la naturaleza donde se recrean. A
mí, particularmente, me ha gustado la relación del sargento usamericano con los
niños de la localidad, quienes juegan a la guerra del tal manera que me ha
parecido estar viendo una anticipación de La guerra de los botones, de
Yves Robert. La historia de la joven que acompaña a los dos sargentos tiene una
innegable fuerza dramática, porque ella sí que pretende arraigarse en la
localidad, desfigurada por los bombardeos alemanes, a raíz de unas vacaciones
en una caravana de las que disfrutó tiempo atrás. Ahora, heredera de la
caravana, pretende congraciarse con su pasado, una vez que el presente de la
guerra le ha arrebatado a su novio, cuya familia la menospreciaba por ser una
dependienta. Como era de suponer, el desenlace de la película tiene como
escenario la Catedral, y es bien curioso, al respecto, el diálogo entre los dos
organistas, el sargento y el titular de la catedral. Como todos os diálogos de
la película, está lleno de ese ingenio y buen humor que veremos a lo largo de
toda la película. Como el sargento parte para la guerra, el titular l3e dice
que toque él y le invita a demostrar lo que sabe, «pero no el ponga mucho swing»,
le advierte. La conjunción de la música de Bach y el movimiento de la cámara en
el interior de la catedral es otro de esos momentos felices de los muchos que
hay en esta película, aparentemente «menor», pero llena de un amor a la vida y
una esperanza en la bondad del ser humano que me parece casi necesario verla
urgentemente.
Título original: I Know Where I'm Going!
Año: 1945
Duración: 92 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion: Michael Powell, Emeric Pressburger
Reparto: Wendy Hiller; Roger Livesey; Finlay Currie; Pamela Brown; John Laurie; Norman Shelley; Nancy Price; Catherine Lacey; George Carney; Petula Clark.:
Música: Allan Gray
Fotografía: Erwin Hillier (B&W).
De Sé a dónde voy no creo que pueda añadir nada distinto de lo que dije en su día en la crítica con la que la celebré en este Ojo:
https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/search?q=S%C3%A9+a+d%C3%B3nde+voy
Título original: Black Narcissus
Año: 1947
Duración: 100 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion; Michael Powell, Emeric Pressburger. Novela: Rumer Godden
Reparto: Deborah Kerr; Sabu: David Farrar; Flora Robson; Kathleen Byron; Jean Simmons; Jenny Laird; Esmond Knight; Judith Furse; Ley On; Eddie Whaley Jr.; Nancy Roberts; Shaun Noble; May Hallatt.
Música: Brian Easdale
Fotografía: Jack Cardiff.
Narciso negro, película que acabo de ver, movido, como las que no había visto, por el emotivo documental de Scorsese sobre la pareja de realizadores, me ha parecido la obra maestra que todos los críticos reconocen que es. Se trata, además, de un prodigio de producción, en tiempos en los que ni se soñaba con los recursos cibernéticos, porque, transcurriendo la historia en un monasterio tibetano, anteriormente un burdel de las concubinas del General de Mopu, la película fue rodada íntegramente en Gran Bretaña, en estudio y en lugares no mu distantes de Londres, sin que la película pierda en ningún momento el sagrado principio de verosimilitud del que tantísimas producciones de nuestro tiempo se apean, a pesar de los recursos disponibles, o quizás precisamente por ello, y el progresivo anquilosamiento de la imaginación creadora. La historia, tan colonial como atractiva, tiene que ver con el encargo que reciben las monjas de una congregación para hacerse cargo de un monasterio donde, además de rendir culto a dios, han de abrir un dispensario médico y una escuela para los niños de Mopu, en un esfuerzo del General gobernante para instruir a sus gentes, animado por las sugerencias del influyente inglés que lo aconseja en la gobernación, Mr. Dean, un hombre de indudable atractivo que provocará una alteración capital en la vida del convento, quien choca contra la priora, encarnado por Deborah Kerr y atrae irresistiblemente a la hermana Ruth, maravillosamente fotografiada por Powell e interpretada por Kathleen Byron, con unos primerísimos planos que forman parte de la historia del cine, cuando aún Bergman, Música en la oscuridad, no ha explotado, como luego lo haría, hasta sus últimas consecuencias ese recurso fílmico.
