jueves, 9 de febrero de 2017

John Farrow ensayando cine de autor para un thriller relevante y personal: “Las fronteras del crimen”.



Una historia convincente, una atmósfera conseguida y un thriller con estupendos toques de comedia: Las fronteras del crimen, de John Farrow, o una película en contrapicado.
 Título original: His Kind of Woman
Año: 1951
Duración: 120 min.
País: Estados Unidos
Director: John Farrow
Guion: Frank Fenton, Jack Leonard
Música: Leigh Harline
Fotografía: Harry J. Wild (B&W)
Reparto: Robert Mitchum, Jane Russell, Vincent Price, Tim Holt, Charles McGraw, Marjorie Reynolds, Raymond Burr, Leslie Banning.


El título original, His kind of woman, pone el acento, desde un punto de vista comercial, en lo que el público debería intuir, por él, como un tórrido romance entre Mitchum y Russell, y, aun habiendo algunas escenas en que sí que la atmósfera erótica sube ciertos grados -sin sobrepasar el código Hays-, la trama negra de la película nos lleva a considerarla más como una historia de perdedores que como un thriller con gotas sentimentales. Lo que sorprende, ¡y mucho!, sin embargo, en esta historia compleja, con un excelente guion, y una realización de la que ahora hablaremos, es la parte de comedia que introduce la historia al situar la acción en un resort mexicano, fronterizo con Usamérica, en la que un actor famoso, enamorado de la caza, un pletórico Vincent Price escacharrantemente cómico, trata de superar un matrimonio fallido y medita si se unirá con la joven, Russell, que ha hecho un sonoro tilín, casi un tolón, al protagonista, Mitchum. La historia de un perdedor a quien ofrecen una suculenta recompensa, 50.000 dólares, para ir a ese resort y esperar noticias de lo que ha de hacer para acabar de ganárselos, pues le van dando anticipos más pequeños, es el hilo conductor de la trama, a la que enseguida se une Russell, quien se le presenta al lacónico protagonista como una rica heredera, para descubrir, finalmente, que se trata de una imponente cazadotes. Como el protagonista tiene deudas de juego, la película comienza con una paliza propinada en su apartamento, la claustrofobia del cual la realza el uso del contrapicado, que el autor va a repetir en infinidad de ocasiones a lo largo de la película, y con el mismo fin, crear una atmósfera muy física, con encuadres en los que parece que la incomodidad de los personajes no proceda tanto de lo que les ocurre en la realidad de los acontecimientos, cuanto de su ubicación en el plano. El protagonista no tarda en olerse, por diversos personajes que encuentra en el resort, que nada bueno puede esperar de ese “misterio” al que lo destinan, máxime cuando descubre la presencia de un enigmático “profesor”, muy en la línea de los científicos heterodoxos al servicio del mal. El espectador sabe desde el principio que de lo que se trata es de que un mafioso, un sólido y convincente (¡Como Vincent!) Raymond Burr, quiere someterse a un transplante de cara para poder reingresar en Usamérica con una nueva identidad, la del perdedor conejillo de indias. Esa trama científica de la película, que aquí actúa al revés de como lo hace en La senda tenebrosa, de Delmer Daves, es decir, al servicio del delito, no deja de tener algo de ingenuo, sobre todo por las condiciones en las que se va a realizar el trasplante, en un viejo bote anclado en aguas territoriales mejicanas. La atmósfera del resort, con diferentes historias que van mezclándose en la tensa espera de las noticias que no llegan, se ilumina de pronto, como ya he dicho con la aparición de ese actorazo descomunal, en todos los sentidos, que es Vincent Price. La habilidad del guion permite ignorar que la cazadotes va detrás del actor y que ambos hombres, que han congeniado rápidamente, acabarían enfrentados por ella, pero la aparición por sorpresa de la mujer del actor, deliciosamente irónica, con quien tiene unos diálogos magníficos, resolverá ese hipotético enfrentamiento. El tramo final de la cinta, con la expedición de rescate que encabeza el actor con los policías mejicanos y otros huéspedes del resort, deseosos de escapar a la convivencia tan “estrecha” con sus parejas, es una auténtica “armada Brancaleone” que combina perfectamente, en el tramo final de la película, el temor por el destino final del protagonista con una comicidad de buena ley. La figura de Price, cotejando lo que ha hecho en decenas de películas de aventuras, eternos simulacros de violencia y de muerte, con lo que está viviendo, muertos incluidos, y sus constantes declamaciones shakesperiana suben mucho el nivel de la película. Es una lástima que Ferraro, el gángster, Raymond Burr, no tenga más papel, porque podría haberse convertido la película en un duelo entre Burr y Price que hubiera adquirido tintes legendarios. Adviértase, por último, la notable extensión de la cinta para un género de este estilo en el que la concisión es un valor, y de ello tiene la culpa el excelente retrato de la atmósfera del resort y las diferentes historias que se cruzan con la de os protagonistas.

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