El amor y la tortura sexual antes
de las relaciones prematrimoniales en España: El buen amor, de Francisco Regueiro o el neorrealismo de la
pacatería.
Título original: El buen amor
Año: 1963
Duración: 82 min.
País: España
Director: Francisco Regueiro
Guión: Francisco Regueiro
Música: Miguel Asins Arbó
Fotografía: Juan Julio Baena (B&W)
Reparto: Simón Andreu, Marta del Val, Charo Bermejo, María Enriqueta
Carballeira, Wilfredo Casado, Sergio Mendizábal, Enrique Pelayo.
Sí, lo primero que se me ha venido a la cabeza ha sido
el recuerdo de Adolescencia, Sexo y
Cultura en Samoa, de Margaret Mead, para titular esta crónica neorrealista
de la pacatería sexual, tan terrible y doliente, un título en alguna de cuyas
traducciones al español desaparece, ya es curioso, la palabra sexo. La primera
película de Francisco Regueiro me sigue pareciendo, de largo, la mejor de su
producción en la que hay títulos tan interesantes como Las bodas de Blanca, Padre
nuestro o Madre Gilda, y otros
tan descabellados como Duerme, duerme mi
amor, que recién acabo de no poder ver acabar en el ciclo de cine español
de La 2, porque, a pesar del humor negro en el que se inscribe, la verdad es
que la estética de la película tira de espaldas, y la interpretación de un
disparate semejante solo logra confirmar que los actores necesitan un buen
guion para creerse a sus personajes y comunicarse, a través de la
representación, con los espectadores, lo cual no es el caso de esta película.
En El buen amor, sin embargo, ambos
protagonistas interpretan a la perfección a esos dos amantes, uno salido y la
otra pacata hasta lo inverosímil, que nos van a tener pendientes de sus súbitos
cambios de humor, sus rencillas, sus expansiones y sus prejuicios a lo largo
de un día en Toledo, en una escapada de la férula familiar y social que
gobierna sus días con los mil ojos de una red represiva que les hace la vida
imposible. La película, muy inspirada en el cine de la nouvelle vague (muy pero
que muy de lejos esta historia podría considerarse algo así como el reverso
carpetovetónico, cetrino, ceniciento y represivo de Hiroshima mon amour) y en
el nerorrealismo, es una película en la que se mezclan las escenas de interior,
con encuadres muy logrados y con un afán pictórico sobresaliente, y unas
escenas de calle, muy del cine francés referido, que, a menudo, por la excesiva
ingenuidad que han de representar los protagonistas, incluso tienen algo de
ridículo, dada la edad de ambos, sobre todo de él, de ahí que quepa más hablar de adolescentes que de adultos, aunque ambos ya lo sean. La presencia de la tensión sexual
a lo largo de la película, sin embargo, se convierte en el “tema” dominante o
en “la tema”, sobre todo de él, que ve frustrados una y otra vez sus intentos
de besarla en la boca o de acariciarla o de estrecharse contra ella, un
contacto que ella administra con esa represiva y cautelosa sabiduría de quien,
como repite una y otra vez, “cuanto más se tarde en llegar a esas expansiones,
mejor”, porque los pasos serios han de darse poco menos que después de pasar
por la vicaría. Estamos en 1963 y, sin embargo, a pesar de los modos casi
transgresores de los jóvenes en un contexto urbano de valores antiguos como
representa Toledo, ellos mismos, en su relación, lo son tanto como la ciudad
que los acoge. La película tiene un vago propósito naturalista, de estudio
realista de un comportamiento humano, y, en consecuencia, hay no poco de
documental en ella, porque, al hilo de
la tensión erótica entre los novios -a lo largo del día son muchos los
encuentros y desencuentros que se producen entre ellos, por la inseguridad con
que afrontan la sexualidad que les urge, a ambos-, y hemos de recordar que se
desplazan a Toledo, paradoja de paradoja, para sentirse más libres en sus manifestaciones
cariñosas, su día es, básicamente, un día de turistas en la ciudad que no
conocen y visitan todos los monumentos habidos y por haber, en los que Regueiro
consigue una puesta en escena magnífica,
perfectamente fotografiada, para sus dos tortolitos. A cualquier espectador le
va a sorprender que en toda la película apenas veamos sino unos diez turistas a
lo sumo, un grupo de unos ocho y una pareja, con quienes coinciden en algunos
monumentos. Choca mucho que tengan, ambos, la sensación imperiosa de estar
cometiendo una “transgresión”, pues el viaje lo hacen a espaldas de los familiares
de ella, él está de pensión, a punto de acabar la carrera de derecho y
espoleado por su padre a que se presente a unas oposiciones de Banca. La
realización de la película es casi perfecta, y Regueiro y su director de
fotografía, Juan Julio Baena, que lo fue de otra película con la que esta
guarda no poca relación, aunque de muy diferente argumento, la excelente La tía Tula, de Ángel Picazo, sobre una novela de Unamuno, han
conseguido que Toledo sea algo más que el marco de esa relación propia de una época
tan represiva sexual y moralmente como la dictadura franquista. Y la verdad es
que no deja de ser atrevido, para aquella época, alguna referencia dejada caer
casi al azar sobre la Guerra Civil o las miradas lascivas del guardiacivil en
el tren a la rodilla descubierta de la maestra que va con ellos, y los
guardias, en el mismo vagón de tercera, por cierto, ¡esa tercera popular y de
dura madera en la que tanto se aprendía entonces a conocer al pueblo auténtico!
El viaje en el tren hasta Toledo es, acaso, de lo mejorcito de la película,
porque hay un contraste con el resto de los pasajeros que permite afinar el
perfil de los protagonistas y el de algunos “tipos”, como el de la mujer
profesional independiente, algo realmente muy nuevo en aquellos años, los
guardiaciviles, una prostituta de supuesto lujo, y algunos tipos populares en
cuya circunstancia personal no se explaya la descripción. Las reacciones del
protagonista, que se desespera ante la niñería y gazmoñería de su novia, lo
llevan, por ejemplo, a invitar al cine a una ganchillera que vende su
producción a los turistas, en una deliciosa secuencia en la que las tres
ganchilleras vacilan con el protagonista hasta que una de ellas acepta ir al
cine, en el que están proyectando La
colina del adiós, por cierto, de Henry King, una película sobre un amor
apasionado interracial que triunfa frente a la intolerancia de los demás. Eso sí, apenas se han instalado, él dice que
se le hace tarde para coger el tren y, después de invitar a la chica a
merendar en un comercio, un negocio que hoy nos parecería inverosímil, polvorones y leche,
deja a la chica plantada cuando su novia se asoma al escaparate antes de seguir
su camino, yendo a reunirse con ella para intentar hacer las paces, después de
haberle dado un cariñoso azote en el culo que colmó la indignación de la joven,
tan recatada y pudibunda. Las escenas callejeras, sea entre los vecinos sea con ellos dos
solos, en una ciudad con rincones tan desiertos que, a día de hoy, nos sigue
asombrando que alguna vez hayan existido, están resueltas de manera muy eficaz,
e incluso, hacia el final, cuando están instalados en el puente, y de noche, haciéndose
promesas de amor, se cruza con ellos la pareja de la Guardia Civil con la que
habían hecho el viaje en tren a la ciudad. La ironía del título El buen amor, teniendo en cuenta la
picardía y franqueza carnal del buen Arcipreste, es una buena guía para que las generaciones
jóvenes entiendan, sin embargo, el opresivo clima moral que tuvimos que vivir
los jóvenes de aquellas generaciones de una posguerra que se extendió
prácticamente hasta 1968.
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