La puesta en escena de Narciso
negro —el título alude a una marca de perfume, Caron Narcisse Noir, lo
que nos pone en la lista del choque entre la castidad y la lascivia que
supondrá un fuerte choque para las mentalidades pacatas de la época en que se
filmó— en la recreación del monasterio que había sido mansión de los placeres
para el padre del actual General es de una calidad como pocas veces se habrá
visto en la pantalla. Las salas, las pinturas, las ventanas, la perspectiva
mágica de los encuadres que consigue la cámara dejan al espectador boquiabierto
ante tanto arte, ante tante exquisitez y delicadeza, ¡y no digamos el vuelo de
los hábitos blancos de las hermanas en esos espacios! El consejero británico
del General, interpretado por David Farrar, es un elemento de involuntaria
«discordia» que, de forma pasiva, porque no toma en ningún momento la
iniciativa de asedio a ninguna de las mujeres que habitan en el monasterio; de
forma pasiva, decía, suscitará los deseos carnales de una hermana, hasta conseguir
que renuncie a sus hábitos y se le ofrezca en forma mundana, con un poder
lascivo de seducción que la cámara, el maquillaje y el color elevan hasta la
excelencia. Reconozco que la indumentaria de Mr. Dean, vestido siempre con unos
pantalones cortos muy sucintos, para unas piernas que tampoco son el colmo de
la tentación, para qué vamos a negarlo —y a lo mejor por ello en Su peor
enemigo, representa a un artificiero con una pierna ortopédica, siempre
vestido de pantalón largo, por supuesto…— me distancio no poco de su papel y de
lo que representaba en términos de «modernidad» para la población remota donde
transcurre la acción. Recordemos que los niños van a la escuela porque el
General paga a las familias para que los lleven, y que entre ellos destacarán
dos sobre todos: una jovencísima Jean Simmons, en el papel de una protegida del
General para que su naciente sexualidad no la lleve por donde no debe, y el
hijo del General, interpretado por Sabu vitalísimo, quien quiere adquirir todos
los conocimientos que pueda, pueda o no. La película se ciñe a la vida
cotidiana en el monasterio y a los conflictos de todo tipo que van surgiendo,
para los que la hermana superiora, la hermana Clodagh, ha de proveer solución,
si bien no puede impedir que el deseo sexual acabe apoderándose de la hermana
Ruth y que esta le plante cara en su «conquista» de Mr. Dean, porque sabe que
ella, Clodagh, también está enamorada del consejero. La película recuerda, en
flash back, que la hermana superiora tuvo un amor fracasado antes de entrar en
la orden, un recuerdo que la acompaña siempre, pero que no le impide cumplir
con sus responsabilidades presentes; recuerdos que, por cierto, fueron
censurados en la edición de la película en Usamérica. Dean ya le avisa a
la hermana Clodagh de que los monjes que
ocuparon su lugar acabaron yéndose con la llegada de los monzones, y a ella y
sus compañeras les augura lo mismo, con la pose cínica y agnóstica con que
contempla los esfuerzos apostólicos de las religiosas. La película nos cuenta
la historia de ese fracaso con un color incomparable —y pienso ahora en la
primera película en color de Ford, Corazones indomables, que impresionó
tanto al director que le impidió volver a rodar en color, persuadido de que no
podría superar la belleza del de esa película— y con una atención a los
detalles y a la construcción de los personajes que ninguno nos pasa
desapercibido, y menos aún el estrafalario de la mujer que cuida del lugar o
del niño pequeño que es puesto a servicio de las monjas como ayudante, cuya naturalidad
y desparpajo le hace apropiarse de no pocas escenas. Son los primeros planos de
la pulsión sexual de la hermana Ruth los que se llevan la palma de la
realización, sin duda, pero el momento culminante de la película es el
enfrentamiento a muerte entre las hermanas Ruth y Clodagh en una escena
absolutamente hitchcockiana al borde del precipicio donde está instalada la
campana del monasterio. ¡Hay que verla! De nada vale describirla. Ninguna
palabra es capaz de traducir esa secuencia. Y, como ella, tantas otras de una
película a la que cabe, con todos los honores, el calificativo de «magnética».
