miércoles, 4 de agosto de 2021

«Ocho millones de maneras de morir», de Hal Ashby, o su testamento-pulp…

 

Una trama policial en la frontera de lo kitsch y lo sádico: temprana actuación de Andy García y veterana de Jeff Bridges, ambas de muy buen ver.

 

 

Título original: 8 Million Ways to Die 

Año: 1986

Duración: 115 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Hal Ashby

Guion: Oliver Stone, David Lee Henry. Novela: Lawrence Block

Música: James Newton Howard

Fotografía: Stephen H. Burum

Reparto: Jeff Bridges, Rosanna Arquette, Andy García, Alexandra Paul, Randy Brooks, Lisa Sloan, Christa Denton, Vance Valencia, Wilfredo Hernández, Luisa Leschin.

 

         En el recuerdo siempre tendré una película de humor negro de Hal Ashby, Harold y Maude,  con una estupenda banda sonora, además, aunque Bienvenido Mr. Chance o ¡Que vienen los rusos!, junto a la biografía de Woody Guthrie, Esta tierra es mi tierra, lo acreditan como un director de peso en la década de los 70, si bien su gran fracaso, al menos desde mi punto de vista, fue Shampoo, si es que no «leí» mal la película. ¡Si hubiera escogido al famoso peluquero Jay Sebring, asesinado, junto a Sharon Tate y otros, en la terrible masacre perpetrada por la Familia Manson!  De lo que se trata, sin embargo es de hacer un juicio crítico de estos Ocho millones de maneras de morir que, presentada casi como una película de serie B, tiene bastante más enjundia de lo que parece a primera vista, primer título y primer reparto… Frente a las veintiséis apariciones en pantalla del protagonista, Jeff Bridges y las doce de Rosanna Arquette, Andy García comenzaba a abrirse paso hacia la fama, que le llegaría años más tarde con El Padrino III, de Coppola.

         La historia responde a los patrones clásicos de las películas de detectives que han sido, con anterioridad, policías expulsados del cuerpo por un error en una actuación policial con resultado de muerte del sospechoso, lo que induce al protagonista a darse a la bebida, a arruinar su vida familiar y a acabar rehabilitado en Alcohólicos Anónimos, que parece, por la publicidad de tan benemérita institución, productora de la película. Por un contacto furtivo con una mujer en una de esas reuniones de exdrogadictos, el protagonista acaba en una lujosa fiesta en un casino particular en el que una prostituta de lujo lo escoge como protector frente a los mafiosos que están decididos a hacer negocios juntos. Uno de ellos es Andy García, un hispano que trafica con cocaína y del que ha descubierto el expolicía que fue el responsable del secuestro y asesinato —en unas secuencias llenas de tensión y dinamismo, amén de una violencia explícita que nos indica que el protagonista se las juega con mafiosos despiadados— de la joven con la que salió de la fiesta y a la que, finalmente, no pudo proteger lo suficiente como para evitar su asesinato. García está encaprichado con la jefa de las prostitutas, pero, una vez que el expolicía descubre que García es el asesino  de la joven a la que no pudo proteger, se va del casino clandestino con Arquette, aun a pesar de la resistencia de la joven, quien no tarda en cambiar de opinión y colaborar con el detective, quien atrae al traficante a una compra por valor de un cuarto de millón de dólares, avalado por el capo negro que es el dueño del casino y «amparador» del negocio de prostitución, sin reconocer que el tal sea negocio propio suyo.

         La película fue la última de su director y es una de las favoritas de Quentin Tarantino, lo cual no es de extrañar, porque hay una secuencia en un almacén vacío, donde ha de verificarse el intercambio de la chica por la droga que el protagonista le ha robado al capo hispano, que tiene toda la estética del famoso Reservoir Dogs, por ejemplo. Pero las coincidencias no acaban ahí, por supuesto, porque esa estética «ochentera» la hemos visto en otras películas de Tarantino. Y, ya puestos, incluso hay un ingrediente de la puesta en escena que nos toca  muy de cerca a los espectadores catalanes, porque el mafioso hispano, García, se ha construido una casa siguiendo el más genuino estilo de Gaudí, por fuera y por dentro, puertas y mobiliario incluidos, e incluso, libro en mano, trata de convencer al policía de las bondades estéticas del arquitecto catalán. Es muy probable que el resultado final se vea más como un pastiche que como un acercamiento serio a Gaudí, más como una muestra del kitsch más deleznable que del apogeo del buen gusto extravagante y sorprendente, pero ahí queda como un detalle de «calidad» en la trama, algo incoherente con el propio dibujo del personaje.

         Como buena película de cine negro, de detectives, el protagonista está perfectamente definido en su complejidad emocional, lo cual contrasta con el villano estereotipado que encarna Andy García, pero ambos se dan la réplica con notable efectividad y la película gana, con ello, muchos enteros. A la secuencia del almacén abandonado, que a mí me ha encantado, pero no a otros críticos, ha de sumársele el final en el funicular que lleva desde el nivel de la calle hasta la mansión del capo negro. Hay que verla, ni se puede explicar ni tiene sentido hacerlo. Ashby se despidió con una película de género que condujo con notable maestría, y si en su época tuvo malas críticas, estoy seguro de que hoy se verá con otros ojos muy distintos. Sí, por supuesto, no hablamos de la gran película de cine negro de los 80, por supuesto, pero Testigo silencioso, de Daryl Duke, tan hermosamente criticada por Javier Arazola en Ataraxia Magazine, tampoco parecía que fuera lo que ahora vemos que es. Aquella se apoyaba en un guion de Curtis Hanson; esta de Ashby en un guion de Oliver Stone. Y, de verdad, Duke tampoco es un «maestro» en comparación con Ashby, pero ambos han sabido sacar las mejores imágenes de esos guiones y han conseguido dos hermosas películas a las que, más en esta de Ashby, algunas cosas le sobran, pero no tanto como para que nos estropeen un visionado que agradeceremos.

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