Recordemos, a título no precisamente anécdótico, que al frente de la fotografía en la película
está Jack Cardiff, quien luego fue director de obras como El soñador rebelde
o Último tren a Katanga...
Título original: The Red Shoes
Año: 1948
Duración: 133 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion; Emeric Pressburger
Reparto: Anton Walbrook; Moira Shearer; Marius Goring; Leonid Massine; Albert Basserman; Robert Helpmann; Ludmilla Tcherina; Esmond Knight.
Música: Brian Easdale
Fotografía: Jack Cardiff.
Para Las zapatillas rojas, su indiscutible obra maestra, en la que unen estrechamente la música, la danza, la interpretación y las consiguientes innovaciones técnicas en la realización de las secuencias de baile, voy a remitirme, de nuevo, a la crítica que hice en este Ojo, porque mi deslumbramiento fue entonces el mismo de ahora, indeleble:
https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/search?q=Las+zapatillas+rojas
Título original: The Small Back Room
Año: 1949
Duración: 106 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion: Michael Powell, Emeric Pressburger. Novela: Nigel Balchin
Reparto: David Farrar; Kathleen Byron; Jack Hawkins; Leslie Banks; Michael Gough; Cyril Cusack; Milton Rosmer; Walter Fitzgerald; Emrys Jones; Michael Goodliffe; Renée Asherson; Anthony Bushell; Patrick MacNee; Robert Morley.
Música: Brian Easdale
Fotografía: Christopher Challis (B&W).
Su peor enemigo
es, acaso, la obra más «oscura» de Los Arqueros. Decididamente morbosa y
claustrofóbica, porque nos sentimos atrapados en el interior de una persona discapacitada
físicamente —ha perdido una pierna en su desempeño como artificiero—, resentida,
desengañada, desesperanzada y nihilista, que ha decidido hundirse en el
alcoholismo contra el que, con la ayuda de la mujer con quien convive, casi de
forma clandestina, porque son compañeros de trabajo, lucha con denodados
esfuerzos que no son suficientes para vencer en esa batalla, en la que lleva la
peor parte, en que su debilidad le ha puesto. El ingeniero Sammy Rice trabaja
en una oficina en la que se desarrollan proyectos de nuevas armas que colaboren
en el esfuerzo bélico, se trata, pues, de una visión de la guerra desde la
retaguardia, desde el entramado burocrático que administra los recursos y el
ingenio con que hacer frente al desafío alemán. Y el retrato de la comisión
político-militar que ha de informar sobre los trabajos de esa oficina donde se
gestan los proyectos de armamento es de una finísima ironía que deja tocado el
propio sistema. Pero más allá de ese desempeño nacional, lo importante de la
película es la trayectoria personal de quien, teniendo constantemente la
tentación al lado, lucha contra la adicción con un talante sombrío que solo
halla recompensa en el amor con que su compañera lo ayuda y protege, hasta que
una recaída la aleja de él. Y en esa recaída hallamos la parte sustancial de la
película, porque los Arqueros han filmado una suerte de delirio alcohólico con
imágenes distorsionadas que reflejan a la perfección el grado de enajenación a
que conduce la tentación imposible de resistir.
El hombre aguanta durante casi toda la película, hasta que la depresión
de su ánimo le hace imposible luchar contra la necesidad de alimentar su
drogadicción como medio para olvidar la amputación de una de sus piernas. La
película cuenta con un reparto de primer orden, porque la compañera es Kathleen
Byron y el ingeniero, David Farrar, quienes repiten colaboración, tras Narciso
negro. A ellos ha de sumarse dos apariciones de mucho peso: Jack Hawkins,
perfecto protagonista de la magnífica película de Ford, Un crimen por hora,
algo así como 24 horas en la vida den un inspector de Scotland Yard, y Cyril
Cusack, inolvidable protagonista de Fahrenheit 451, entre otras.
El desenlace tiene que
ver con el arrojo del artificiero para tratar de desactivar explosivos lanzados
por los alemanes, ubicados en una playa donde se expone a un accidente como el
que lo privó de una de sus piernas. Ya lleva sobrio una temporada, pero, aunque
ha rehecho su vida profesional, no ha ocurrido lo mismo con su vida amorosa,
pero… y ahí pueden disfrutar los espectadores de un final como mandan los
cánones del optimismo «a prueba de bombas»…
Título original: Gone to Earth
Año: 1950
Duración: 110 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion: Michael Powell, Emeric Pressburger. Novela: Mary Webb
Reparto: Jennifer Jones; David Farrar; Cyril Cusack; Sybil Thorndike; Frances Clare; Hugh Griffith; George Cole; Beatrice Varley; Valentine Dunn; Owen Holder; Esmond Knight;
Edward Chapman; Daniel Stephens.
Música: Brian Easdale
Fotografía: Christopher Challis.
Corazón salvaje
es el título en español que se usa para dos versiones, una inglesa y la otra
usamericana, Gone to Earth y The Wild Heart, que tuvo esta
película producida por David O’Selznick, el mítico productor de Lo que el
viento se llevó, de Victor Fleming, y marido de la actriz protagonista de
la película de Los Arqueros, Jennifer Jones. El título inglés procede de la
práctica de la caza del zorro e indica cuando el zorro, descubierto, se esconde
bajo un arbusto para pasar desapercibido. La película inglesa, la que yo he
visto, fue del desagrado del productor usamericano porque se potenciaba más el
lado telúrico de la historia, filmada en paisajes naturales de Gales,
Shropshire, que era la tierra de la familia Powell, que la peripecia vital de la protagonista.
Llevados a juicio Los Arqueros, el productor perdió el juicio, pero el contrato
le otorgaba prerrogativas para modificar la película en su estreno en
Usamérica, y es lo que hizo, dirigiendo Robert Mamoulian los añadidos y
añadiendo narración en off con la voz de Joseh Cotten.
Jennifer Jones encarna
a la exótica gitana Hazel, que vive con su padre, un arpista y colmenero,
incapaz de controlarla. La esplendorosa y seductora joven despierta la libido
del terrateniente de la zona, quien vive solo con un criado que recuerda, por
su interpretación, al criado de El jovencito Frankenstein, de Mel
Brooks, Marty Feldman. Quien se acerca a la joven con intención de desposarla
es el nuevo pastor de la parroquia, un Cyril Cusack de espíritu renovador que
va a chocar con sus feligreses cuando decide casarse con la joven Hazel, a
quien todos consideran poco menos que una bruja, como lo fue su madre, de quien
ella heredó un libro de hechizos que suele consultar como un vademécum para
tomar sus decisiones vitales. La película se abre con la carrera desesperada
que emprende Hazel para salvar a su zorro, criado por ella desde recién
nacido, de la amenaza de los perros de
la batida de caza. Pocas veces la campiña inglesa ha sido fotografiada como en
esta película, y los planos intercalados de la fauna del lugar, que tanto recuerdan los de una película que
probablemente se inspirara en esta, La noche del cazador, de Charles
Laughton, nos revelan bien a las claras que la protagonista de esta película es más la propia naturaleza que
Hazel, aunque esta, ha de considerarse una «emanación» de la otra. Y solo hay
que ver esos planos del paisaje en el que este parece que hable, a juzgar por
como el viento o las nubes forman mensajes como quien formula presagios. Como
el pastor observa, tras casarse con ella, una severa castidad inicial, el
terrateniente juega sus bazas y la seduce, no sin ejercer una medida violencia
que se ajusta como un guante a las necesidades insatisfechas de la recién
casada y preterida. Desde ese momento en adelante, el triángulo amoroso que se
establece en términos de posesión, dominación y admiración va a sufrir diversos
avatares que nos descubrirán transformaciones en los tres personajes, el
párroco, la gitana y el noble, de tal manera que los tres perderán todo rastro
de inocencia que en uno u otro grado pudiera haber habido en ellos. El primero
se enfrentará a su madre ultraprotectora y la forzará a dejar el hogar
familiar; Hazel descubrirá la hombría de bien del párroco, y en el tercero
descubriremos el agresivo talante de su lascivia ultraposesiva, que lo lleva a
considerar a Hazel un objeto de su propiedad. Con todos estos ingredientes es
difícil esperar un desenlace feliz, porque todos parecen haber pecado, por
exceso o por defecto. La naturaleza será, en última instancia, juez en los
asuntos humanos y árbitro de sus disputas y transgresiones.
Título original: The Tales of Hoffmann
Año: 1951
Duración: 133 min.
País: Reino Unido
Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger
Guion: Michael Powell, Emeric Pressburger. Libreto: Dennis Arundell. Texto: Jules Barbier. Historias: E.T.A. Hoffman
Reparto: Moira Shearer; Leonid Massine; Robert Helpmann; Robert Rounseville; Anne Ayars; Pamela Brown; Frederick Ashton; Lionel Harris; Mogens Wieth.
Música: Richard Wagner
Fotografía: Christopher Challis.
Los cuentos de
Hoffmann es la adaptación al cine de la famosísima opereta de Jacques
Offenbach, aquí los autores han disociado la representación de la voz y, al
final de la película se muestra, en debido homenaje, al actor y al intérprete
vocal, quienes se saludan ceremoniosamente, como agradeciéndose la parte de
cada cual. Súmese a todo ello la importancia de una puesta en escena y un
vestuario de fábula y tendremos lo que podríamos llamar una «perfecta ceremonia
del arte total». La realización en estudio permite osadías de encuadres e iluminaciones en
las que el dúo creativo han demostrada sobrada eficacia, y momentos hay en los
que se nos viene a la memoria audacias como la del mar de Federico Fellini en
su versión libérrima de Casanova, que no en vano se titula El Casanova de
Federico Fellini, algo así como Los sueños de Kurosawa. Vaya por
delante que esta es la única película del dúo que exige una devoción al arte e
la ópera para poder disfrutar de ella, dado su carácter de representación fiel
de la ópera. La música, por lo tanto, es parte definitiva de la representación
y ha de formar parte, su degustación, de los hábitos de los espectadores, Con
todo, hay piezas, como la famosa Barcarola, que recordarán incluso los no
aficionados a la ópera, porque se trata de una de esas composiciones cuyo éxito
va más allá de la propia ópera, como la no menos famosa habanera de Carmen,
de Bizet.
Los tres actos de la
ópera giran en torno a los amores de Hoffman y el destino trágico de todos
ellos. La primera mujer, Olympia, es una marioneta y ese acto recuerda una
película mágica de Lubitsch, La muñeca, que parece inspirada en la ópera
de Offenbach. El segundo gira en torno a Antonia, una cantante que, por su
enfermedad, no puede cantar, aunque, animada a hacerlo, por el malvado que
persigue a Hoffmann, aquí encarnado por un excelente Léonide Massin, quien
fuera rival en su día de Nijinski y coreógrafo y bailarín del famoso ballet
ruso de Diaghilev, acaba muriendo. El
tercer acto, que transcurre en Venecia, tiene a Giulietta como protagonista,
quien abre el acto con la célebre Barcarola, que en principio no fue escrita
para esta obra, al parecer, sino para otra, Las hadas del Rin; pero como
la ópera de Offenbach la dejó inacabada su autor, capítulo aparte merecería lo
que los continuadores de la isma han hecho con ella. El caso es que en este
acto, en el que entra en juego el tema de la sombra perdida, según el conocido
cuento de Adelbert von Chamisso, Peter Schlemihl, el príncipe del mal
que quiere vengarse de Hoffmann se bate en brillante duelo con él en una góndola,
una secuencia tan impactante como la recreación del mundo veneciano.
Insisto, no obstante, en
que se trata de una película hecha propiamente para los amantes de la ópera,
pero confieso mi esperanza en que bien pudiera ser que se trate de una película
que mueva a los espectadores a acudir a los coliseos operísticos para disfrutar
de ese arte total que es la ópera. ¡Que así sea!
Me ha encantado lo que dices de Los Invasores parece una película realmente interesante. Narciso Negro, la única que he visto, era una película con algo especial, de esas que te dejan una cierta huella y un gusto a buen cine. Tomo nota de todas aunque no soy un experto en opera. Por cierto la habanera de Carmen era en gran medida de Yradier
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